Si pudiera, hablaría siempre de películas del Oeste. Tal vez sea a causa del abandono definitivo de la edad de la inocencia, por lo que uno tiene la sensación de que los relatos comenzaron con ellas y en ellas se siguen reflejando los conflictos y la esencia de esto que es la vida, esto que es lo que nos sucede mientras esperamos a que suceda algo que llamamos vida, esto que construimos con ladrillos de ilusión para compensar el desatino de lo que creemos que es la realidad. Como si la realidad estuviera más viva que la ilusión. Y así, es en ese tipo de cine, en esa ilusión, donde, en buena medida, vivimos. Ahí están nuestros montes más paseados, nuestras playas de juventud y los amigos más leales. Ahí dejamos, por fin, de tener miedo y nos llenamos de pasiones y sentimientos. Si alguien se detuviera a elaborar una espiritualidad moderna, no podría alejarse del todo de estos relatos. Estas ficciones, pura paradoja, nos hacen más humanos que la filosofía con que nos intentan embaucar vendedores de semillas y gurús que recetan frases de autoayuda. Mirar hacia el Western es un alivio, porque allí puede triunfar el amor y la justicia, en un planeta que nos rodea con basura moral, guerras, maldad y sangre inocente.
Aquí me refiero, sobre todo, al cine clásico, ese de los domingos por la tarde, aquel en el que importaba lo que sucedía dentro del cuadro y no los giros que un operador ejecuta con la cámara en el marco de una batalla. Uno de los grandes méritos del cine contemporáneo es que el director de fotografía sea capaz de rodar una película entera sin que se vean las sombras de quienes están detrás del objetivo, por mucho que explore todos los ángulos. Pero no voy a entrar en un aspecto que no es, en rigor, importante. Voy a recordar un episodio que me sucedió dentro del aula hace unos años, a cuenta, precisamente, del Western clásico.
Soy profesor de Educación Plástica y Visual, en cursos en los que los adolescentes se esmeran en expresar sus demandas emocionales. Es una etapa en la cual se habita dentro una montaña rusa, una atracción que nos puede agitar lo que más tememos, pero también provocar explosiones de azúcar, buena adrenalina –buena, en el mismo sentido en que existen hombres buenos– con mucha frecuencia. Una parte del contenido curricular de la asignatura es la comunicación audiovisual. Dado que mi formación académica vino regida por el cine, y luego por la publicidad, es en esos ámbitos donde más cómodo me muevo. Para hacerse una idea, tuve un profesor en la universidad que se llama José Luis Cuerda. Sí, el director de El bosque animado y Amanece que no es poco. Pero a los muchachos yo no les intentaba entretener con disquisiciones sobre un exceso de inteligencia en las imágenes, que es lo que aprendí con él, un espectador que practicaba la lectura cinematográfica con mucho ingenio y, en ocasiones, con una táctica semejante al Close reading, la lectura muy pegada al papel de algunos críticos literarios. Mi cometido consistía, más bien, en mostrar a los alumnos la sintaxis cinematográfica, esa que ideó David Wark Griffith, a saber: tipos de plano, posiciones de cámara, movimientos de cámara, secuencias naturales de planos, transiciones temporales, etcétera, y las razones por las que elegir uno u otro, cómo se planifica y cuál es el sentido de cada imagen. En general, se trata de una sintaxis que ha cambiado mucho en los últimos años. Pero conviene saber qué utilidad tiene un plano detalle, las razones de los primeros planos o por qué se inventó el plano americano, ese en el que los personajes aparecen cortados a la altura de las rodillas, y que permite ver la acción y casi la expresión al mismo tiempo. Ese que pareció idearse para las escenas de duelo en los Western.
Atiendo ahora al momento con el que quería comenzar. La sesión estaba preparada para un grupo de tercero de la ESO, chicos de trece, catorce años y algún repetidor. Acostumbraba a llevar siempre conmigo una selección de películas y documentales para salir del paso frente a diferentes situaciones, no siempre académicas, como la referida, sino con frecuencia de otra índole. Por ejemplo, tuve que exponerles temas sociales, a cuenta de comentarios racistas y xenófobos, que algunos acostumbraban a disparar, y pensaba que en lugar de explicarles qué es un piso de camas calientes, lo que supone quedarse sin trabajo o cómo se agarra la gente a la desesperación con tal de no morir de hambre, era preferible proyectar películas de contenido social y documentales sobre la vida en países en vías de desarrollo. Fernando León de Aranoa y Chema Rodríguez siempre estaban en mi cartera.
Recuerdo que en ese grupo se encontraba una chica rumana, que había repetido de curso dos años consecutivos. La muchacha era inteligente y tenía el coraje que se precisa para no ser arrollado por la lluvia de meteoritos de la pobreza. Necesitaba de ambas cualidades, dado que contaba con todos los argumentos para convertirse en una persona al margen: era extranjera, había padecido problemas de anorexia, vivía casi aislada en un pueblo que tenía menos habitantes que muchas fincas andaluzas y teníamos la convicción de que en su familia había problemas de alcohol, aunque no fuimos capaces de desvelar por parte de cuál de sus progenitores. Tal vez de ambos. En más de una ocasión, el problema con el alcohol lo tuvo ella y llegó a presentarse en el instituto con esa carga a cuestas.
Pero su atrevimiento bien merecía una consideración. Como el día en que intenté exponerles en qué consistía la sintaxis audiovisual. Quise hacerlo a través de una película clásica, un Western. Poco importa ahora de qué película se tratara, dado que la reacción de la muchacha fue de talante universal. Pero bien podríamos estar hablando, por ejemplo, de Los siete magníficos, estrenada, recordemos, en 1960.
El caso es que en cuanto les anuncié lo que me disponía a hacer, la chica, a la que llamaré Laura, se enfadó y comenzó a ametrallar el ambiente con unas consignas a las que no les faltaba razón: que si en esas películas los hombres siempre eran bravucones, unos duros de medio pelo; que lo único que hacían era retarse para ver quién era más duro; que los tipos así no merecían la pena; que hay que ver cómo gesticulan, con desfachatez, y cómo se hablan, con suficiencia; que si utilizan a las mujeres como objeto, que si tienen un tipo de autoestima que no existe, sin fisuras. Y así hasta un larguísimo etcétera, expresado no con este lenguaje, sino, a saber, con el de una adolescente encendida. Hablaba más alto del tono que tenía el sistema de proyección del aula y resultaba imposible abstraerse de sus ráfagas para concentrarse en la película.
Durante unos minutos intenté razonar un poco. Mi argumento no tenía el peso emocional con el que uno debe dirigirse a alguien con esa sangre, si es que pretende convencerle. Me limité a querer poner la película en un contexto histórico: es cierto que, tal y como apuntaba Laura, los personajes eran puro tópico, pero lo es cierto en la época contemporánea. Yo me refería a ellos como creaciones dentro de un momento en el que la narrativa, todavía fundacional a la hora de crear estos mitos cinematográficos que ya son los nuestros y en los que nos reconocemos, en los que nos proyectamos, estaban naciendo; me refería a ellos como elaboraciones de arquetipos, códigos que identificábamos con mayor facilidad para poder seguir una narración sin que pusiéramos en duda las intenciones creativas, la génesis de lo que ha venido a continuación. Intentar distinguir entre un arquetipo y un tópico es un ejercicio complicado, se dirija uno a quien se dirija, y se trata de una gimnasia meramente cerebral, fría y por tanto poco importante. Intentar hacerlo ante una adolescente en su punto de rabia, es un disparate. Al fin y al cabo, lo que de verdad importa es lo que le llega a uno aquí y ahora; lo otro son conceptos que pertenecen a la filología de la narrativa y de la historia. Cuando uno lee a un clásico, lo debe hacer con lo que le llega en el momento, pues si no existe impacto, el clásico puede tener valores, pero se apagaron hace tiempo y es más válido lo que se estudie sobre él que el texto original. Con el cine ya hemos llegado a ese mismo punto, como estaba comprendiendo Laura, mucho mejor de lo que yo era capaz de reconocer.
Apenas pude resistir diez minutos y el espectáculo de medio tiroteo cuando tuve que rendirme y cancelar la película. El imprevisto me obligó a improvisar. Abrí el paquete donde guardaba los DVD de reserva y busqué a toda pastilla algo que me sacara del apuro, es decir, algo que a ellos les pudiera entretener sin dilación y a mí servir como apoyo en el aula. Di con Minority Report y me atreví a exponerla. En realidad no era un atrevimiento, pues en cuanto leí el título supe que no podía fracasar. Durante dos horas los muchachos, Laura incluida, atendieron a la acción que sucede en la película sin hacer ningún ruido.
Mi cerebro funciona muy despacio. Por eso tardé mucho tiempo en darme cuenta de que algo se me escapaba, algo irregular y que, con el tiempo, supe que se refería a los tópicos y, me atrevería a decir, tenía alguna relación con el patriarcado. La película de Spielberg, Minority Report, tiene bastante del cine clásico del oeste, mayormente en lo que se refiere a su protagonista, interpretado por Tom Cruise. Recordemos: en un futuro existirá una policía que atiende a los delitos antes de que se comentan, gracias al hallazgo de tres personas con capacidades extrasensoriales para predecir el futuro. Estas tres personas, dos chicos gemelos y una mujer, han estado toda la vida sumergidas en un líquido amniótico, en un estado casi vegetativo inducido. Y decimos casi vegetativo, pues se les permite una única cualidad humana, que es la de soñar.
Tom Cruise interpreta al jefe de los comandos de acción de la película, una policía que interviene a todo tren para interrumpir las acciones criminales un segundo antes de que se produzcan. Es un tipo duro, hábil, perspicaz, decidido, valiente, rápido, con recursos y físicamente en plena forma. Es un heredero de los arquetipos que veíamos un momento antes en Los siete magníficos. Pero eso no podía decírselo a Laura, que estaba admirando el ambiente de ciencia ficción y el ritmo intenso de la película.
Para los que no la hayan visto, creo que es una de las mejores películas de acción de los últimos tiempos, y eso no solo tiene que ver con las cualidades técnicas y tácticas de Spielberg, sino también con el contexto que ahora entro a comentar. He comentado que el protagonista contiene en sí el arquetipo del pistolero tradicional. Pero al contrario que en las películas de los cincuenta y sesenta con tipos duros, aquí la situación le sobrepasa y no será capaz de dominar el destino. Precisamente porque el destino ya está escrito y se considera inamovible y su lucha es contra el determinismo; pues habita en una sociedad en la que se considera que no pueden fallar quienes relatan el futuro, los tres personajes visionarios, que en un momento crítico predicen que él cometerá un asesinato.
A partir de entonces se verá en una situación que tiene más que ver con Hitchcock que con John Sturges, el director de Los siete magníficos. Y más en concreto, con el Hitchcock de Con la muerte en los talones: se ve sometido a una persecución que tiene que librar mientras intenta desenmarañar el misterio, la intriga que hay detrás, e irá conociendo la verdadera historia de su propia vida, ese destino que reconocemos en el pasado y que, ahora nos vamos dando cuenta, tampoco ha entrado dentro de nuestro dominio, por mucho espíritu de Yul Brynner y Steve McQueen, los principales actores de Los siete magníficos, que hayamos puesto en el intento.
De hecho, llega un momento, el decisivo en la narración, en que el protagonista, el capitán John Anderton, nuestro Tom Cruise, se ve en la tesitura de secuestrar a uno de los videntes para resolver su situación, algo que, intuimos, no solo acabará con su condena, sino también con un servicio contra el crimen que, a su vez, contiene muchas trazas negras, muchas zonas oscuras: contribuye a crear unos presupuestos que liquidan el libre albedrío y, en consecuencia, provoca una sensación muy semejante a la claustrofobia. De los tres Precognitivos, que es como se conoce a los videntes, el elegido es la mujer, aparentemente por ser la más especial, la más diferente, la exclusiva, la que tiene una capacidad de predicción superior. Por ejecutar una asociación muy libre, esa inmensa capacidad para descubrir el futuro tal vez tenga alguna relación con uno de los atributos que se asignan a las mujeres: la intuición femenina. Pero esta es una sugerencia que dudo se le ocurriera a Philip K. Dick, el autor del relato en que se basa la película, ni a los guionistas de la misma.
Aunque sí creo que el hecho de elegirla a ella tiene que ver con el contraste entre géneros. La Precognitiva ayudará a Anderton, sospechamos que agradecida por verse liberada de la tortura de la inmovilidad y porque no ve maldad alguna en el futuro, es decir, en la consecuencia de los actos que protagoniza durante la película. Es una mujer débil, muy débil, como un recién nacido, que apenas tiene fuerzas para mantenerse en pie y hasta le cuesta vocalizar. Ambos contribuyen, aumentando el mito de la necesidad de complementarse, con dos formas distintas de astucia: la del detective y la de la clarividencia. Uno dilucida, la otra esclarece. Ella representa físicamente todo lo contrario al personaje de Tom Cruise, como si fueran la dicotomía tradicional del patriarcado. No estoy seguro de tener una opinión formada sobre el patriarcado, como no la tengo sobre tantas otras cosas, pero creo que aquí se representan los papeles con una intensidad semejante a la que denunciaba mi alumna Laura y que a ella se le escapó percibir: el hombre fuerte, la mujer bondadosa. No es extraño que entonces no cayéramos en la cuenta, dado que la película ofrece demasiados atractivos como para plantearse una cuestión de género durante su lectura. Para ello es necesario dejar pasar el tiempo, una duda que venga de quién sabe dónde, tal vez de otra película, y un cerebro que funcione despacio.
Ese mismo cerebro lento me devolvió la pregunta, al reflexionar sobre este tema, acerca de atributos, sentimentales e intelectuales, que la tradición ha venido otorgando a las mujeres, y que no sé si se deben a la cultura del patriarcado, a saber: ternura, poesía, sensibilidad, paciencia, lirismo, contemplación y, en definitiva, una capacidad infinita de amar sin condiciones. Como demuestra que ellas fueran las destinadas a cuidar de los niños, los ancianos y los enfermos, y lo debieran hacer sin perder la cordura. Como si la locura, excepto la locura por exceso de amor, fuera potestad de los hombres, que, como Otelo, comparten con ellas esa capacidad para perder la razón a cuenta de un enamoramiento. Esto último se podría interpretar a través de la lectura de novelas y obras de teatro de otros siglos. Y también está en Maupassant, quizás el escritor que más tramas ha dado a la historia del cine.
Y ahora regreso al Western clásico. Porque una de las obras maestras de la historia del cine trata, precisamente, sobre este tema, sobre la necesidad de nuestra versión femenina, aunque se trate de una corriente subterránea en la acción. Tal vez no fuera esa la intención de George Stevens, ni del guionista A. B. Guthrie Jr., ni del autor del relato original, Jack Schafer, cuando inventaron Shane, la película que en España se tituló Raíces profundas. La estructura del relato crea los cimientos más consistentes del género: una estructura, una morfología, que se repetirá en ambientes de ciencia ficción e incluso de realismo social. En ese sentido, se refleja, por ejemplo, en Un lugar en el mundo, la obra maestra de Alfonso Aristaráin, esa que sucede en una localidad que hace frontera con el resto del planeta, a los pies de una sierra argentina. Esta construcción parte del personaje solitario, el individuo con mucho pasado y pocas palabras que llega a un lugar donde la ley la impone un cacique, y los hombres y mujeres con sentido de la justicia se ven abocados a una existencia gris, sometida. El sueño de la soledad, la propia, la que nos empuja a la autosuficiencia y a la heroicidad, pues la soledad es propia de héroes, convive con el sueño del desconocido que llega, se enamora de nosotros y nos salva. Podemos ser sus cómplices mientras soñamos con ser él. Se nos permite, al mismo tiempo, estar en la realidad y estar en la ilusión, dos lugares que conviene habitar, sanamente, para sortear unas noches renunciando al Lorazepam.
El actor elegido para protagonizar Raíces profundas, el que encarna el personaje de Shane, el que da título a la obra, es Alan Ladd. Se trata de la segunda opción que barajaron los creadores, pues Montgomery Cliff tenía un compromiso previo y no podía rodarla. ¿Por qué buscar un actor con ese tipo de facciones, poco duras, mucho más amables de la que acostumbran a tener los superhéroes, unos rasgos que en buena medida comparte Tom Cruise? Estábamos en la época de Gary Cooper, de John Wayne, de Richard Widmark, y se buscó un héroe de aspecto más fino. De hecho, el remake que Clint Eastwood hizo de esta la película, El jinete pálido, incrementa un poco la esclerosis de la acción debido al cambio de aspecto del protagonista: un aspecto durísimo frente a la complacencia de Alan Ladd, semejante a la que hubiera aportado Montgomery Cliff al personaje de Shane. El jinete pálido conserva el pulso narrativo, pero pierde la verdadera disquisición que contiene la película, la que versa sobre el universo femenino y el masculino; este tema, el que nos interesa, está más allá de las representaciones del bien y del mal tradicionales, que en la época del Western clásico no dejaban lugar a dudas, hasta el punto de que intelectuales como Jean Paul Sartre criticaban obras maestras acusándolas de propaganda imperial. Hoy podemos verlas como todo lo contrario: como la lucha del desfavorecido contra el poderoso, el fuerte, el más malo, el que vence siempre, el que define el destino de todos. Y el único reducto que nos queda en el que se nos permite la victoria es la imaginación.
Resumamos un poco el argumento: un tipo solitario, de estos que huyen de sus fantasmas, aparece en un valle que es frontera, la extensísima frontera de una civilización que va creciendo muy lentamente, hasta el punto de haber dado lugar a un género que es algo más que narrativo, pues el fenómeno de la frontera al margen de los núcleos de civilización sigue conteniendo demasiadas trazas de miedo y valentía, sigue siendo un lugar desconocido excepto para el sufriente que no puede largarse de allí o que cree que está enamorado de la tierra que pisa. El valle al que llega Shane está dominado por un ganadero, adinerado, que somete a los agricultores a golpe de pistola o, como aparece en una de las primeras escenas, mandando a los sicarios a que destrocen los huertos bajo las herraduras de los caballos. Se trata de echarlos de una tierra a la que no ha llegado otra propiedad privada que no sea la del más fuerte y canalla, tan extensa como le alcance la ambición, donde las posibilidades de ser rey soberano se incrementan con las dosis de crueldad. A Shane le acoge una familia humilde, campesinos, una pareja de mediana edad con un hijo de ocho o diez años, un muchacho con mucha energía, pura emoción, pura pasión.
Los dibujos de los personajes no dejan lugar a dudas, excepto, siempre dentro de los términos de la bondad, el de Shane, que si hubiera tenido el rostro de James Coburn o los músculos de Víctor Mature no hubiera creado la misma expectación: desde el primer plano se adivinaría el final y el final sucedería en el minuto treinta de la película, con su oportuno reguero de sangre. Pero con el peinadísimo Alan Ladd al mando de la estética, las dudas se ciernen: ¿es realmente el imbatible pistolero que el chico cree que es, el tipo duro, el que resolverá el acoso a golpe de puños y fuego de revólver? La intuición que expresa el muchacho late también en los otros personajes, en el padre, en la madre, en los demás miembros de una tribu, la de los agricultores, que se vuelcan en quererle como se quiere a un hijo pródigo, sin pedir nada a cambio. Será él, Shane, quien se ofrezca a poner cada célula de su cuerpo al servicio de un trabajo en el que el sudor se lleva las únicas coronas de laurel, y emulará a sus anfitriones labrando o cargando peso.
Si bien todo el mundo sospecha que Shane padece algo así como una condición de refugiado de sí mismo, de hombre que huye de un pasado violento, la forma de expresarlo de cada uno de los personajes es diferente. El muchacho le pide que intervenga sin vacilar, que liquide al tirano. El padre de familia va sugiriéndole, poco a poco, que tal vez la violencia sea un recurso al que deban viajar, que si disponen de fuerza bruta, tal vez haya que utilizarla porque la paciencia no todo lo alcanza. La madre –y aquí es donde vuelve el personaje poético, sensible, lírico, cuidador, amoroso– se niega a aceptar una solución que pesará sobre sus almas para los restos, y no cesa en recordar que existe mucha dignidad en la derrota, siempre y cuando haya existido dignidad en la batalla. El problema, confía la madre, tendrá otra solución mientras no se vean obligados a enterrar un cadáver. Porque una solución violenta no es una solución irrevocable, es una solución que pueden torcer próximas tormentas, que no supone un final inamovible, que anuncia resaca. Y, mientras tanto, entre el personaje de Shane y el de la madre se estrecha una tensión que está más relacionada con el amor platónico que con la sensualidad. Shane sabe que hacia allí, hacia la mujer, hacia el espíritu femenino, es hacia donde debería dirigirse; sabe bien que así es como le gustaría haber sido, que no existe otra salvación para el infierno que ya guarda al fondo de los pulmones.
Pero la familia va creciendo. Shane ya forma parte de una tribu en la que quiere y es querido. Y si a uno lo abrazan bastante a lo largo de su vida, será casi imposible que sufra patologías del estilo del trastorno de estrés postraumático. Shane ha hallado un refugio, un descanso, que es lo que todos buscamos para resguardarnos al final de nuestros días, un tanto hartos de soportar la lluvia de ladrillos de canto, y todavía con energía para enfadarnos por las cosas que deben provocar enfado. En esa tribu se le facilita la posibilidad de reinventarse: no les importa quién haya sido, pues eso es lo que formó sentimentalmente al buen hombre que ellos han encontrado. El pasado no existe cuando uno está bregando durísimo por un presente en el que la supervivencia camina sobre el filo de la navaja.
Pero las apuestas agresivas van incrementándose por parte de un cacique que explora los límites de las relaciones humanas, que es tanto como decir que investiga por placer hasta dónde puede llegar la maldad. Shane se resiste a intervenir y toma partido por la postura que, otra vez la palabra sobre la que no consigo formarme una certeza, el patriarcado, creo, atribuye a la mujer: la paz, la ternura, un sosiego que si esgrimimos una moral muy simple se confunde con autohumillación. Hasta que uno de los miembros de la tribu es asesinado.
El reflejo de Shane, con el que se provoca el desenlace, no será, por tanto, un acto de solidaridad o de justicia, sino de defensa propia: la tribu es un ente humano y la tribu tiene que armarse para proteger a los más débiles de la tribu: a los niños, a las mujeres, a los ancianos y también a los campesinos que solo saben empuñar el fusil como si se tratara de una azada. Es entonces cuando se enfrenta al personaje que interpreta Jack Palance, ese pistolero psicópata, un Jack Palance con la nariz partida del boxeador que fue, con la cara reconstruida tras varios pasos por el quirófano por culpa de un accidente de tráfico. El duelo es memorable: Alan Ladd viste una chaqueta y un pantalón con flecos y conserva ese peinado perfecto del que jamás se desprendería en pantalla; Ladd ofrece una imagen demasiado blanda como para que le consideremos uno de esos duros a los que maldecía mi alumna Laura. Frente a él, se encuentra el férreo villano. Uno tiene la tentación de sugerir que en el duelo, y por contraste, Alan Ladd es una figura algo femenina, al menos en los términos en que el tradicional patriarcado designa la forma de mujer. La sensación que se impone es la de que será incapaz de derrotar al Jack Palance, al igual que tantos han fracasado a la hora de derrotar al músculo con los besos. Y, de hecho, nuestro protagonista saldrá lastimado del enfrentamiento. Y luego huye.
Todo esto, más de tres mil palabras de deliberación, el recuerdo de la alumna Laura y la reflexión sobre la figura tradicional femenina y masculina en el Western, vino cuando volví a escuchar el comentario que Shane hace al niño a modo de respuesta cuando intenta evitar que monte de nuevo en el caballo y regrese a los caminos sin volver la vista atrás. Cito de memoria, porque la memoria me hace recordar el comentario con más anhelo:
“Un hombre tiene que ser lo que es, Joey. No se puede romper el molde. Lo he intentado y no ha funcionado para mí. No hay forma de vivir con un asesinato. Para bien o para mal, es una marca, una marca imborrable”.
Y esta es la frase definitiva, el tipo de frase sencilla que a uno le gustaría que los demás rezaran frente a su lápida:
“Ahora corre a casa y di a tu madre que todo está bien, que ya no hay más pistolas en el valle”.
¿A quién no le gustaría poder decirle esta frase al niño que más quiere? Demasiadas presiones nos muerden los tobillos y sacar adelante cada día resulta tan violento que necesitamos pastillas para resolver las noches: la sedación está sustituyendo al sueño. A veces da la sensación de que buena parte de la gente lleva un millón de revólveres en bandolera, y que demasiadas personas tuvieran el gatillo fácil. El planeta está dominado por gente de piel fina y colmillos afilados. Son ellos quienes deciden el futuro, e incluso quienes nos imponen el pasado. Ellos, que son los de siempre, los más poderosos, los más fuertes, los más malos.
Esa maldad es plural y es superior a la de cada individuo. Es la maldad de las bombas, una maldad que se contabiliza por cabezas y almas, que se puede medir y cuyo resultado aturde, en contraste con la zona negativa del individuo que podría, incluso, acercarse a la que reconoce en sí el propio Shane: al molde que no se puede romper, al fantasma. Para librarnos de las bombas, Shane recurre a su zona negativa y liquida al pistolero, para luego no ser capaz de arrostrar la culpa, la muerte, porque al sentimiento de culpa no hay nadie capaz de afrontarlo con valor y entereza. Afrontar el peligro con valor y entereza es la definición de la palabra arrostrar que ofrece el diccionario. Nada hay más peligroso que la culpa, un sentimiento ante el cual resulta imposible el perdón, o al menos les resulta imposible a los personajes principales de la película de Clint Eastwood que lleva ese título: Unforgiven (Sin perdón). El tema que trata es, precisamente, éste: cómo sacudirse de encima todos los reproches que uno se hace a sí mismo por haber sido quien ha sido, por ser quien es. El personaje de Will Munny, interpretado por el propio Eastwood, es la representación del tema que ya le explicó Shane al muchacho en el momento de la despedida, cuando se fuga hasta de su sombra y también de la posibilidad de redimirse por amor, cuando se fuga hasta de la madre campesina con la que mantiene un idilio platónico, una historia de amor sin piel.
Al principio de Sin perdón Will Munny vive en una granja tan apartada del resto del planeta como lo puede estar la cara oculta de la luna. De hecho, el tema de la confrontación con los ganaderos no existe, pues la ubicación no está ni siquiera próxima a una cañada ni a un arroyo: todo lo que sabemos es que se trata de un lugar donde los cerdos tienen fiebre. En la vida del viudo Will Munny, y en la de sus dos hijos, se impone, como brújula ética, una presencia y una ausencia: la presencia es la de la pobreza, la dureza de la vida en el campo, el barro, la enfermedad; la ausencia es la de la madre, el personaje que se va a convertir en clave en cada acto del protagonista, en cada decisión, en cada palabra, una madre a quien hemos conocido en Raíces profundas: cuando se la menciona, se nos representa como una mujer idéntica a la madre campesina que aporta esos valores que hemos enunciado un poco: ternura, sensibilidad, generosidad, bondad, entrega, paciencia, poesía. Algo que uno se atrevería a llamar amor de no ser porque ese sustantivo ha sido demasiado manipulado, demasiado divulgado, tanto como para perder buena parte de su sentido.
Es cierto que, de entrada, en el pacto narrativo se nos presenta un hecho improbable: la redención absoluta a través de un enamoramiento. También lo es que si no tuviéramos ese tipo de fantasías la vida no merecería la pena. Porque las fantasías no deberían tener una consideración menor como verdad que los hechos tangibles. Los sueños se sienten con mayor intensidad que las emociones de la vigilia, aunque se suelen distinguir de ellas por la pervivencia, es decir, por ser más efímeras. Si en los sueños se imponen las buenas emociones, nos empeñamos en buscarles un cimiento cuando estamos despiertos, para que la sensación se mantenga tan activa como sea posible. En el caso de que nos incomoden, no resulta complicado derribar la emoción, pues basta con cubrirla con la vigilia.
Toda narración propone, de entrada, un pacto, y en este caso el pacto es que el amor lo cura todo. El tema está en El Quijote y está en La Odisea. En las relaciones humanas, el amor cura bastante, pero es complicado que llegue a curar todo, como le sucede a Will Munny: tendría que limpiarle al completo de ser un asesino, un alcohólico, un hijo de puta, uno de esos duros a los que tanto odiaba mi alumna Laura, pero además sin remordimientos, sin una probable interpretación buena de sus hechos, pura psicopatía, ese trastorno mental que no resuelve ningún tipo de psicoterapia.
Pero si uno no está dispuesto a aceptar el pacto que se le propone en la ficción, es mejor que deje de leer libros y de ver películas. La ficción pone a nuestro alcance experiencias y pasiones que no podemos obtener de otra manera, por la sencilla razón de que la vida es demasiado corta como para tenerlas todas, como para vivirlas todas de primera mano. Yo lo he intentado, me he esforzado por hallarme en todos los lugares, en contra y a favor de corriente, por multiplicarme, por llegar a donde no veía que llegara nadie más a mi alrededor, por pisar todos los países y saludar a todas las personas, por ver todos los paisajes, por no perderme ni una puesta de sol, por leer todas las poesías, por respirar todos los aires, por saltar por encima de todas las cercas, por recorrer cada río con el que me topara, desde el nacimiento hasta la desembocadura, por rezar en todos los templos, por observar a todos los animales, por reír todos los chistes. Pero no ha sido posible y sé que no puedo hacerlo. Lo sé por la misma razón que sé que no puedo volar. También lo he intentado y cada vez que repito el ensayo, despego menos centímetros los pies del asfalto, pues es en asfalto donde siento la necesidad de salir volando y no en el monte, al aire libre. Como tantos otros, yo solo vuelo en sueños. Como tantos otros, necesito de los sueños, los míos y los que me regalan los demás, incluidas las películas y las novelas.
Regresando a Sin perdón, supongamos que la redención por el amor es un hecho; y lo es siempre y cuando admitamos que lo que es posible en el cine es también un suceso que ocurre en nuestra vida, donde también es posible que se reflotara el Titanic o que los Na’vi, los habitantes de Pandora, el planeta donde se desarrolla Avatar, derrotaran a los malos, a los poderosos, a los fuertes, recuperando así la naturaleza como deberían recuperarla los grupos étnicos marginados, en riesgo de desaparición, esos para los que trabajan organizaciones como Survival International. Mientras los kawahivas del Amazonas se diluyen por efecto de la ambición, nos queda el consuelo, a los buenos, a los débiles, a los insignificantes, de vencer la codicia dentro de la película Avatar. Aunque la referencia al sueño necesario en Sin perdón es más individual, desde luego menos planetaria que en Avatar, y se nos antoja, por tanto, menos ficticia. De hecho, esa redención, esa segunda vida, esa cura, es privilegio de dos de los personajes, Will Munny y Ned Logan (Morgan Freeman), pistoleros demasiado viejos como para aguantar vivos más noches de alcohol y balas, a las que no renuncian otros personajes de su generación, los interpretados por Gene Hackman y Richard Harris, que han hallado una vía para canalizar su violencia dentro de los cánones sociales de un territorio fronterizo, que ya se ha asentado un paso más de lo que estaba en Raíces profundas: el lugar es tan civilizado como para que llegue allí el ferrocarril y se nombre un sheriff.
Hay una presencia femenina más, la que desencadena el conflicto, que de nuevo tiene que ver, no sé en qué medida, con los atributos que la civilización, la del patriarcado, coloca en la mujer, y sobre todo en uno que no hemos mencionado hasta ahora: la belleza. Aunque sospechamos que detrás de este detonante existe algo más que la belleza, algo mejor, algo con tanta fuerza como para aturdir a los tipos más duros que ha dado la época más dura de la testosterona, dentro de la película. Hay algo que uno se atreve a intuir que es respeto. La demostración de esos principios, que hasta los delincuentes pueden tener, tiene lugar durante la conversación en la que Will Munny intenta convencer a su viejo compañero para que le acompañe a la caza de dos vaqueros a los que han puesto precio. Ned Logan se resiste a abandonar su hogar, en uno de esos valles que un niño dibujaría como el sitio donde le gustaría vivir. Comparte casa con una mujer india, y para justificar su negativa a retornar a una época de cazarrecompensas, argumenta que no pueden haber hecho nada tan malo, nada imperdonable. Dice que no volvería a disparar a un hombre por mucho que los tipos hubieran robado ganado o asesinado a un ganadero. ¿Qué es eso tan horrible que se supone que han hecho?, pregunta, aunque volvemos a citar de memoria. Marcaron a una mujer, responde Munny: “le cortaron la cara, las orejas, las tetas; supongo que todo menos el coño”. “Cabrones”, susurra Ned Logan, a quien no le hubiera asustado más que le hubieran dicho que habían prendido fuego a una iglesia con todos los feligreses dentro.
La mujer marcada es una prostituta, pero en los códigos de los marginales, de los que viven cabalgando, de los vaqueros de paso, y de los que se dedican a la maldad tradicional, como el robo y el asesinato, el rostro de una mujer es lo más sagrado. Cuando Munny le comenta a Logan que sea bajo sus disparos o bajo los de otros, igualmente van a morir, éste le responde que se lo han merecido.
Aquí, en la frontera, la vida vale menos que ese recodo de belleza que es la piel de la mujer, el lugar a cuyo calor se crían los bebés. “Puede que seamos prostitutas, pero no somos caballos”, claman las chicas mientras recopilan el dinero de la recompensa. Y ese es motivo más que suficiente como para que los dos viejos protagonistas decidan cercenar su castidad con el mal y librar una batalla que para nosotros contiene, por el arte de la proyección del espectador en los protagonistas, unos términos de justicia.
Es cierto que, en ese sentido, la ideología de muchas de las películas que ha dirigido Clint Eastwood adolecen de reaccionarias en el peor sentido del término: la venganza como forma de equilibrar los resultados, la familia guardián de la sociedad, las loas a francotiradores con trastorno de estrés postraumático, la recta vía conservadora, la defensa del rifle. Pero aquí no hay un defensor de la castidad o del estado. Aquí las buenas chicas son unas mujeres que sobreviven en un pueblo inundado de barro, regido por un sheriff malnacido y de una violencia congénita, empleadas por un tabernero patibulario que no ve en ellas nada mejor que ganado. Esa salvaguarda de un recodo de pureza, o de esperanza de pureza, que es la piel, la belleza femenina, junto a la edad de los actores principales, a la fotografía y el ritmo, lento, casi de adagio, dan a la película el tono crepuscular que nos hace tanta mella: sabemos que estamos en un mundo a punto de extinguirse y del que nos cuesta despedirnos. Que las cosas sean más sencillas en la ficción no quiere decir que existan menos conflictos en ese planeta, sino que los sentimientos que generan son más sanos: frente al malestar neurótico que supone salir a la calle, el cine nos ofrece los consuelos naturales de la alegría y la tristeza.
El acontecer de la Tierra no ofrece ningún espectáculo que invite tanto al aplauso unánime como el del crepúsculo. De todos los Western crepusculares que se han filmado, tal vez Sin perdón sea el que mejor concita el sentimiento, junto con Path Garreth y Billy el Niño, de Sam Peckinpah. Desde el año de su estreno, 1992, cuesta pensar en otra obra maestra que haya llegado desde Estados Unidos: la incapacidad de perdonarse a uno mismo quien es, quien ha sido, es un tema de calado resuelto con destreza en primer lugar por David Webb Peoples, el guionista, y luego por Clint Eastwood.
“Puede que seamos prostitutas, pero no somos caballos”, recordamos que dice una de las mujeres que ofrecen la recompensa a cambio de las vidas de quien marcó a su compañera y del amigo del criminal. La comparación viene, de nuevo, al caso sobre el rol de la mujer, pues el caballo es el animal totémico del Western: el caballo es la realidad, la mujer es la fantasía, y las fantasías son mucho más sagradas que la realidad, esa marea que se nos escapa de las manos como una pastilla de jabón mojada. No existe ningún Lucky Luke sin su Jolly Jumper, ningún Alonso Quijano sin su Rocinante. De hecho, a los caballos se les puede marcar, se les marca, son propiedad de alguien. Pero a las prostitutas, en los términos en que se nos presenta en la película, no. No son propiedad de nadie: sometidas a un contrato, como cualquier tipo de esclavitud, incluida la esclavitud laboral, no consienten en que se las reconozca como propiedad temporal de quien paga para estar una hora con ellas. Incluso así, tienen derecho a mantener activo y privado el último reducto de nuestra humanidad, que es el humor, pues será la risa de la mujer la que dé lugar a la agresión.
Y frente a ellas, o acompañándolas, está la mujer ausente de Munny: resuelta, decidida, generosa, pura bondad, con una inquebrantable fe en el amor. El sustrato que mantiene vivo a Munny, y junto a él a sus dos hijos, es la figura de la madre. Como en Raíces profundas, es el pilar, el cimiento, la persona buena en el mejor sentido de la palabra buena. Su némesis no es Munny, sino Little Bill Dugget, el personaje que interpreta Gene Hackman, el sheriff malnacido, con una suerte de defecto genético que le impulsa a la villanía, y que es el reflejo de aquello que tanto odiaba mi alumna Laura: el no va más del “machito”, el vanidoso, el tipo duro, entendiendo aquí la dureza como una patología. Es un sociópata que va desmitificando los tópicos de los pistoleros valientes a base de acumular una reacción odiosa a otra, cada vez que interviene. Las mujeres no le admiran: le temen.
¿Son Little Bill Dugget y la mujer de William Munny las representaciones extremas de los arquetipos de género que ha ideado el patriarcado? Lo desconozco. Son Satán y un ángel, porque el mal es único, en el sentido en que lo identificamos por sus resultados, pues siempre hace daño, en tanto que el bien es disperso, pues hay muchas formas de ayudar, apoyar, acompañar, muchas formas de solidaridad, de generosidad, de poesía, de armonía, de querer –y querer bien, no como se quiere en los anuncios de perfume–. Hay más de una manera de sentir y más de un sentimiento.
La risa, por ejemplo, es un criterio cinematográfico irrebatible: si una comedia consigue que el público lo pase bien, es un triunfo del cine y de la comprensión. En cuanto al llanto, no terminamos de ponernos de acuerdo. Que la gente llore en el cine no es criterio de calidad cinematográfica. De hecho, casi nadie llora viendo las películas de Manckiewicz ni de Truffaut, que son de lo mejor que ha dado el séptimo arte. La gente llora con más facilidad frente a películas más humildes, menos inteligentes, más emotivas y de peor factura. Pero si comprendemos que la gente puede ser sincera cuando ríe, ¿por qué no puede ser sincera cuando llora?
Quienes lloran en el cine están sintiendo tristeza auténtica. Asistimos al cine con más empatía de la que asistimos a la realidad misma. El teatro es diferente, pues es una representación de la realidad, pero el cine lo vivimos con la intensidad con que vivimos la amistad. Llorar o reír en el cine es legítimo y, me atrevería a decir, sano. La insensibilidad frente a una película solo habla de una aproximación a la psicopatía por parte del espectador. Es inútil resistirse a llorar frente a la muerte de la madre de Bambi, por mucha pornografía sentimental que contenga la escena. El llanto puede no ser un criterio para discriminar la calidad cinematográfica de una película, pero sí nos habla bien sobre quien lo derrama.
Todos hemos conocido a quien sostiene que las lágrimas en el cine son lágrimas de cocodrilo y que él (o ella) jamás llora. Por lo general, se trata de individuos que tampoco lloran frente a ningún dolor de los demás, que solo lloran si sienten agredido su narcisismo y de las lágrimas propias esperan obtener alguna recompensa, torcer un poco el destino a su favor; lloran para practicar el chantaje afectivo.
La palabra que ahora se me viene a la cabeza es compasión. Si la empatía es la capacidad de entender lo que siente el otro, compasión es la de padecer lo que sienten los demás. En ese sentido, los dos personajes antagónicos de Sin perdón no ofrecen lugar a duda: Little Bill Dugget se reiría, se ríe de las desgracias de los otros personajes, de las demás personas, mientras que la mujer de Munny lloraría y hasta saltaría al otro lado de la pantalla para ofrecer su hombro, y lo ofrecería desde ese momento hasta el día de la muerte, e incluso más allá de la tumba, como comprobamos al asistir al apoyo que ofrece a su marido desde un mundo inorgánico, espiritual y bondadoso, que se asemeja más al de la memoria que al de la esperanza: está trufado de las buenas acciones que vivieron juntos, no de la ilusión de una vida más allá de la muerte, con la eternidad feliz por meta.
Los códigos de honor y hasta la elegía –doble elegía: por un mundo perdido, el del Western, y por el ser querido, la mujer– no los creó Clint Eastwood. Ni siquiera George Stevens. Está en el cine de Howard Hawks y, por encima de todos, está en el de John Ford. Y en este caso, en un personaje llamado Ransom Stoddard, cuya aparición en El hombre que mató a Liberty Valance reinventa los códigos del género. John Ford estaba contribuyendo más que nadie al nacimiento de los arquetipos del cine, pero también a su vuelta de tuerca. Stoddard combina los adjetivos y sustantivos que el patriarcado atribuye a lo masculino y a lo femenino. Ford, que nunca se anda por las ramas, sitúa a Stoddard (a quien pone rostro James Stewart) entre un John Wayne interpretándose a sí mismo y una Vera Miles que les da una lección de actuación a dos de los actores más enormes que ha dado la historia.
Decía Spielberg que Centauros del desierto es la mejor película de la historia. Es complicado estar en desacuerdo con él, pero se nos antoja que supera a eternas candidatas al trono, como Ciudadano Kane o la absolutamente inverosímil Casablanca. La película de Orson Wells marca un punto de inflexión en la historia del cine, sí. La estrategia y la táctica cambiaron de la noche a la mañana y eso tal vez la convierta en la película más importante, pero no necesariamente la mejor. En cuanto a Casablanca, retomamos el comentario sobre la sensibilidad: padecerla habla muy bien del espectador, no necesariamente de la obra. El paño de lágrimas no permite percibir que la historia hace agua por todas partes, que no es coherente. Pero este comentario resultará demasiado impopular y uno siente la tentación de borrarlo, porque queremos demasiado a Rick Blaine.
Se nos ocurre hacer una atrevida precisión al comentario de Spielberg: Centauros del desierto es la mejor película de la historia y la segunda mejor película de John Ford, tras El hombre que mató a Liberty Valance. No se trata tanto de una afirmación, de una categoría incontestable, aunque subjetiva, como de un ingenio verbal. Centauros del desierto es intelectual, una máquina perfecta, inmensa, con docenas de niveles de lectura. El hombre que mató a Liberty Valance es más sencilla y conmovedora. A mi alumna le hubiera encantado el personaje de Ransom Stoddard, como prueba la escena en la que muere el villano, Liberty Valance, que como casi todos los personajes de Ford está trazado, al igual que en los dibujos de Norman Rockwell, para no dejar lugar a dudas: solo Satanás le supera en vileza. En ese duelo, al margen del resultado final, Stoddard se enfrenta a Valance con el mismo delantal que utiliza para fregar los platos en el restaurante. Es un tipo desgarbado y algo flojo, con la espalda encorvada y la mirada de quien busca sin saber por dónde debe escrutar; es un pulpo en un garaje, un hombre de bien que está convencido de que incluso en el territorio de la violencia, el bien solo se construye con el bien, o con las leyes, que son la forma convencional del bien. Porque es un abogado sin oficio que no porta otra arma al margen de su buena intención. De hecho, siendo el protagonista de un Western, ni siquiera lleva sombrero. Es, en buena medida, la influencia de la madre de Raíces profundas, de la mujer de William Munny, sumergida en el cuerpo de un hombre hasta tomar posesión de él.
Su contrapeso en la historia no es el malvado interpretado por Lee Marvin: garrulo, idiota, soez, violento como solo son violentos los malos del cine clásico, sin estilo, sin aristas, sin apenas otra psicología que no sea la del complejo de inferioridad sometido a tanta presión como para actuar con efecto rebote. El contrapeso de Stoddard es John Wayne, Tom Doniphon en la película. Fuerte, seguro, viril al estilo en que son viriles las promesas protectoras del patriarcado: si está a tu lado, es imposible que nada malo llegue a suceder. Es irresistible para todos, excepto para la mujer que pretende, Hallie (Vera Miles), hija de unos inmigrantes escandinavos, analfabeta, trabajadora y cariñosa. Doniphon no deja de pretenderla con un cortejo de sobra conocido: le regala flores de cactus, que son las más bonitas del mundo vegetal, y le dice piropos, entre otros ese que ha pasado al Olimpo de los galanes: “qué guapa te pones cuando te enfadas”.
En los códigos de comunicación actuales, el comentario tiene doble filo. Decir guapa a una mujer se considera, por parte de la gente, cosificarla. Debo confesar que sigo sin entender qué es lo que se quiere decir con ese verbo: cosificar. Y cuando digo que no lo entiendo, quiero decir que no lo entiendo. Estamos creando un mundo muy hosco, en el que parece prohibido decirles algo bonito a los demás, un piropo, llamarles guapos o guapas, como si uno solo pudiera estar refiriéndose a su físico con ese adjetivo. La enseñanza está en La Bella y la Bestia: también hay que ponerse guapo por dentro. Hay quien al enfadarse suelta verdades como puños y en esas verdades también hay belleza.
En ese sentido, Stoddard recoge la lección, se enfada y suelta verdades que hacen del entorno un lugar mejor. Con el labio inferior caído, con gesto de no enterarse de dónde vienen las tortas, de hecho, con pinta de no terminar de creerse que en el mundo se reparten tortas, con un porte nada erguido, contrasta con la corpulencia de Doniphon. Pero no con su autoestima. Estamos acostumbrados a la confianza en sí mismo de los personajes interpretados por John Wayne, pero no a la del que interpreta James Stewart, que es más sincera, con menos pose, más humilde y, en definitiva, más sabia. Hallie, que jamás ha respondido positivamente a un Doniphon que hasta está ampliando la casa con sus propias manos para cuando suceda un matrimonio que todos dan por hecho, se enamora del hombre más femenino, o al menos más femenino en términos de patriarcado. Stoddard no procede a ningún galanteo, sino que se limita a mostrar respeto, lucha contra la injusticia y aporta el único tema realmente importante en la historia de la narrativa, la escrita y la cinematográfica: la dignidad. En ese sentido es superior a Doniphon: puede que no se muestre como todo un hombre, pero se llevará su dignidad intacta al otro lado de la lápida.
Mientras que Doniphon es el único tipo que no teme a Valance y el único que se sabe capaz de derrotarle en un duelo, solo Stoddard se atreve a enfrentarse al energúmeno, interpretado por el carismático Lee Marvin. Liberty Valance hace del coraje su bandera, Stoddard hace del coraje su existencia. Como en todo el cine de John Ford, necesitamos del plural, del conjunto de personajes, para sentirnos artistas, intelectuales, filósofos, poetas, guerreros, amantes y valientes. La elección de la mujer, por su parte, es clara y Ford no se molesta en ocultar que prefiere al pulpo en el garaje, a Stoddard, hasta el punto de que la película sucede en un gran flash-back, después de que el matrimonio Stoddard, ahora afincado en Washington D. C. regrese a la aldea, Shinbone, para enterrar a Doniphon que es, a la postre, la persona a la que le deberán no solo la vida, una de esas deudas que ni se contraen ni se devuelven, sino la felicidad, que es impagable con otro acto que no sea un acto de amor. Como el que demuestran frente al féretro de Doniphon, cuando exigen al enterrador que le vuelva a calzar, que no consienten que ese cuerpo no lleve las botas, un atributo clásico del duro del Oeste, junto al sombrero y el revólver, en uno de los escasos momentos, en la historia del cine, en que a los diez minutos de comenzar una película uno siente el deseo de soltar alguna lágrima.
Hay un pasaje en la película en el que los dos personajes principales se redimensionan, pues el sentimiento de culpa les atañe de manera diferente, tanto como para hacerlos demasiado humanos. Si es que el adverbio demasiado tiene cabida al hablar de lo que atañe a la condición humana. A Stoddard le come la culpa de haber acabado con la vida de un hombre en un acto que, como el de Shane, tiene más de defensa propia de la tribu que de venganza. Doniphon, por su parte, le entrega la verdad y junto a ella el descanso y la renuncia a Hallie. La bala que acabó con Valance no vino del cañón de la pistola de Stoddard. En esa confesión, Doniphon demuestra compartir una sensibilidad que no esperábamos, pues el personaje se había mostrado con pocas dimensiones. Con grandes dimensiones, sí, pero pocas, como si fuera inmune al conflicto: ¿por qué siendo el más fuerte no se enfrenta a tumba abierta contra el villano? Es ahora cuando entra, por fin, en el juego de almas en el que estaban participando los demás personajes: el periodista borracho, el sheriff gordito y cobarde, los padres preocupados en sacar adelante cada día, los días propios y los días ajenos. La sensibilidad, creemos, es una de las naturalezas que se atribuyen a las mujeres, al menos en este contexto próximo al patriarcado. La de Hallie es innegable, como lo es la de Stoddard, uno de los pocos héroes del Western clásico que no pretende ser el único gallo del corral. La de Doniphon es una sorpresa. Da la sensación, pues, de que para humanizar a un personaje ha hecho falta construirlo un poco en femenino. El comentario es una intuición, una nebulosa. ¿Cómo certificarlo cuando los Westerns contemporáneos se limitan a copiar el tono de Sin perdón, pero carecen de su alma? Lentos, anodinos, rodados en maravillosos parajes, con una fotografía impecable, son obras en las que no sucede nada, en las que los personajes, que es tanto como decir las personas, no evolucionan: al final de la película imitan a quienes eran al principio.
La realidad puede tener otras reglas o, mejor aún, carece de ellas. No existe el relato redondo, que se impone en el cine debido a la extensión de las películas. No existe el principio, desarrollo, desenlace, ni el clímax y el anticlímax. La gente no recibe lo que se merece, que es el fundamento del éxito del cine, donde nos desahogamos, donde nos sentimos cómodos, donde nos figuramos que se compensan las injusticias, de ahí su mitificación, de ahí que sigamos necesitando el mito. Hasta tenemos la impresión de que la revolución de Espartaco llegó a buen puerto gracias a la toma de postura a que nos empuja la película: si su espíritu triunfa en nosotros, triunfa en el mundo.
En la realidad, la gente recibe lo que recibe. Una de las expresiones favoritas de mi alumna Laura era “no es justo”. Uno tenía la costumbre de responderle que era un mero profesor, no juez, ni sacerdote ni filósofo. La respuesta era, lo confieso, una forma de evitar el debate y poder continuar con la materia curricular, ante la escasez de tiempo que la enseñanza nos permite para la pedagogía. Cuando tuve ocasión intenté explicarle, a ella y a sus compañeros, que la materia de la injusticia era algo que se debía aprender sobre todo en la adolescencia, porque era entonces cuando uno decidía si estaba dispuesto a luchar por un mundo más justo. Y luego les invitaba a que no desfallecieran, como si la victoria no estuviera en limar injusticias, en compensar a los desfavorecidos, sino en mantener la lucha.
Pero, al contrario que en el cine, aquí no hay victorias. Naces, suspiras y mueres. Y en el suspiro uno se deja demasiadas cosas buenas, demasiadas como para enumerarlas, de las cuales hay una que siempre se puede recuperar: el espíritu del Western, ese en el que para ser una buena persona no basta con ser hombre o ser mujer. Ese que nos recuerda que estamos librando una batalla modesta tras otra. Ese que responde a la cita del Talmud: “Quien salva una vida, salva al mundo”.
Respecto a la guerra contra el patriarcado, apenas puedo aportar ninguna idea. No tengo la impresión de que esa cultura exista a mi alrededor, pero yo no vivo en todo el mundo a la vez, ni siquiera en todo mi edificio a la vez. Entre mis amigos la igualdad está a la orden del día y en todos los ámbitos.
Las relaciones de pareja, concebidas como complemento, que es lo que parece indicar el patriarcado pues distinguiría las aptitudes de hombre y mujer, sospecho, se sostienen sobre uno de los grandes mitos de la felicidad: el de la media naranja. Si hemos de hacer caso a las leyendas que aparecen en telenovelas y en la publicidad, la relación sería lamentable no en sí, sino por comparación con las posibilidades que a uno le ofrece la vida: comprar una casa con jardín, tener unos hijos a los que no se les caiga la sonrisa, ser capaz de sentirse dichoso sin salir del salón de la casa y de los brazos de la persona querida, estar en plena forma sin hacer esfuerzos, consumir margarina, olvidarse de que existe el dinero porque posees más que suficiente como para obviarlo, creer que todo el mundo va a entender todo lo que sucede con buen humor, creer que beber vino y cerveza es lo mismo que tener amigos y un larguísimo etcétera de un calado demasiado superficial. Como si se pudiera vivir por inercia, como si uno no tuviera que poner todas las energías de su parte para sacar los tobillos, una y otra vez, de los lugares donde se les muerde. Están lloviendo ladrillos de canto tanto para los usuarios de las webs de citas como para los que protagonizan su propio Western de clase media o clase humilde, su Western sin trama, sin desenlace, pero con conflictos.
Uno se pregunta si el hecho de ser mujer no incrementa el chaparrón. De hecho, sabemos lo que le sucede al hombre del Western –a Shane, a Will Munny, a Tom Doniphon– tras la despedida, pero ignoramos la suerte de las protagonistas, sobre todo la de la mujer con quien abríamos las reflexiones, la campesina de Raíces profundas. Respecto a él, no cabe duda: en compañía de unos fantasmas más o menos ingratos, se dirige hacia un ocaso. Está destinado a la soledad y la acepta. Hay que ser un héroe para conseguir habitar dentro de la soledad, pero este es el retrato que se nos ofrece, la parte más romántica del hombre, aunque contenga muchas trazas de mentira. Es otro mito, es otro consuelo. Thoreau ya lo demostró con sus años en la cabaña de Walden, donde nos hizo creer que vivía perfectamente en convivencia con la naturaleza, sin necesidad de otra presencia humana. Pero la distancia que le separaba de Concord, la ciudad donde vivían sus amigos y su familia, era tan escasa como para poder bajar a diario a comer con ellos.
Si aceptamos la soledad de él, la de Shane, que es propia del nómada, ¿qué sucede con la de ella? En Solo ante el peligro se resuelve de la única forma en que nos podríamos conformar: la pareja compartirá esa soledad tras comprobar, en las propias costillas, que no existe diferencia entre la cobardía y la maldad, que ambas son igual de dañinas. Si bien la respuesta más cercana la podemos encontrar en una película que hemos mencionado anteriormente: Un lugar en el mundo.
Vestida con el traje de cine social, tiene una estructura, una morfología casi idéntica a Raíces profundas, solo que aquí no van a ganar los buenos. Aquí ganamos y perdemos nosotros, que nos encariñamos con los personajes, una gente a la que elegiríamos como amigos, para terminar derrotados no solo bajo el poder de la ambición y el dinero, sino también por el tema que más nos desgarra, que es la despedida. El final de la película es una serie de despedidas intensas, obligadas por la derrota, que comienzan en el desengaño amoroso de un adolescente y terminan con un infarto. Por el camino, se ha tenido que ir la mejor amiga y, sobre todo, el equivalente al personaje de Shane, un extranjero, un geólogo español, interpretado por José Sacristán, contratado por el cacique de la región para llevar a cabo su plan de enriquecimiento adueñándose del territorio de los pobres. En esta ocasión no será el ganado, sino una presa que se pagará con dinero público, lo que impele a la acción a un villano en un territorio en el que, a falta de pistolas, existen las monedas y existe el diálogo. Los duelos serán verbales, de esos en los que sabemos a ciencia cierta quién tiene la razón, quien defiende las causas de justicia, pero también adivinamos que apenas conseguirán ninguna otra victoria que no sea la de apuesta por un caballo durante las fiestas patronales: el destino de la gente está sellado, tendrán que huir de sus aldeas y fincas, seguramente hacia villas miseria en ciudades como Buenos Aires, Córdoba, Tucumán. El poderoso es más fuerte que ellos, aunque nos queda la misma sensación que al asistir al final de Espartaco: ganamos porque nos hemos depurado por dentro, porque nos sentimos mejores, porque recordamos las causas por las que deberíamos seguir luchando.
En este caso, a la mujer protagonista le quedará la opción de regresar sola a la gran ciudad, pues tiene la suerte de poseer un título en medicina, para reinventarse en un ambiente que, de forma elíptica, se nos confía que resulta hostil, falto de franqueza, tal vez demasiado civilizacional. De ahí que el niño, al que se arrancó de su lugar en el mundo, ya hecho un adulto, tenga que regresar a la dicha de la vida, a su pasado, con el corazón en la mano, para volver a sentir heridas e intentar repararlas.
La película, como El hombre que mató a Liberty Valance, comienza y termina con el presente y resuelve la acción en un flash-back. También, como en el clásico de John Ford, el impulso narrativo surge de un regreso al lugar donde se vivió, y en este caso vivir cobra un sentido a pleno pulmón: como si lo que hubieran hecho los personajes tras abandonar el lugar no fuera realmente llevar una vida, al menos en comparación con la intensidad de sentimientos que tuvieron en su momento. Y la intensidad de sentimientos es algo propio del enamorado. Nos quedaremos, pues, acompañando a los personajes en la época en que estuvieron más enamorados: entre ellos y hasta del combate que habían elegido vivir. Se trata del tipo de combate al que me refería a los alumnos cuando les sugería que era el momento de aprender a luchar por la justicia, de aprender a defender al débil, al desprotegido, de aprender a querer al amigo, de aprender que las vidas se salvan una a una y que quien salva una vida salva al mundo. De enamorarse de los lugares del mundo, de reconocerse en él, de darse cuenta de que solo existe una cosa que tenga sentido, una cosa por la que merezca la pena el tránsito por la superficie de Gaia, que es querer y ser querido.
Y de ahí que resulte tan doloroso despedirse. Porque cada vez que dices adiós, y este adiós tiene todos los visos de ser definitivo, como sucede en la película, a uno no le queda más remedio que renacer. Nacer duele, pero duele más si uno se ve en la obligación de hacerlo con el bagaje de la memoria, sabiendo que es posible querer y no por costumbre o porque lo indiquen los anuncios de margarina, o lo prediquen sacerdotes de toda laya desde distintos púlpitos. No se nos ha dado elegir muchas cosas, pero sí las más importantes: tenemos capacidad para elegir querer y tenemos la posibilidad, siempre, de elegir el bien cuando constantemente nos están ofreciendo el mal. Esa es la postura básica de los protagonistas de Un lugar en el mundo, del geólogo, que aparece en principio como un mercenario; del profesor que predica, como Robin Hood, el socialismo libertario; de la médica entregada a la causa humanitaria; de la monja que pone el amor al prójimo por delante del amor a Dios, porque el amor a Dios es un amor incomprensible, abstracto y por tanto intelectual. Y decir un amor intelectual es soltar, cuando menos, un oxímoron. La película resiste cualquier tipo de análisis, desde el psicoterapéutico al marxista. Es una obra que conviene ver al menos una vez cada año, pues habla de asuntos que a uno no le gusta olvidar y que tendemos a olvidar cuando la vida nos va demasiado bien, o nos va tan mal como para no salir de nuestra patología.
No intentaremos hace ni un psicoanálisis de la obra ni una digresión filosófico-política. Nos limitamos a comparar destinos. Mientras el personaje solitario que llega a la región y que toma partido, con distinto entusiasmo a lo largo de la acción, a favor de los desahuciados, termina por marchar de regreso a una soledad muy mal conquistada, al personaje femenino le acecha tanto el sentimiento de soledad, de pérdida, la acosan de tal manera los zombis de la memoria que no le queda más alternativa que hacer las maletas y largarse, sin meditar, a Buenos Aires. Ni siquiera elige una ciudad más próxima, sino que opta por la más grande, allí donde nos espera el anonimato. Todos sabemos que es en ese sitio, como en los cuadros de Hopper, donde la soledad se padece con una mayor violencia, aunque sea una violencia contenida, con aspecto sereno; pero todos confiamos en que al estar rodeados de cuerpos terminemos por encontrar uno con el que rozarnos amablemente.
La diferencia entre él y ella, entre los personajes de Alan Ladd y Jean Arthur en Raíces profundas, entre los de José Sacristán y Cecilia Roth en Un lugar en el mundo, es la calidad de la melancolía. La del hombre parece tener un sustrato de aceptación: “No se puede romper el molde. Lo he intentado y no ha funcionado para mí”. La de ella es mucho más incómoda, como si estuviera acosada por la resignación; una vez que se marcha de su lugar en el mundo, o que su lugar en el mundo se le escapa a caballo, hacia otros horizontes, se negará a regresar a él jamás, ni siquiera para llevar flores. No volveremos a saber de ellas, porque son seres a los que queremos demasiado y quedan demasiado rotos. Acabará la película y durante una temporada nos acompañará su malestar. Es incómodo, pero al igual que podemos afirmar acerca de quien llora en el cine, es una incomodidad a la que debemos dar la bienvenida, porque nos recuerda que a pesar del acoso y derribo a que se nos somete, a pesar del desgaste emocional que es respirar veinticuatro horas al día, no hemos perdido la sensibilidad.
Y ahora vuelvo a preguntarme: ¿no era la sensibilidad, o sus manifestaciones, uno de los atributos que los practicantes de un sistema de patriarcado adjudican a lo femenino?