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El laberinto

No dejo de pensar en el sordomudo. En ese hombre que el 21 de marzo de 2007 se topó con un control del ejército imperial en la aldea de Malekshay, Afganistán, y salió corriendo despavorido en su completo silencio interior. El hombre que no pudo oír ni los disparos de advertencia ni el que le perforó el tobillo. Terror sin banda sonora. Luego le curaron, claro. Esto no es la Edad Media. Hay guerras justas, etc.

 

Esto tampoco es una película. Los soldados del Imperio son sólo chavales de pueblos de mala muerte o de periferias industriales o de ciudades aburrídisimas; con la novia en casa esperando, abrazada a un amigo con otras intenciones o a un osito de peluche que Matt o Johnny o Brad le regaló en su última noche juntos antes de partir al teatro de operaciones en un avión civil de diez asientos por fila, atestados de compañeros de armas que volverán locos, en silla de ruedas o en una caja. Esas jóvenes mujeres duermen con camisetas que dicen “Apoya a tus tropas” o “Libertad para Afganistán” o cosas por el estilo. El otro día en Point Judith vi a una chica que lo llevaba tatuado en el tobillo. Esas jóvenes mujeres tendrán hijos. Los pequeños rituales determinan una estirpe a su medida.

 

Un día del futuro, un soldado norteamericano morirá despezado a las puertas de Pekín por un láser indoloro. Su madre lucía un tatuaje en el tobillo, etc.

 

Dice Hunter S. Thompson en ‘Miedo y asco en Las Vegas’ que “en una sociedad hermética en la que todos somos culpables, el único crimen es ser capturado. En un mundo de ladrones, el último pecado es la estupidez”.

 

La otra noche, en una pizzería de Graham Ave., miraba a la gente pasar, pensaba en el acontecimiento histórico que la filtración de WikiLeaks significaba para mí y dos ideas empezaron a crecer. La primera es cada vez más frecuente en estos casos: nada va a cambiar. La segunda tiene que ver con la fama de poco viajeros que tienen los americanos: a los americanos no les gusta viajar porque hacerlo les obliga a enfrentar una realidad exterior que no reconocen, una realidad que nada tiene que ver con la que les han contado. Es como prometerle a un niño su primera visita al zoológico para luego llevarle a la perrera municipal.

 

Las élites de este país, los patricios, los McNamara, los Kissinger, los Clinton, etc. mandan a sus adolescentes asesinos profesionales a matar y morir para que las alfombras de Washington sigan siendo aspiradas cada mañana y el Presidente pueda pasar el rato en un despacho ovalado sopesando las inaplazables reformas que necesita la Casa Blanca o el Air Force One

 

Confundidos en el paisaje árido de Afganistán, un grupo irregular de hombres -un tuerto, otro de barba roja y un sordomudo con cojera reciente- carga un misil tierra-aire con detector de calor para derribar un helicóptero en el que viajan los hijos de los que les enseñaron a usar el artilugio mágico para destrozar rusos, etc.

 

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