Una de las muchas virtudes del independentismo, quizá la mejor de todas ellas, la que fundamenta todo su desarrollo actual posterior, incluso su supervivencia, esos métodos de supervivencia siempre renovados, aunque cada vez más finos, como los pelos de un próximo calvo, es su aguante al corte, su firmeza ante la cara colorada, su facilidad para el olvido del apuro. Esa turbación cada vez menor ante las verdades incontrovertibles espetadas en su presencia, como respuesta a sus mentiras.
El independentista va dando muestras, cada vez más claras (y le doy con ello la razón en sus delirantes anhelos), de ser una especie que evoluciona para sobrevivir. El independentista es ese hombre que cambia de color como defensa ante el depredador, que en este caso es el sentido común, ese depredador terrible. Cambiando de color va salvándose, mayormente porque el depredador duda; se queda mirándolo mientras piensa si hincarle o no el diente, y en el ínterin el independentista se escapa entre la maleza.
Ha trascendido en las redes en estos últimos días un supuesto caso al revés. Es decir, un independentista que ha dicho una verdad (puede ser, por supuesto, aunque no sea lo habitual) como respuesta a una mentira de un no independentista. Se trataba de un debate en la radio entre los candidatos cabezas de lista por Barcelona a las elecciones catalanas, en el que la candidata de Junts pel Sí, Laura Borrás, le aplicaba, al parecer, un severo correctivo a Inés Arrimadas a propósito del término “supremacista”, que tanto utiliza la candidata de Ciudadanos en alusión al independentismo.
Sugería Borrás con seguridad parsimoniosa y aparente ironía fundamentada que Arrimadas no tenía comprensión lectora y que además empleaba incorrectamente y con aviesas intenciones (la acusaba de ambas cosas: de ignorante y de malvada) la palabra “supremacista” (mientras aprovechaba para deslizar que los artículos racistas [supremacistas] de Torra ya no lo son porque entonces no era el president: magia Borrás), dado que esta definía, según ella, sólo “a la persona que es capaz de discriminar por cuestiones de raza, sexo o religión”.
Es cierto que Arrimadas no respondió más que, sorprendente, con frases cortas y dubitativas y la impresión de ese momento, muy grosso modo (o sea, para los muy grossos), fue a la que se apuntó después en masa el independentismo ahíto de pequeñas grandes victorias como de pequeñas grandes derrotas es paciente sufridor. Pero claro, el independentismo camaleónico, el independentismo que lucha por sobrevivir en medio de una naturaleza que lo asola de sentido común, no puede conseguirlo sin acudir a la mentira. Y más que eso: sin partir de la mentira, tras de lo cual puede cualquiera asegurar hasta lo que los mismos independentistas aseguran en casi todos los ámbitos.
“Supremacista” no es lo que aseveraba la señora Borrás como si citara de memoria el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, entre otras cosas porque la palabra “supremacista” aún no está incluida en ese diccionario sino sólo en trámite de inclusión. Lo que sí está recogido es el término “supremacía”, que habla de “grado supremo en cualquier línea”, de “superioridad jerárquica” o de “preeminencia”, lo cual da la razón a Arrimadas y no tiene nada que ver con la puntualización, me temo que malvada de Borrás, de “discriminar por cuestiones de raza, sexo o religión”.
El caso es que hasta por lo de la raza se le podría haber afeado la sentencia a la redicha (según el DRAE), claro que por eso previamente había deslizado la maravillosa idea de que los artículos racistas de Torra no lo son hoy porque cuando los escribió no era president, en la línea sublime de la vicepresidenta Calvo a propósito de Sánchez. Esa suerte de irretroactividad de las personas resultaría fascinante como concepto si no fuera radicalmente perversa. Y estúpida.
Al sostener Borrás su exitosa (entre su necesitada parroquia) argumentación en una definición falsa, aquella carece lógicamente de credibilidad, y de esa credibilidad impostora es de la que se encuentra colgado en pleno el independentismo catalán, que, en su fe inquebrantable en la sinrazón, piensa que se halla con los pies sobre el suelo, y por eso aplaude con personal inconsciencia cualquier nueva y demoledora descripción.