El anarquista de la flauta -que extiende la mano sólo para pedir- entra en el edificio de la Tabacalera.
Mira los cuadros de un amigo, se toma una cerveza en el jardín, quizá le entran ganas de hacer él también «una muestra» con las fotografías del móvil que lleva escondido en el zurrón.
Escribe un manifiesto: La Tabacalera somos todos, y luego llama a la revolución social.
Dicen que allí duerme. Yo no lo sé. Es la primera vez que voy a ir. Me han citado en el patio con bar, para despedir a una amiga que se va a dar la vuelta al mundo durante tres años.
Me detengo en la Glorieta de Embajadores y pregunto por la Tabacalera a un hombre que despacha dentro de un quiosco de bebidas y helados. Señala justo detrás de él y al oírle hablar reconozco su acento centroamericano. Tiene aspecto de trabajar mucho.
«Es aquel edificio, el de los ocupas», me dice, «pero si un inmigrante necesita un techo los ocupas no le dejan dormir allí, ni una noche».