Este texto pertenece a la serie Remembranzas
Luna azul
En China meridional se alzaba un monasterio que había logrado sortear los avatares de las revoluciones y de los cambios políticos. Un Abad lo dirigía ayudado por un Prior, un Ecónomo y un Maestro que se ocupaba de los novicios, junto con los monjes profesos que cooperaban en su formación y en mantener los ritos en el templo. Su prestigio era grande y hasta él llegaban viajeros y peregrinos desde los confines del imperio del Centro, aunque ya no recordaban los tiempos en que el Hijo del Cielo habitaba en la Ciudad Prohibida. Tenían huertas y jardines, aparte de un bosque cercano.
Atravesando el muro que lo circundaba, había una discreta puerta que conducía a unos terrenos que antes fueran huertas y que ahora también tenía un jardín. Estaba organizado de acuerdo con las estaciones y con los principios tradicionales (del feng shui). Este espacio estaba limitado por la ribera de un río que había servido como embarcadero para las gabarras que transportaron los materiales para reconstruir el antiguo monasterio. En ese espacio entre el río y la edificación había unas chozas sencillas pero airosas que cercaba una especie de terraza de madera protegida por un barandal en donde se solía sentar el anciano para trabajar en sus esteras y pinturas, y también para descansar al atardecer de los días que se vertían al mar. Una de las chozas le servía como vivienda y espacio para el estudio. En otra había un sencillo ámbito para la meditación con una estera, algún cojín y un cuenco en el que ardía una luz ante una piedra sin pulir. También había otro cuenco con arena en la que el anciano clavaba algún palo de sándalo o de incienso durante sus veladas. Estaba la choza en que habitaba Sergei, el ayudante siberiano del Maestro que se ocupaba de las comidas y le ayudaba en el mantenimiento del jardín y de las carpas doradas. Es cierto que este pícaro hacía escapadas al monasterio con el pretexto de hacerle recados al Ecónomo y poder así bajar montado en un burro al pueblo cercano. Al anciano le divertía porque era vivo y noble a la vez, muy despierto y deseoso de saber pero un pillo y zascandil que hacía honor al apodo de “liebre de las estepas” con que le llamaba el Maestro. No servía para monje, eso estaba claro, pero andaba en busca de su camino y, mientras tanto, era feliz compartiendo esta vida en las chozas que le daba un cierto empaque a la hora de deambular por las cocinas del monasterio dejándoles creer que era el depositario de las confidencias del admirado y venerado anciano. Era conocida su expresión cuando se interesaban por algo de la vida en las chozas “Ah, de eso… soy un mudo”. (Algunos en la cocina se referían a Sergei como al “mudo charlatán”).
Por último, había otra choza tan humilde como las demás para acoger a algún huésped de paso, sobre todo de los antiguos discípulos del Maestro que a veces se acercaban a presentarle sus respetos o hacer alguna consulta al anciano. También recibía en la terraza sobre la orilla a alguna visita de paso o a algún monje que se lo había pedido cuando iba al monasterio. Como el tiempo, que nace mientras muere.
Una vez por semana comentaba a los monjes las Escrituras, sobre todo el sutra del Diamante, pero también los grandes textos de Laotzú y de Chuangtzú, pero aquí, en este espacio de serenidad, utilizaba cuentos, proverbios y relatos de las más importantes tradiciones, o que se le ocurrían sobre la marcha. Le encantaba saborear la sabiduría de los maestros chinos, indios, persas, Zen, judíos, sufíes o tibetanos. Su saber era amplio y no abrumaba.
Por lo demás, apenas salía de este recinto si no era para bajar al pueblo a atender a algún enfermo o necesitado a primeras horas de la tarde.
Nadie del Monasterio, ni siquiera el Abad o sus ayudantes pasaban sin previo aviso. Todos respetaban su retiro desde que había abandonado la dirección y responsabilidades en el monasterio que había ido restaurando con un puñado de amigos, pero, al crecer en importancia, hacía años que anhelaba verse liberado de esa carga y regresar a una vida sencilla trabajando la huerta, cuidando el jardín y vacando al silencio y a la contemplación de tanta armonía. porque, como decía T.S. Eliot, “No pueden los humanos soportar demasiada realidad”.