Que el autor de un robo deje en el escenario del delito su aportación teórica sobre lo sustraído es un hecho excepcional en cualquier sitio, menos en la Biblioteca Nacional. La causa que se instruye en Buenos Aires a petición de un juzgado español por el robo de los mapas de Ptolomeo y otros valiosos impresos, está a punto de prescribir, según informaba ayer El Mundo. El uruguayo residente en Argentina César Ovilio Gómez Rivero, que confesó los hechos, quedaría así impune del más grave atentado contra el patrimonio bibliográfico español de los últimos tiempos (en 2007 le costó el puesto a la directora Rosa Regàs). La Biblioteca Nacional custodia su obra El mundo durante el siglo XVI (BNE 9/255732), que nos permite adentrarnos –también con la interpretación del ladrón– en la Cosmographia de Ptolomeo, un libro que deslumbró a reyes, orientó a navegantes e hizo cambiar la percepción de la Tierra.
Es improbable que Ptolomeo dibujase mapa alguno. El sabio helenista, que vivió y trabajó en Alejandría en el siglo II después de Cristo, nos legó su concepción geocéntrica del universo, que dominó la astronomía durante casi mil quinientos años, hasta la llegada de Copérnico. En su Geographia recogió todo lo que del mundo se sabía hasta entonces, así como la forma de describirlo. Sentó las bases de la cartografía como ciencia y señaló las coordenadas geográficas –latitud y longitud– de cerca de 8.000 lugares –poblaciones, accidentes, territorios–, que enumera por continentes: Europa tiene diez tablas; África, cuatro, y Asia, doce. Alguno de sus seguidores, a lo largo de los siglos, debió representar gráficamente las indicaciones, pero desconocemos cuándo. La copia griega más antigua de la Geographia que se conserva data del siglo XII y está en el Monte Athos.
Ptolomeo era un sabio empírico que utilizó su inmejorable posición –Alejandría era el corazón del mundo– para recopilar información de viajeros, caravanas y navegantes, así como de sus propias observaciones y mediciones. El mundo de Ptolomeo iba desde Islandia hasta las fuentes del Nilo, desde las Canarias hasta la China Meridional. Situó La Meca y una ciudad oriental llamada Sera, que parece corresponder con la actual Pekín. En la Península Ibérica relacionó con sus coordenadas más de un centenar de pueblos y ciudades, entre ellos Toledo y Barcelona. Sigue despertando enorme interés desentrañar tanto nombre fabuloso, y hace unos años –mientras el ladrón actuaba en la Biblioteca Nacional– la Universidad Técnica de Berlín puso en marcha un programa para localizar los lugares, en especial los desaparecidos, de la que calificaron como “una obra sorprendentemente precisa”.
Cayó, sin embargo, en el olvido. Los romanos necesitaban una cartografía eminentemente práctica, para guiar a sus naves o a sus legiones, y poco les interesaba una concepción general del mundo, como tampoco al hombre del medievo, que desarrolló las cartas portulanas y cuya mirada se centraba también en el entorno transitado. Las enseñanzas de Ptolomeo se conservaron gracias a Bizancio, a través de donde pasaron a los árabes, que mantuvieron al geógrafo en su tradición científica.
El bizantino Manuel Chrysoloras, culto y viajero, es el desencadenante de uno de los más rotundos éxitos editoriales de la antigüedad. Embajador en Venecia durante el último periodo del imperio de Oriente, se quedó en la península itálica al terminar su misión enseñando griego, una lengua poco conocida entonces en Occidente. Comenzó la traducción al latín de la Geographia de Ptolomeo, que culminó en los primeros años del siglo XV uno de sus discípulos, el florentino Jacobus Angelus, y tituló caprichosamente Cosmographia.
Las fronteras del mundo habían cambiado poco desde el siglo II, pero no así la mentalidad de sus habitantes, especialmente de los italianos, que volvieron con el Renacimiento la mirada al mundo clásico. Allí estaba, en el momento preciso, la obra cautivadora de Ptolomeo, con su ambiciosa concepción de la Tierra. Las copias se sucedieron y con la aparición de la imprenta, mediado el siglo, se multiplicaron hasta convertir la Cosmographia en una de las obras fundamentales del Humanismo. La primera edición apareció en Vicenza en 1475, aunque sin mapas. Bolonia, Roma y Florencia publicaron nuevas ediciones, ya con mapas, tanto en latín como en italiano. Pasó a Alemania y en la ciudad de Ulm vio la luz en 1482 el más bello incunable de la Cosmographia ptolemaica, editado por Leonardo Holle en tamaño y tipografía suntuosos, con 32 mapas impresos utilizando la xilografía para su estampación, uno de ellos el codiciado mapamundi.
Pero se trataba, afirma César Gómez en su libro, de “un cadáver resucitado: Ptolomeo, que había sido echado en el olvido durante los siglos medios por una gran parte del mundo, y sólo en España, por obra de la Escuela Toledana había seguido divulgándose, aunque poco”. Y añade: “Los humanistas difundieron ampliamente y en numerosísimas ediciones la obra ptolemaica, con la única obsesión de que el texto original quedara, en lo posible, fielmente restituido, sin atender a si la obra había sido superada o no al pasar los tiempos”. En apoyo de su tesis, Gómez reproduce el perfil bastante exacto del Mediterráneo de Jaime de Mallorca (1375) junto al distorsionado de Ptolomeo, y anota al pie de este último: “Siglo XVI, con la errónea estima de los 63º para la distancia Gibraltar-Siria (Realmente menos de 41º)”.
El libro de César Gómez El mundo durante el siglo XVI es una encendida reivindicación de la labor de los cartógrafos españoles, en especial de los hombres de la Casa de Contratación de Sevilla, que incorporaron los nuevos conocimientos a la doctrina científica. Desde su perspectiva, la obra de los españoles, “desligada de prejuicios”, pudo prevalecer sobre la de los “fanáticos del Renacimiento” que insistían en Ptolomeo.
Lo firma el “profesor César Gómez” –sin que conste por ningún lado su cualificación académica– y fue donado por el autor a la Biblioteca Nacional en junio de 2004, esto es, cuando realizaba los trámites para obtener el carné de investigador, una práctica bastante común para hacer valer la competencia en algún tema. Utiliza, precisamente, el mapamundi de la edición ptolemaica de Ulm –el que robó por partida doble de la Biblioteca Nacional– para ilustrar la portada del que, al parecer, es su único libro. Está publicado en Asunción (2004) “en casa del autor”. Se trata seguramente de una autoedición, y no muy cuidada, pues ya en el prólogo se desliza alguna sonora falta de ortografía. No parece que haya tenido gran difusión, pero se puede adquirir por Internet en una librería de Miami por 82,27 euros más gastos de envío.
La siguiente reflexión de Gómez referente al mal enterrado “cadáver” ptolemaico nos invita a continuar indagando en el legado del alejandrino. Es sabido que Colón basó en gran medida sus cálculos y prospecciones en la Cosmographia, obra que manejó y poseía antes de 1492, y debió vender cuando la necesidad acuciaba –se dedicó al comercio de libros y “cartas de marear” en su larga espera de la decisión real–. Después del éxito de sus viajes, lo compró de nuevo o se lo regalaron, y sus notas, firma y exlibris figuran en el ejemplar (edición de Roma, 1478) que custodia la Academia de la Historia. Los Reyes Católicos sometieron la propuesta del navegante genovés a una comisión de expertos, que la rechazó, como antes había sido rechazada por los sabios de la corte de Portugal. Los cosmógrafos castellanos se basaron, afirma Gómez con rotundidad, “en un hecho cierto: el erróneo concepto colombino del tamaño de la esfera terrestre y de las tierras emersas”. Aunque “la docta vulgaridad” quiere a veces tratarles de “ignorantes”, estimaron con fundamento “que Colón equivocaba sus cálculos y que el nuevo camino propuesto para las Indias resultaría, por su longitud, anticomercial”.
No refiere, sin embargo, el apasionado ensayista que pese a la rotundidad de las conclusiones de los geógrafos y marinos castellanos, el encuentro con el navegante dejó a los reyes, dicen las crónicas, “en deseo de saber de aquellas tierras”. Después de la primera entrevista, que se verificó en Alcalá de Henares el 20 de enero de 1486, el rey Fernando pidió un ejemplar de la Cosmographia, que le fue remitido desde Valencia dos meses después. Se compró al librero Jaime Saera por 160 sueldos y estaba destinado a la cámara del monarca, esto es, a su uso personal. La imagen de Fernando el Católico, verdadero valedor de la empresa colombina a pesar de la leyenda de Isabel y sus joyas, contemplando cenitalmente el mundo de Ptolomeo, sirve tal vez para justificar por qué nunca –y aunque le irritaban las desmedidas exigencias del genovés– desechó la idea. Los cálculos de Colón y del sabio alejandrino estaban mal hechos, como razona Gómez, pero el mundo estaba ya en manos del que fue llamado príncipe del Renacimiento.
De los dos mapamundis robados de sendos ejemplares de la edición de Ulm de 1482 pertenecientes a la Biblioteca Nacional (difiere la iluminación), uno de ellos (Inc/1.476) apareció en Oceanía, concretamente en Sidney, un lugar remoto incluso para Ptolomeo. Este incunable fue una de las primeras adquisiciones de Felipe V, en 1723, para la Real Biblioteca Pública, hoy Biblioteca Nacional, fundada unos años antes. Del ingreso del otro ejemplar (Inc/116) no hay noticia cierta, aunque se cuenta entre los libros impresos más antiguos llegados a España. Sería arriesgado –pero no imposible– colegir que se trata del mapa que Fernando el Católico pidió y examinó después de su primer encuentro con Colón, el mismo que Gómez arrancó y que viajó ¡a América! Fue localizado en Nueva York y el director del FBI lo devolvió a las autoridades españolas en noviembre de 2007. La historia de los libros de la Biblioteca Nacional supera cualquier ficción.
Por su parte, el “profesor” prerrenacentista continúa su obra con las mediciones del Nuevo Mundo, así como con la descripción de la flora, la fauna y la cultura indígenas que trasmitieron los conquistadores. Lo hace con detalle y esmero y, aunque posiblemente no aporta nada nuevo, traza una síntesis que permite descubrir a un “apasionado del tema”, tal y como le definió su abogado, Fernando Soto, representante legal también de María Kodama, viuda de Borges, autor a quien sin duda habrían interesado las peripecias de su vecino malhechor.
César Ovilio Gómez Rivero –67 años, pasaporte uruguayo y residente en una exclusiva urbanización bonaerense– se declaró arrepentido del robo de estos dos mapas y otras valiosas páginas de la Biblioteca Nacional, a la que acudió en doce ocasiones desde 2004 hasta el verano de 2007, cuando se descubrió la sustracción. Devolvió los originales que estaban en su poder (otros nunca aparecieron), se localizaron los dos mapamundi de Ptolomeo y quedó a la espera de un juicio que parece que no llegará. En su libro, curiosamente Gómez critica la actuación de Melchor Tirán, comisionado por el Gobierno francés para estudiar los archivos y bibliotecas españolas en 1842, que no dudó en arrancar páginas, entre ellas la contracifra de un mapa de valiosas minas en América que fue a parar al Archive des Affaires Etrangères de París.
Inquieta comprobar que El mundo durante el siglo XVI reproduce gran número de mapas y documentos de diversos fondos españoles. Entre ellos, un delicioso mapa del Japón de 1578 a base de círculos entrelazados que pertenece al Archivo Histórico Nacional. El comentario que añade el autor es una clara advertencia a las bibliotecas de todo el mundo para que se cuiden de semejante ímpetu investigador: “La tinta con la que iban escritos los nombres de las provincias se halla hoy casi por completo desvanecida; sólo puede leerse con claridad el nombre de la isla de Firando: los otros es posible que con reactivo puedan leerse”.
Mapamundi de la Cosmographia de Ptolomeo, perteneciente a la Biblioteca Nacional (Inc/116), que fue arrancado por César Gómez y apareció en Nueva York en 2007.
Portada del libro de César Gómez.