Almorzaba sentado sobre las piedras, debajo de los acantilados. Mirando el mar. ¿Se puede vivir en una ciudad sin océano, sin la vista de ese manto de agua, sin el sonido crepitante de las olas, sin el vaivén de las mareas que nos llaman y nos hipnotizan?
Sospecho que es posible. Se podrá. Y sin embargo a mí me costaba tanto desenredarme de aquella rutina.
Si había tiempo, si no se cruzaba una reunión, un compromiso. Si la gerencia, los clientes, la imprenta no requerían de mi presencia, yo conducía hacia los acantilados, cargando alguna comida: un sánguche, una empanada.
Trepaba el muro que separaba la pista de la Costa Verde de las piedras o de la arena y me sentaba a ver el mar. Esos eran los mejores días del invierno.
Sin esos días con mar, el frío y la humedad se convertían en un obstáculo más de esa ciudad irrespirable. Más aún en las noches sin ti.
Si no podía imaginarte caminando conmigo más abajo del puente, dirigiéndonos hacia el bramido de las olas que reventaban allá abajo, el invierno en Lima se iba construyendo con los desengaños acumulados.
Con improvisaciones del amor, corazonadas que me ayudaban a soportar el peso de la neblina. Hasta que llegaba el calor y me podía escapar.
Más allá, hacia otro tipo de mar.