Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoEl individuo tirano como obra de arte

El individuo tirano como obra de arte


 

El filósofo y escritor francés Eric Sadin (1973-) es bien conocido por su sagaz discurso tecnocrítico, desarrollado en obras como La humanidad aumentada (2013), La silicolonización del mundo (2016) o La inteligencia artificial, el desafío del siglo (2018). En su último libro, La era del individuo tirano (Caja Negra, 2022), amplía el alcance de su mirada y aborda, a lo largo de 300 páginas, perfectamente estructuradas en una introducción, cinco partes y una conclusión, lo que él considera una particular y alarmante condición contemporánea: “la primacía sistemática de uno mismo ante el orden común”. Una “búsqueda de la soberanía personal” muy relacionada con la constante inflación de tecnologías digitales ensimismantes, pero también con una serie de acontecimientos históricos, doctrinas y experimentos sociales —en su mayor parte fracasados— que tienen su origen dos siglos atrás.

A través de una línea temporal que va desde John Locke hasta nuestros días, Sadin va recorriendo toda una serie de promesas, fracasos y actos de contrición de una doctrina tan bien intencionada como repetidamente fallida: el individualismo liberal. Una doctrina que, a pesar de sus distintas reencarnaciones —como fue el caso del social-liberalismo tras la caída del Muro de Berlín—, no ha dejado de generar desigualdad, pobreza y explotación laboral, demostrando que el bien individual no tiene por qué suponer el bien común.

En la primera parte del libro, Sadin registra históricamente esta progresiva percepción de la desunión entre individuos y cuerpo social, la aparición de la desconfianza en lo comunitario —imbuida de un sentimiento creciente de revancha personal— y la idea de DIY or die (hazlo por ti mismo o muere). Todo ello acabará creando el caldo de cultivo perfecto para que la aparición de internet, el teléfono móvil y las redes sociales produzcan en el usuario lo que el autor llama “la súbita sensación de una suficiencia de uno mismo”.

A continuación, a través de epígrafes como La ebriedad de las redes y la centralidad de uno mismo, El mundo te pertenece, Políticas del clic, Las tecnologías del resplandor de los espíritus, La esferización de la vida, La negación del prójimo o La desfachatez de uno mismo, Sadin analiza las distintas actitudes que toma el individuo empoderado por esas tecnologías del yo —en sentido foucaultiano—  cuando se enfrenta a la contradicción de sentirse, por un lado, beneficiario de lo que él cree un repentino aumento de poder, pero por otra parte ser consciente de la precariedad de su vida. Esa actitud, impregnada en muchos casos de irritación y resentimiento, puede resumirse en dos ideas: la subjetividad como doctrina y la pasión por la expresividad. Se trata de narrarse uno ante el resto —si es preciso pataleando y gritando, pero siempre convencido de tener razón— y conseguir adhesiones banales que alimenten el ego. Sadin reconoce que las tecnologías digitales parecen acoger sentimientos de comunidad, pero normalmente ajenos a cualquier compromiso social o político.

En las dos últimas partes de la obra, asumida ya la catarsis narcisista vinculada a la representación digital del yo como fuente primera de toda verdad, el autor retoma la mirada de gran angular con la que empezó el libro, esta vez asumiendo ya como una realidad la desvinculación entre el individuo y el conjunto común, el advenimiento de particularismos autoritarios revanchistas, la enorme dificultad de llegar a acuerdos en una sociedad que ya no es más que un mero agregado de subjetividades que exigen ser reconocidas en su singularidad extrema y, como consecuencia de todo ello, la posibilidad de “las violencias legítimas”, “el furor de todos contra todos” y “la ingobernabilidad permanente”.

A pesar de ello, el discurso del libro no resulta melancólico ni desesperanzado. Acompañado de referencias tan sólidas como Hanna Arendt, Simone Weil, Richard Sennett, Max Stirner o Georges Simmel, Sadin compone una narración objetiva y realista, sin moralinas, casi como un reportaje. Ordenado y escrito de forma amena y clara, con ese estilo a la vez riguroso y seductor que cultivan escritores como John Gray o Yuval N. Harari, el libro nos anima con lucidez a que prestemos atención y nos comprometamos con lo que verdaderamente nos rodea, nos roza y nos debe importar, y no apostemos todo a la liviana y narcisista molicie digital.

El narcisismo —o más bien los narcisismos: mitológico, contemporáneo, digital, postrero— es el tema base de Devenir obra de arte (Caja Negra, 2023), el último libro publicado por el crítico de arte y teórico de los medios Boris Groys (1947-), un texto breve —apenas cien páginas— que podría perfectamente leerse como un anexo al libro de Sadin.

Si el Narciso mitológico asumía la necesidad de un vaciamiento interior —lo que luego fue la kenosis cristiana— para convertirse en imagen pura, el narciso contemporáneo se autodiseña para presentarse ante los demás en el universo digital. Cuando Dios estaba vivo, dice Groys, el individuo diseñaba su alma para ser contemplada —y juzgada— por Dios, simple, ascética, no suntuosa, no mundana. Su preocupación era ¿cómo me ve Dios? Ahora, cuando la pregunta es ¿cómo me ven los demás?, nos ocupamos de exhibir nuestra aura —cuanto más mundana y suntuosa, mejor—, que no es solo lo que pensamos o creemos, sino también la ropa que llevamos, los objetos que nos rodean o los espacios que habitamos. Es decir, nos autodiseñamos. Incluso aunque no queramos.

Aquel derecho, del que hablaba Joseph Beuys, de todo individuo a considerarse artista (Siegfried Kracauer consideraba que presentarse como imagen significa producirse como obra de arte), ahora es una imposición de la sociedad, una obligación. Para Groys, “cada ciudadano del mundo contemporáneo está forzado a responsabilizarse —en términos éticos, estéticos y políticos— de su propio diseño. En una sociedad en la cual el diseño ha pasado a ocupar una función religiosa, el autodiseño se convierte en un credo”

Hoy la producción cultural es básicamente la producción de identidades, pero, contradictoriamente, este diseño, gestión y exhibición de individualidades se realiza de un modo repetitivo, industrial, y está absolutamente controlado por un enorme dispositivo tecnológico global. Por eso, el cuerpo y el aura públicos de cada individuo no son una creación exclusivamente suya, sino una combinación de lo que él ha producido activamente y de lo que la maquinaria de la vigilancia y el registro ha generado, a partir de su exposición voluntaria.

Como toda obra de arte, el individuo autodiseñado y expuesto añora una condición museística, tiene vocación de permanencia, su narcisismo le lleva a querer ser inmortal. Por eso Groys dedica la última parte de su libro a la idea del cadáver público y su perdurabilidad. A partir de las momificaciones del Antiguo Egipto (el diálogo entre cuerpo orgánico o ka, y el cuerpo social o ba), la momia auto-icono de Jeremy Bentham, la de Lenin, el selfi o el proyecto del cosmista ruso Nikolái Fiódorov de museizar todos los cuerpos —vivos y muertos— con el objetivo de su resurrección, Groys reflexiona sobre la inmortalidad tecnológica del narcisista contemporáneo en un cielo digital desde el cual puede volver a ser convocado en cualquier momento, y al que solo podemos acceder, como los médiums, con el uso de energía, en este caso de electricidad. Las almas digitales se pueden apagar.

 

 

Más del autor

-publicidad-spot_img