No, no se alarmen los lectores que comparten la línea Faba de mirada selectiva sobre la televisión. No continúa El Internado la lista comenzada hace una semana sobre “La televisión que no ve Faba”. Bien al contrario, esta serie, que ha hecho historia en la televisión española, podría iniciar una nueva entrega: “La televisión que ya no puede ver Faba”, ya que la pasada noche A3TV emitió el capítulo final de tan exitosa serie. Aunque Internet (con insertos publicitarios incluidos), y los deuvedés permitan revisionarla, el espectador no volverá a compartir con sus protagonistas, nuevos episodios de sus misteriosas y truculentas vidas.
– El Internado ha muerto. ¿Quién vendrá a sustituirlo?, -pregúntase Faba-.
La razón del éxito de esta serie ha radicado básicamente en el cóctel misterio + erotismo. Las series juveniles ambientadas en institutos abundan en la franja nocturna de las diferentes cadenas, pero ninguna ha combinado el mundo fantástico con las peripecias cotidianas de alumnos y profesores. Los personajes del Internado Laguna Negra viven y trabajan aislados, en un caserón digno de Edward Hopper, como una especie de Gran Hermano Académico. Esto aumenta la tensión sexual de los personajes, encerrados y deseándose inevitablemente, pues no hay nada más a mano a quien hincarle el diente.
El Internado ha bebido saludablemente y sin pudor alguno, en antepasados tan gloriosos en literatura juvenil como Los Cinco o Los siete secretos de Enyd Blyton; o El club de los poetas muertos, en el ámbito cinematográfico; y hasta emparenta lejanamente con la televisión -a través de un bosque y unas lechuzas- con el inolvidable Twin Peaks, de David Lynch. De esta serie, además del contacto con lo sobrenatural, heredó El Internado otra rara cualidad: la de reunir un joven reparto de una belleza y un atractivo sexual imponderables. Un contundente aliciente para enganchar a la audiencia. A nadie le molesta pasar una hora semanalmente con esas juveniles criaturas tan favorecidas por la naturaleza; bien al contrario, resultan un relajo merecido tras una jornada agotadora. Y quien no se sienta atraído por la floración humana en torno a los veinte años, que tire la primera piedra.
Algunos consideran El Internado como la mejor serie de la televisión española. Quizás no anden equivocados, -consiente Faba-. El contacto con lo extraordinario libera los corazones afligidos de rutina y desencanto. El viaje por lo desconocido excita el animal dormido que cohabita nuestro cuerpo. Frente a la magia y la fantasía nos reducimos a sentidos, dejando de lado la manida racionalidad cotidiana.
Hasta la segunda temporada de El Internado, fue poniéndose en marcha un mecanismo infalible que conducía a una magia y una poesía, raras veces experimentadas frente a un televisor. El fantasma de lo literario vagaba perfumando la libertad inicial de un inspirado equipo de guionistas y realizadores. El hecho de que cada uno de los 71 capítulos haya tenido su propio título, pone en evidencia las ambiciones artísticas con que fue generado; como si se trataran de un puñado de cuentos mágicos -en formato televisión- emparentados entre sí, por los personajes que habitan o habitaron ese mismo Internado y antiguo Orfanato.
Enfermar de fama
El éxito envenenó el fresco encanto juvenil de la serie. El Internado se hizo adulto, perdió su atractiva atmósfera del comienzo. Al constatarse su aceptación tanto en los altos índices de audiencias, como en los numerosos premios recibidos, la serie tuvo que comenzar a competir consigo misma. Además, como se le auguraba una larga vida, hubo que injertar nuevos temas que permitieran alargar el argumento hasta temporadas venideras. Algo que resultaba a todas luces necesario, pues nadie, (ni público, ni canal, ni productora,) deseaba el final de la serie.
Con los nazis llegó el desfase a El Internado. Si el secuestro de niños recién nacidos en ciertos hospitales españoles del tardo franquismo, para ser vendidos a unos padres postizos, resulta un hecho vergonzosamente constatable; y si además se contaba en el argumento con un maquiavélico equipo de científicos locos, realizando experimentos genéticos con los susodichos niños, ya había sustancia más que suficiente para condimentar un argumento televisivo, por muy misteriosa que fuese la serie. Así que cuando resultó que todos los malos eran nazis supervivientes -y en activo- refugiados en España, la naturaleza cándida, ingenua e irresistible del primer Internado comenzó a resquebrajarse, como una porcelana antigua sometida al martirio del lavavajillas.
Desde su tercera temporada El Internado ha demostrado cómo ser capaz de ser fiel a sí mismo y no morir en el intento. Sus responsables han mantenido el tipo con solvencia, y no han desmerecido su prestigio. Sin embargo algo se perdió del encanto de la serie original. Resulta fácil que esto suceda, cuando se han permanecido cuatro años en las pantallas, a lo largo de siete temporadas. Todo un récord para la producción nacional de series de ficción televisivas.
Al complicar en la trama a los laboratorios farmacéuticos y la preparación de una guerra bacteriológica, los creadores de la serie se metieron en un jardín sin salida, que los ha tenido incomunicados y aislados del exterior durante las dos últimas temporadas. La claustrofóbica situación de los personajes, acosados por todos los flancos, ha puesto tanto a la audiencia como a sus protagonistas contra las cuerdas. La serie debía estallar en un esperado y necesario final, que acabase con una vejez y agonía indeseables para un producto televisivo tan brillante.
Y la luz se hizo
Los dos últimos capítulos de El Internado se han emitido en la misma semana. Se ha preparado un aparato de promos sobre el desenlace final de la serie para crear ambiente de acontecimiento. Y por su parte, sus creadores se han dado el capricho de caer en ciertas tentaciones grandilocuentes -visual y argumentalmente- en estos capítulos finales que podríamos tildar de apocalípticos. La luz, y El final han sido sus títulos.
No deja de tener su gracia que los productores hayan decidido despedir El internado (una serie tan saludablemente ecléctica,) con un homenaje al final de Rebeca de Hitchcock. En un arrebato por acabar con los virus almacenados, y por todo el mal que se hizo entre esas paredes, los jóvenes -en pleno jolgorio catártico- incendian el Laguna Negra, como fuera destruido Manderley por Mrs. Danvers. Lástima que no hayan conducido el guión a un incendio nocturno, hubiera estado todo más a la altura del original cinematográfico. En estas coordenadas visuales, hay que entender el gran haz de luz que provoca la sanadora máquina atómica, (en el penúltimo capítulo,) como el auténtico zénit y apoteosis de la serie.
No hay que ser más malignos de la cuenta con el éxito ajeno; eso no nos hace superiores. Lo que pueda reprochársele a este producto televisivo de fantasioso o truculento, hay que reconocérselo en altura y atrevimiento de su propósito: llevar un poco más lejos la frontera de lo que se imaginaba, podía interesar a una audiencia. Sin series de ficción como ésta, el público quedaría condenado a las rosas garras del telecorazón, o a los recalcitrantes debates políticos, o peor aún a las entrevistas y conversaciones con la odiosa beautiful people, supuestos modelos de perfección a imitar por la gente corriente. Cuando es sabido que una de las funciones básicas que satisface la televisión en su público es la de poder reírse de los demás, o simplemente teledespreciarlos.
Aunque tampoco deje de resultar excitante para los espectadores, dejarse encantar y llevar por ciertas propuestas como El internado, hasta situaciones nuevas e impensables hasta ahora en la comunicación televisiva. El hambre de fantasía, (por mucho que renieguen los fundamentalistas del pensamiento correcto,) sigue siendo una necesidad humana que saciar. Si la televisión nos lo sirve cómodamente en el hogar -relajados y pasivamente-, bienvenido sea. Nunca están de más unas caricias nocturnas.
Y esto lo escribe Faba, que no se ha perdido ni uno solo de los capítulos de El Internado. Por algo será .