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Mientras tantoEl ideal bajo sospecha

El ideal bajo sospecha

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

La cobardía es mala consejera y, lo sepa o no quien
la padece, su conciencia culpable tiene que hacerse dis-culpar. Para ello nada
mejor, en primera instancia, que dar de lado sin distinción cuanto pudiera
conferir a ciertas empresas humanas la altura moral suficiente como para
merecer que nos expongamos a molestias o peligros por ellas. El escudo de
Arquíloco
lo sentencia sin tapujos desde el
comienzo: el rechazo incondicional de la muerte viene a una con el repudio “de
todas sus legitimaciones (sean religiosas, patrióticas o políticas), del
rechazo de cualquier Causa, por noble que parezca su Nombre (Dios, la Patria,
la Libertad, la Democracia), que exija morir o matar por ella” (I, 16). Si se
presupone que no hay causa legítima alguna, entonces tampoco habrá oportunidad
para que el propio coraje o su ausencia se pongan a prueba. La huída ya no es
la conducta del cobarde ni la del cínico, sino la del virtuoso bien informado.
El espectador remiso a intervenir puede quedarse tranquilo.

 

Esta ética de tan bajo rasero equipara
interesadamente cada una de las justificaciones de las conductas censuradas
hasta el punto de no molestarse en revisarlas; las desprecia de antemano a
todas. Tiene que desconfiar por principio y por igual de las grandes palabras
con que se presentan las causas colectivas, para así  ahorrarse su examen: no vaya a ser que la indiscutible
fuerza persuasiva de alguna de ellas le amargue la gozosa retirada. Todo queda
arrumbado por la única cuestión digna al parecer de tenerse en cuenta:  ¿alguien va a morir o a matar en nombre
de tales pretensiones? Empeño despreciable, pues ya se ha decretado que de las
Causas públicas sólo valen las que no convocan a la muerte en su consecución.
En cuanto asoma alguna probabilidad de muerte violenta, una Causa pierde toda
legitimidad y su demanda se vuelve sólo por eso criminal. El terrorismo es malo
tan sólo porque mata. Quien le planta cara es asimismo reprobable porque se
arriesga a matar o a morir en ese enfrentamiento. Y eso es todo.

 

Como era de temer, aquella cobardía tenía que inspirar una
sospecha sistemática acerca de la moralidad de esos móviles que impulsan los
grandes designios humanos en caso de acompañarse de violencia. El recurso a la
muerte infecta a todos, lo mismo a sus agentes que a sus pacientes: “Confieso  -declaraba Juan Aranzadi en su libro-
no tener el más mínimo aprecio por los mártires de Causa alguna, confieso que
detesto a quienes sacrifican su vida por el ‘dios’ que fuere y, sobre todo, a
quienes exigen o piden a otros ese sacrificio al que ellos se muestran, con
variable sinceridad, dispuestos” (I, 17). Aquí nada ni nadie se salva. Todos y
todo -lo político y lo criminal, lo excelso y lo rastrero, lo razonable y lo
absurdo, el verdugo, la víctima y el que tercia entre ambos-  se condenan por igual y sin remisión.
¿Habrá un solo justo entre nosotros? Sí: el que huye, el que decide ser sólo
espectador de la ignominia. Todos los demás, o aprovechados o necios: tertium
non datur.

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