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ArpaEl incunabulista Julián Martín Abad

El incunabulista Julián Martín Abad

 

En el año 2009, durante la restauración de la iglesia de San Esteban de Cuéllar (Segovia), se produjo un descubrimiento singular. Al abrir dos de los sepulcros situados en el presbiterio aparecieron los cuerpos de siete individuos –cinco adultos y dos niños– que por causas naturales y fortuitas estaban parcialmente momificados. La cal que recubría las paredes había obrado el milagro. Los sepulcros pertenecían a Martín López de Córdoba Hinestrosa, regidor de la villa, y a su esposa, Isabel de Zuazo. El cadáver de la mujer, bien conservado, escondía un hatillo prendido de sus ropajes; en el hatillo, un tesoro bibliográfico: 48 bulas de indulgencias que quiso llevar consigo en su tránsito al más allá. A lo largo de su vida había atesorado los documentos con los que franquear las puertas del cielo, todos ellos en castellano y provenientes de diferentes impresores (había, además, un pequeño devocionario). La bula más antigua, dictada por el Papa Sixto IV, databa de 1484; la más moderna, de Pablo III, fue concedida en 1535. Tras un minucioso proceso de recuperación y restauración, hace unas semanas llamaron para que las examinara al mayor especialista en la materia: Julián Martín Abad.

 

Este ha sido, tras su jubilación el pasado noviembre, el primer encargo que atendió el antiguo jefe del Servicio de Manuscritos e Incunables de la Biblioteca Nacional. Su autoridad, su magisterio, su honradez intelectual, su rigor metodológico, su rabiosa independencia y su infatigable afán investigador son los valores que atesoró en sus cerca de treinta años entre los plúteos más recónditos del caserón del Paseo de Recoletos de Madrid. El 12 de diciembre se le brindó en la Biblioteca Nacional un homenaje en el que participaron Pedro Cátedra, Elisa Ruiz, Víctor Infantes, Mercedes Fernández Valladares, Ángel Gómez Moreno y Jon Juaristi, entre otros. La cerrada ovación con la que concluyó el acto sonó no solo a despedida –tal vez temprana– del gran incunabulista sino a fin de toda una época, de una forma de ser bibliotecario y del lugar que ocupa la institución en la sociedad.

 

Aunque sus ecos apenas han llegado hasta nosotros y ningún periódico español lo ha publicado, hace unas semanas el diario francés Le Monde y el italiano La Reppublica lanzaron el Llamamiento de los 451 (en homenaje al Fahrenheit 451, de Ray Bradbury), un colectivo que reúne a otros tantos editores, correctores, impresores, distribuidores, libreros, traductores y bibliotecarios de todo el mundo. Denuncian la degradación acelerada que están sufriendo las formas de leer, producir, compartir y vender libros y proponen la constitución de grupos de acción y reflexión que confluirán en un encuentro en Montreuil el 12 y 13 de enero de 2013: “La industria del libro sobrevive, en gran medida, gracias a la precariedad aceptada de muchos de sus trabajadores, por necesidad, por pasión o por implicación política”. Los grandes monopolios del sector, como Fnac o Amazon, “pretenden hacernos olvidar una de las dimensiones esenciales del libro: crear lazos, encontrarse”. Según el llamamiento,  “no podemos avenirnos a reducir el libro y su contenido a un flujo de datos electrónicos clicables hasta la náusea; lo que producimos, compartimos y vendemos es, ante todo, un objeto social, político y poético”.

 

A este propósito, al sentido humano de los libros, ha dedicado su vida Julián Martín Abad, desde su primera atención –sostenida en posteriores publicaciones– a la imprenta de Alcalá de Henares hasta el Catálogo bibliográfico de la colección de incunables de la Biblioteca Nacional de España (2010) con el que logró culminar –no sin superar toda clase de trabas– su labor en la institución. El escrito de los 451 recuerda que un alto directivo de Amazon aseguraba recientemente que en la edición actual las únicas personas necesarias son los lectores y los escritores. “Algunos seguimos trabajando”, responde el manifiesto, “a escala humana, con libros, librerías, bibliotecas o editoriales”. El libro, nos ha enseñado Martín Abad, nació sin título ni portada ni paginación, ni siquiera con la estructura de párrafos que hoy conocemos. El texto no se componía de forma sucesiva, de principio a fin, sino a trozos, por lo que los errores de compaginación son frecuentes; era frágil, descuidado, escaso, pero en muy pocos años aquellos impresores que recorrían los caminos con sus ingenios a cuestas lograron consolidar el producto acabado, perfecto, poético que hoy tenemos entre las manos.

 

El libro sirvió para difundir ideas e imágenes capaces de cambiar nuestra visión del mundo, mientras hoy se rige cada vez más, sigue el llamamiento, por criterios meramente mercantilistas. Los monopolios, apropiándose del concepto “democracia cultural”, provocan el empobrecimiento de las ideas y de los imaginarios con sus herramientas, desde el corrector automático hasta las digitalizaciones salvajes, y su control del mercado. El libro tradicional corre el riesgo de desvanecerse por el empuje de internet y las bibliotecas –desde luego las patrimoniales– no son ya punto de encuentro cultural sino una pesada carga presupuestaria donde se exhiben una y otra vez los mismos tesoros del pasado. “No se puede ser incunabulista y usar tarjeta de visita”, dijo alguien en el homenaje a Martín Abad, un acto que en algún momento supo a reivindicativo y en el que quedó patente que el viento se lleva –y la crisis barre– la minuciosa y abnegada tarea de tantas personas empeñadas en legar los libros de una generación a otra.

 

Me enfrenté por primera vez a Martín Abad en febrero de 1999, cuando se dio a conocer un hallazgo singular, equiparable a los más importantes de los últimos tiempos: la Nota emilianense, de Dámaso Alonso; los fragmentos manuscritos del Amadís de Gaula, de Antonio Rodríguez Moñino; los libros escondidos en una pared de Barcarrota, entre ellos una edición desconocida del Lazarillo Los periódicos informaron entonces de la aparición de la primera edición completa de La Celestina de 1507 en un volumen facticio de raros impresos españoles del siglo XVI. Había dado a conocer la noticia Martín Abad y algunos redactores –pocos– llamaron para entrevistarle. Me ocupaba entonces de la Prensa en la Biblioteca Nacional (mi trabajo durante quince años) y le llamé para participarle el interés. “Yo no hablo con periodistas”, me espetó.

 

Varios de los intervinientes en el homenaje a Martín Abad se refirieron a su fama terrible de hombre hosco y amenazante, a la manera del bibliotecario huraño y puntilloso. Algunos directores han dejado por escrito su sensación de que la Biblioteca Nacional son unos “reinos de Taifas” (Rosa Regàs, Seguritecnica, octubre de 2011, p. 35) y de que los fondos pertenecen a los encargados de las colecciones: “…el de incunables cree que están ahí para que él, y solo él, los estudie” (Luis Racionero, Memorias de un liberal psicodélico, 2011, p. 382). Se puede entender que los directores recién llegados –sobre todo los más psicodélicos– perciban esta sensación, pero el mensaje (subliminal) que se quiere dejar claro es el contrario: de quien no son es de los directores. 

 

Gracias a eso se han mantenido e incrementado las colecciones a lo largo de trescientos años. El día que se despidió de un grupo de compañeros, Martín Abad explicaba que un bibliotecario requiere muchos años de preparación, de estudio, de investigación, una atención obsesiva, constante, “hasta que haces la colección tuya, y entonces puedes empezar a sacarle rendimiento”. Todos comprendimos lo que quería decir. Los estudios de Martín Abad en tipobibliografía, así como sus ensayos de las primitivas imprentas, son fundamentales en su campo, pero su finalidad cuando analiza un incunable no es tanto relatar su peripecia como incorporarlo definitivamente a un catálogo. Es difícil de entender, en estos tiempos de cliqueo y divagación, pero ahí estriba su objetivo último. Las circunstancias de su aparición, las huellas que han dejado los lectores, las características propias (pues aunque se trate de impresos, cada ejemplar es único), su paso por diferentes propietarios no son más que los cimientos en los que se sostiene una buena descripción bibliográfica. No en vano Martín Abad llamó la atención de la comunidad investigadora internacional cuando fue capaz de incorporar, en sus primeros trabajos, cerca de dos centenares de asientos al catálogo clásico de F. J. Norton: A descriptive catalogue of printing in Spain and Portugal 1501-1520 (1978).

 

Por eso sus aseveraciones son tajantes, bruscas, definitivas. No duda Martín Abad en calificar a un catálogo de la Biblioteca Pública de Ciudad Real de “modelo de improvisación y trabajo que muestra el desconocimiento de los más elementales principios del quehacer bibliográfico”, ni en advertir –aunque sin éxito– que no se podía celebrar el quinto centenario del comienzo de la imprenta a Pamplona en 1989, pues la fecha que declaraba el colofón, a tenor de los calendarios del siglo XVI, era 1490. Tampoco en  dejar en evidencia al anterior director general del Libro, Rogelio Blanco, que afirmó (declaraciones a Abc, 21-11-2011) que la Biblioteca Nacional se había formado con incunables que se recogieron, burlando el Santo Oficio, en todas partes del mundo. “No perdamos más tiempo”, escribe Martín Abad, “pero la Biblioteca Nacional de España debería salir al paso (acelerado en los últimos tiempos) a las mil falsedades de su desconocida historia tricentenaria”.

 

A este respecto, conviene seguir algunos escritos del incunabulista, como aquel en el que nos señala que la fundación fue debida no a la generosidad de Felipe V por extender la cultura entre sus súbditos, sino a la necesidad de resolver el almacenamiento de las valiosas bibliotecas confiscadas a los partidarios de los Austrias (El enredijo de mil y un diablos, 2007, p. 215). Así, podemos averiguar que no hay un respaldo documental a la fecha en la que se ha conmemorado el tricentenario, que el jesuita francés Pedro Robinet, a quien sin duda se debe el impuso de la creación de la primitiva biblioteca, terminó expulsado de la Corte entre pasquines en su contra, y que la primera reacción cuando se instaló una puerta y una escalera de acceso en el pasadizo que comunicaba el Alcázar con el convento de la Encarnación (donde tuvo su sede) no fue de agradecimiento popular sino iracunda: la priora del convento exigió cobrar por aquella intromisión en su jardín.

 

En el acto de homenaje, Elisa Ruiz apeló directamente a Martín Abad para que escribiera la verdadera historia de la Biblioteca Nacional. Sin duda sería un ensayo sabroso con el trasfondo de la sinuosa evolución cultural de este país, pero yo creo que no lo hará, y no porque no sea el más capacitado para tal empresa, sino porque, a mi parecer, y tras su apariencia de funcionario arisco, se esconde un hombre demasiado sentimental, capaz de disculpar una actuación poco clara a aquel que tenía “un magnífico latín” o de trabar amistad finalmente con algún periodista. Es por eso también por lo que nunca podrá figurar en una galería de bibliotecarios arrepentidos. “Julián”, escribe Francisco Rico (previsto en el homenaje, aunque finalmente no acudió) en el prólogo al catálogo de incunables, “es en realidad un manojo de nervios y lo que de veras lo mueve es la pasión. Pasión por los libros, pasión por la literatura (es incluso suspecto de escribir poesías), por el conocimiento, por su oficio y por la misión de su oficio, por las cosas bien hechas, por los amigos”.

 

Debió ser secretario de un Habsburgo
O poner pica en Flandes. Sin embargo,
Podemos alegar en su descargo
Que en tardo siglo lo forjó el Demiurgo.


Con la ley más estricto que Licurgo,
Colérico quizás –pero no amargo-,
Pastor de libros fue por tiempo largo
(que no de los carneros de Panurgo).


Apacentó los arduos manuscritos
En las majadas de los Recoletos
Y ordenó sus rebaños incompletos

Separando corderos de cabritos.
La Fama hace su nombre necesario:
Julián Martín Abad, Bibliotecario.

 

Jon Juaristi, autor de este soneto, volvió a utilizar durante el homenaje a Martín Abad una imagen esclarecedora: la Biblioteca Nacional es un viejo galeón que no se mueve, mal abastecido y del que la tripulación escapa. Por cierto que cuando se marchó de la Nacional, después de una breve dirección de apenas diez meses, para hacerse cargo del Instituto Cervantes dijo que se iba a gobernar una goleta, pero el otro día rectificó, no sé si conscientemente, y calificó al Cervantes de “flotilla incontrolada de bajeles piratas”. En la maltrecha armada cultural española, el Museo del Prado es una fragata acorazada que fija su propio rumbo, pero el resto de las naves están como en Cavite, esperando la embestida de la moderna artillería. Le ha llegado el turno a la carabela del Reina Sofía, cuyos trabajadores están en pie de guerra con la dirección.

 

Si en el Reina Sofía el peso de los funcionarios públicos puede no ser primordial para la estabilidad de la nave, en el galeón varado de Recoletos, con los oficios del libro a bordo –técnicos, encuadernadores, restauradores, catalogadores, bibliotecarios–, es esencial. Cuando le preguntaban a Martín Abad desde cuándo trabaja en la Biblioteca Nacional, respondía: “Desde 1711”. Y también ha declarado que es la única institución en la que de hecho se pueden encontrar en España bibliotecarios especialistas en manuscritos e impresos antiguos. Terminada la conmemoración del tricentenario, la Biblioteca Nacional se enfrenta a una incierta travesía, y quien llegue para gobernar el timón ha de tener pericia y buen pulso.

 

Mientras países como Francia y Gran Bretaña –y ahora México– han convertido sus bibliotecas respectivas en buques insignia, la Biblioteca Nacional de España fue degradada por la ministra de Cultura Ángeles González Sinde en mayo de 2010, lo que provocó la dimisión de su directora, Milagros del Corral, un ejemplo de dignidad personal e intelectual que escasea en nuestros días. El reciente anuncio por parte del secretario de Estado de Cultura, José María Lassalle, de la tramitación parlamentaria de una nueva ley que dotará a la institución de mayor autonomía ha sembrado la inquietud entre los trabajadores, y muchos se han jubilado. Queda una plantilla envejecida, en la que el 50% de los funcionarios y cerca del 68% de los laborales son mayores de 50 años, de un total de unos 500 trabajadores, con una pérdida de 120 puestos de trabajo en los dos últimos dos años (datos públicos en la página web: Memoria 2011).

 

En 2011, el año del tricentenario, las diferentes salas de lecturas, según esta misma fuente oficial, perdieron más de 25.000 lectores (de 127.917 en 2010 a 102.700 en 2011, Memoria 2011, p. 45; en el año 2009 fueron 128.060). Los recortes –un 30% del presupuesto, que en 2011 fue de algo más de 43 millones– han provocado la restricción a partir del 3 de diciembre del horario de préstamos de las salas (cuatro horas menos al día) y el cierre de tres salas durante las navidades. La posibilidad de generar recursos propios (el Museo del Prado genera solo el 63% de su presupuesto) se presenta como anecdótica. Estos datos, sumados a alguna declaración en el sentido de que la nueva ley dará “más flexibilidad” para crear “nuevos perfiles profesionales”, han hecho cundir la alarma y el presidente de la Junta de Personal ha pedido explicaciones.

 

“Siempre hay marineros”, escribió Juaristi sobre el galeón de la Biblioteca Nacional, “que se encariñan con el venerable cascarón, a pesar de que la paga sea pésima y no se atisbe otro horizonte que un pausado desguace bajo la desidia chicha de sucesivas administraciones” (Abc, 29-10-2006).

 

El tiempo transcurre de otra manera dentro del acastillaje y los marineros que resisten otean el panorama en cubierta, hacen cábalas sobre su jubilación y leen, por ejemplo, un artículo reciente de Mario Vargas Llosa en el que afirma que la transformación de la Biblioteca Nacional de México en un inmenso y hermoso espacio donde se han reunido las bibliotecas privadas de un puñado de escritores mexicanos (con cerca de 350.000 volúmenes) puede cambiar el signo del legado del presidente Calderón: “Una vez que pasen los años y se vayan desvaneciendo de la memoria histórica las violencias de estos años asociada al narcotráfico, La Ciudad de los Libros seguirá allí, intacta, atrayendo cada vez más lectores, como un enclave de civilización invulnerable a la barbarie” (El País, 2-12-2012).

 

Esperemos que la nueva ley, que de momento plantea más sombras que luces, permita reflotar a la más antigua institución cultural de España. La biblioteca renacida como un ámbito, como el lugar de encuentro que reclaman los 451 y que ya avanzó Milagros del Corral: “Todos debemos ser conscientes de que, en la era de las bibliotecas digitales capaces de construir colecciones virtuales sobre la base del diálogo entre máquinas, la importancia de las bibliotecas no estará ya tanto ligada a la riqueza de las colecciones que custodian, sino, sobre todo, a la calidad y variedad de servicios que proponen” (Sic vos non vobis, 2009, p. 161).

 

Juaristi aconsejó en el artículo arriba citado que lo mejor que podía hacerse con la Biblioteca Nacional era cerrarla, sellarla, y dentro de unos siglos aparecerían las “momias milagrosamente conservadas” de los usuarios pertinaces, de los catalogadores sin esperanza y de los bibliotecarios “abrazados a sus incunables”, como Isabel de Zuazo en Cuéllar abrazó los suyos. El catálogo de incunables de Martín Abad, concluye en el prólogo Francisco Rico, “puede muy bien ser un manifiesto de política cultural y poco menos que un panfleto de protesta”.

 

 

Biografía, análisis de la obra, bibliografía de Julián Martín Abad.

 

 

 

Carlos García Santa Cecilia es escritor y periodista. Pertenece al equipo de FronteraD casi desde su fundación, donde ha publicado, entre otros artículos: Pero, ¿dónde está el ‘Titanic’?, Ehrenburg, el otro ruso de la guerra civil, Las dos Españas de Virginia Cowles, Destino fatídico, Góngora frente a Velázquez, Un gran paso para Neil Armstrong, Tribulaciones de un español en China y Buscando a Enric González

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