El Kindle

Me ha bastado ver el dibujo que me han puesto en la cabecera de mi blog para darme cuenta de que necesitaba con toda urgencia comprarme un Kindle. No es cosa de hacer publicidad gratis en un blog que ya es de por sí gratuito, pero tengo que confesar que no hay mejor invento que éste para un lector indolente como yo.

 

El Kindle es – por si alguien todavía no lo sabe- un libro electrónico creado por Amazon. Yo fui un entusiasta de Amazon en su inicio, cuando era simplemente una librería virtual, pero luego el afán de su fundador por convertir aquello en un gigantesco bazar me fue enfriando el entusiasmo. Pues equivocado o no, pienso que quien vende las obras completas de Aristóteles junto a un lavavajillas tiene muy poco de librero y mucho de vendedor de feria. En todo caso, Kindle (que en inglés significa encender o avivar) me reconcilia con Amazon por el momento, además de servirme para no tener que levantarme de mi diván cuando quiero hojear un libro.

 

Acaricio con los dedos la lisa superficie de mi nuevo Kindle. Es una lámina finísima, no más de un centímetro de grosor y del tamaño de un ejemplar de bolsillo: los bordes del aparato son inmaculadamente blancos, con varios botones a cada lado para pasar las páginas y un teclado diminuto en la parte inferior. En su centro hay una pantalla gris en la cual se ve el retrato de una Virginia Woolf muy jovencita, su fotografía más conocida, ésa en que está de perfil, con ojos asustados. Acciono el interruptor de encendido, en el biselado superior, y los ojos asustados y la nariz griega y esa boca displicente y sensual de la joven Virginia se disipan instantáneamente de la pantalla, apareciendo en su lugar un menú, con una lista de opciones: libros, periódicos, revistas, blogs y, algo más abajo, la lista de bestsellers del New York Times. Con un botoncito movible bajo el cursor y pulso: se abre entonces otra pantalla con los seis primeros libros de la lista, encabezada por The Lost Symbol de Dan Brown y seguida por Under the Dome de Stephen King, The Help de una tal Kathryn Stockett, The Lacuna, que ocupa el cuarto lugar, True Blue y, por último, Ice: A Novel de Linda Howard. Pincho en el primer título.

 

A mi padre le encantó El código Da Vinci y a mí, francamente, me divirtió la película, que vi con mi señora madre en una de mis esporádicas visitas a Madrid. Me reclino en el diván y leo la sinopsis de la nueva novela de Dan Brown, que ha salido al mercado con una tirada de cinco millones de ejemplares nada menos. Esta vez va de masones. Su protagonista, el profesor Robert Langdon, se ve involucrado en una rocambolesca aventura en el Capitolio que dura escasamente 12 horas. La sinopsis no dice mucho más, salvo que la narración está llena de sorpresas (“The Lost Symbol is full of surprises”). Espoleado por la curiosidad -o quizá debería decir kindled with curiosity– bajo el cursor hasta donde dice sample -muestra-, pulso y, de inmediato, empiezo a leer los primeros capítulos.

 

En inglés hay una expresión intraducible, que es page turner, cuando la novela atrapa al lector y uno no puede ya soltarla hasta llegar a la última página. El bestseller sólo puede serlo de verdad si es de lectura fácil. Prosa sencilla, con pocas florituras, pero, sobre todo, la clave de un bestseller está en el sabio empleo del tópico. Si la trama se desarrolla, digamos, en el Capitolio, no se precisa saber lo que sabe un senador o un ujier que ha trabajado allí treinta años, sino lo que sabe el común de las gentes sobre el Capitolio, aderezado, eso sí, con algún detalle particular que le dé verosimilitud a la cosa. El bestseller ni enseña ni deleita estéticamente; busca solo distracción: que uno vaya pasando las páginas, una tras otra, o pulsando el botón de next page, como hago yo ahora con The Lost Symbol. Al llegar al final del muestreo, el Kindle, amablemente, me invita a que pinche en la ventanita de compra ($9.80). Estoy a punto de caer en la tentación, pero luego me acuerdo de que pronto sacarán la película y que disfrutaré mucho más de la intriga si la veo en compañía de mi madre en una de mis visitas a Madrid.

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