Hasta algunos premios Nobel, aunque a veces sean tan incómodos como Joseph Stiglitz, han criticado el uso del PIB para contabilizar la evolución de la economía. Tiene sentido cuestionarlo cuando, sobre todo a partir de ahora, no va a ser capaz de medir el bienestar de la gente que es, en definitiva, lo que importa. No lo va a poder hacer ni siquiera de manera aproximada. Ni siquiera con muchísimos defectos. Cuando estaban asegurados ciertos derechos que matemáticamente, aunque con descuento, permitían que el crecimiento económico se trasladara a la gente en forma de mayor nivel de bienestar, este indicador era más representativo de la realidad.
Ahora el divorcio entre el PIB y la calidad de vida comienza a ser exagerado. De hecho, parece que nos tenemos que acostumbrar a que la relación sea inversa, a que la gente tenga que asumir sacrificios, sobre todo en forma de menor calidad en el empleo, para que el PIB crezca. Aunque a nosotros nos parezca muy extraño lo que se pretende. Todo se quiere fiar a las exportaciones (por ahí viene la justificación de las bajadas de salarios, para ser más competitivos en el exterior). Sí, han experimentado un fuerte crecimiento durante la crisis, pero España es un país desindustrializado, que produce muy poco y no tenemos mucho margen más de ascenso (de hecho, el Banco de España ya ha percibido una ralentización del crecimiento de las ventas en el exterior en el cuarto trimestre). Por eso, creemos que mermando el poder adquisitivo de los españoles no sólo se pone un tope a nuestro nivel de vida sino también un límite al crecimiento del PIB.
Pero la realidad no está compuesta sólo de los trabajadores a los que se bajan los salarios. O de aquéllos a los que se despide y que, transcurridos años, no son capaces de encontrar un empleo y acaban perdiendo el derecho a prestaciones y subsidios, dándoles así por desahuciados como ciudadanos. O de esos sumados a los que encuentran trabajos cada vez más precarios y cada vez peor pagados. La realidad también incluye a los que siguen cobrando millones de euros. Aunque sean pocos, se mantienen.
Los que cobran millones y cientos de miles de euros
Estos días se están publicando las remuneraciones de los altos ejecutivos de las empresas del Ibex-35. Échenles un vistazo. Vamos a poner algún ejemplo: Rafael del Pino, presidente de Ferrovial, cobró 5,3 millones de euros en 2013, cifra similar a la de Francisco González, presidente de BBVA. Ignacio Galán, presidente de Iberdrola, 7,4 millones de euros, Rafael Villaseca, consejero delegado de Gas Natural, poco más de tres millones de euros, algo parecido a lo que cobró Emilio Botín, presidente del Santander, aunque éste se tiene que sumar el dividendo que cobró en metálico fruto de su participación en la entidad que preside. Son algunos de los ejemplos de más relumbrón, pero también hay que escarbar en los salarios que obtienen los consejos de administración por hacer poquito, muy poquito (dice Felipe González que él se aburre en el de Gas Natural, donde cobró 126.000 euros en 2013, y que por eso lo va a dejar).
Sí, aún hay muchos que siguen cobrando cientos de miles de euros. No sólo en los consejos de administración. También en otros puestos de la cúpula de las empresas. Casualmente, los que cobran los millones y los cientos de miles de euros son los ideólogos de la devaluación interna, bonita expresión que esconde bajadas de salarios y empobrecimiento. Son los padres de la sociedad desigual. Se ponen ellos sus propios sueldos y marcan los que deben cobrar los de abajo. Por eso hay fuerzas políticas que no sólo quieren regular el salario mínimo, sino también el máximo. O, si defendemos que una empresa privada puede pagar a sus empleados lo que les dé la gana, nada debe impedir a un Gobierno poner un impuesto verdaderamente confiscatorio cuando esas remuneraciones sean insultantes por lo elevadas. Así la existencia de salarios desmesurados tendría “externalidades” favorables para toda la sociedad y no sólo para quienes se los meten en sus bolsillos.
Mientras estas tendencias no cambien de rumbo, caminamos hacia un mundo polarizado socialmente. Y, por eso, el otro día, el sociólogo Zygmunt Bauman, uno de los más activos en la denuncia de esta deriva, irónicamente invitado por la Fundación Rafael del Pino, afirmó que el índice de Gini debería ser el nuevo PIB. No lo escuchamos directamente. Alguien lo tuiteó.
Aunque no sea así, aunque el índice Gini no se convierta en el nuevo PIB, las gentes preocupadas por la creciente desigualdad deberían tener muy en cuenta este indicador.
¿Qué es el índice de Gini?
El Banco Mundial lo define así: “El índice de Gini mide hasta qué punto la distribución del ingreso (o, en algunos casos, el gasto de consumo) entre individuos u hogares dentro de una economía se aleja de una distribución perfectamente equitativa”. Esta tabla del Banco Mundial muestra, con datos no demasiado actualizados en algunos casos (los de España son del año 2000), el porcentaje de ingresos y consumo que corresponde a cada estrato de la población. En España, el 10% más pobre se lleva sólo el 3% de los ingresos (o es responsable únicamente del 3% del consumo total de la economía), mientras que el 10% más rico se lleva el 27% del conjunto de los ingresos. Y eso resultaba en un índice de Gini del 35%, siendo el 0% el nivel que expresaría una igualdad perfecta correspondiente a una sociedad en la que todos sus miembros tuvieran los mismos ingresos y el 100% el nivel de máxima desigualdad en que un individuo acaparara todos los ingresos.
Entonces, cuanto más bajo sea este indicador en una sociedad, más igualitaria es. Seguimos con las estadísticas del Banco Mundial y vemos que, por ejemplo, Ucrania, tenía en 2010 un índice de Gini del 26%, mejor que el de España en el año 2000 y parecido al de Suecia en 2000 (25%). También constatamos que Sudáfrica es uno de los países más desiguales del mundo (63%, en 2009), más incluso que Senegal (40%, en 2011).
También se pueden dar una vuelta por el Informe Sobre Desarrollo Humano 2013, que tiene el mismo problema del Banco Mundial: no cuenta con datos actualizados y los compara en una horquilla que va desde 2000 a 2010 en función de cuáles sean los últimos disponibles. Aunque aporta otros indicadores para evaluar la calidad de vida de los ciudadanos de cada uno de los países y que analizaremos, seguramente, en próximos artículos.
Los datos buenos, los más actualizados, de la Unión Europea
El último indicador corresponde a 2012. En España en ese año se situó en el 35%. En el año 2004 se colocaba en el 31%. En los años 2005, 2006, 2007 y 2008 se mantuvo en el 32%, para saltar hasta el 33% en 2009, hasta el 34,4% en 2010 y hasta el 34,5% en 2011. Sin duda, las políticas económicas aplicadas en los últimos años para “salir de la crisis” han provocado este efecto.
España, con esta cifra de 2012, es el país más desigual de la Unión Europea, sólo superado por Letonia (35,7%). La media de la Unión Europea se sitúa poco por encima del 30%.
La desigualdad en España es superior, incluso, a la que sufre Grecia, donde se situó en el 34,3%. El programa de austeridad impuesto por la troika en ese país ha sido menos dañino que en España, aunque partía a principios de la década pasada de una peor situación que España. También es más elevada que la de Chipre (31%), pese a refugiarse allí fortunas de todo pelaje. O a la de Luxemburgo (28%).
Aquí está el gráfico que nos da Eurostat con los datos de 2012:
¿Cuál es en España el problema? Hipótesis: la clase empresarial, que es muy avariciosa. Llámenme demagoga.
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