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El invencible verano (33 años después).

 

Portada del libro en el que Cristina Rivera Garza le rinde tributo a su hermana asesinada el 16 de julio de 1990 en Ciudad de México.

Hay títulos y hay este título. Y esa foto.

No sé por qué tenía tantas ganas de leerlo, no sé por qué me terminé demorando tanto. Tal vez por la historia macabra detrás de todo eso. Quizá porque me había enterado que Cristina Rivera Garza (leí hace unos meses Los textos del yo, fascinado) es una gran escritora.

Parte del problema fue encontrar el libro. Querer y no poder comprarlo, porque estaba caro, porque me puse tacaño. Qué se yo.

Hasta que llegó la noticia de que me lo traía una amiga (única, especial) de México. Cuando ya creía que lo iba a leer (por fin) un compañero me lo ganó por puesta de mano. Y seguí esperando.

Hacia el final de la primavera, el compañero lo terminó. Puso el libro en mis manos. Por fin lo tuve: la foto, la historia de esta moderna versión de Lázaro.

Porque así como aquella historia que nos presentaron los curas del colegio (el Reverendo Padre José, el de las erres y la guitarra en la mano, el que ponía a las niñas sobre sus muslos para cantar a viva voz Demos gracias al Señor demos gracias; o el padre Marcos: el de los cachetes rosados y gordos, el que de niño agujereaba los barriles de los nazis para tomarse el vino que transportaban en trenes por la Francia ocupada), Cristina Rivera Garza ha resucitado a su hermana.

El libro es también la historia de un feminicidio. La del vil macho cobarde. Es además una condena al patriarcado. O si prefieren: a esa parte de Latinoamérica que todavía califica a esa salvajada horrenda como «un crimen pasional».

En este libro también está el nombre del asesino, libre después de tantos años, libre y sin pagar su crimen. También están los padres destrozados por la noticia y la hermana consumida por la culpa: imposible decir que era hija única, difícil contarle al prójimo que un hombre violento y enfermo de celos mató a su hermana.

Y leo que Liliana no supo de dónde venía la almohada que la ahogó en la noche mientras él la violaba. Que la mató porque ella no quería saber nada de él.

Porque Liliana creyó que podía ser más fuerte, que podía dejarlo y comenzar de nuevo.

Y se equivocó.

Odiar al asesino es un efecto involuntario del libro. Involuntario pero necesario. Digamos todos. Digamos.

Lo voluntario de este libro es cómo Rivera Garza repara a Liliana, la reconstruye frente a nuestros ojos. Cómo la pone a respirar, a cantar, a chismosear, a bromear, a dudar de su sexualidad y de su fortaleza para enfrentarse al matón.

La repara palabra a palabra frente a nosotros, los lectores.

Quiso el destino que yo leyera El invencible verano de Liliana en Lima. En ese lugar donde respiré hasta mis veintitantos años, quizá fantaseando con los mismos sueños arrebatados, con el mismo amor (o muy similar) que pudo haber sentido Liliana por sus amigos y amigas.

Y ahí en Lima, página a página, Liliana resucitó como una mujer fascinante y muy atractiva.

Qué tremenda obra. Qué manera de utilizar la literatura (más los retazos de cartas, de testimonios, más las descripciones de quienes la tocaron, la besaron, se rieron y chuparon con ella, quienes la gozaron antes de muerta).

Para mí (y para siempre) Liliana sigue viva.

 

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