Quería ir, desde hace un tiempo, a la casa de Spinoza, a una de las casas en que vivió. ¿Por qué quería visitarla? No soy especialmente fetichista con los autores que admiro, pero reconozco que, cuando me topo con un lugar en donde nació, vivió o murió, algún escritor o filósofo del que soy devoto, mi fibra sensible se enciende. Recuerdo que ninguno de mis profesores en la Facultad de Zorroaga me habló de Spinoza, salvo Fernando Savater, pero no en el curso de tercero que me tocó (en el que daba la ética de Kant, Schopenhauer y Nietzsche), sino en el anterior, cuando yo estaba en segundo de carrera y asistí de oyente libre a algunas de sus clases, en las que daba la ética de Aristóteles y de Spinoza. Al parecer, alternaba así los cursos, un año estos dos, al siguiente los tres alemanes y luego de nuevo el griego y el holandés. Lógicamente, poco recuerdo de lo que dijo sobre Spinoza. No tomé apenas apuntes. Tenía sencillamente mucha curiosidad y es que el vagabundeo de oyente libre por asignaturas y profesores que no te correspondían (todavía), formaba parte de uno de los placeres intelectuales imborrables de esa época, en esa especie de Atenas cantábrica, lúdica y, al mismo tiempo, bastante agitada y, qué lástima, efímera, que quiso ser.
En realidad, ya había oído hablar de Spinoza antes de las clases de Savater. En COU, mi profesor, discípulo de Zubiri, nos había explicado sobria y brevemente su filosofía. No creo que fuera su santo de devoción… Fue, al año siguiente, en primero de carrera, cuando escribí un trabajo para Arteta sobre la relación entre el taoísmo y el romanticismo alemán. Extraña propuesta, debió de pensar él. Leí entonces con verdadera devoción el libro maravilloso de Alexander Gode von Aesch El romanticismo alemán y las ciencias naturales. Fue en esta obra, que consulté en la biblioteca, en la que aprendí la poderosa influencia de Spinoza en Fichte, Goethe, Schlegel, y sobre todo en Schelling y Novalis, dos autores que empecé a leer entonces, con verdadero interés y fascinación. Más tarde, en la Autónoma de Madrid nadie me habló de Spinoza. Fue cuando empecé a redactar mi tesis sobre Deleuze, ya en Lovaina, cuando me metí en ese libro tan complejo, original y riguroso que es Spinoza y el problema de la expresión. Para comprenderlo y situarlo mejor, empecé a leer a los grandes especialistas del filósofo holandés: Gueroult, Alquié, Matheron, Negri, etc. Reconozco que leí poco a Spinoza en esos años 90. Ha sido ya en este siglo cuando lo he ido leyendo directamente, sin la debida disciplina, todo hay que decirlo.
Pues bien, para visitar la Spinozahuis, en la localidad de Rijnsburg, había que visitar previamente Leiden, en donde se encuentra la Universidad más antigua de Holanda. Spinoza se instaló allá en el verano de 1661, cinco años después de ser expulsado y excomulgado de la comunidad judía de Amsterdam. Es indudable que buscaba soledad y silencio para escribir y meditar, pero no hay que olvidar que sus amigos “colegiantes” (partidarios de un cristianismo sin iglesias ni pastores, en el que solo se aceptaba el bautizo como sacramento) le habían hablado bien de Rijnsburg, por su tolerancia y porque ahí tenían ellos un centro educativo y una posada (la Casa grande). Además, no hay que olvidar que a fines de los años 50, antes y después del Herem, Spinoza leyó a conciencia Descartes. Unos cuantos seguidores de su filosofía le comentaron que en la Universidad de Leiden impartían ya clases unos cuantos prestigiosos profesores cartesianos, entre los que destacaban Heereboord, De Raey y Geulincx. 1661 es un momento importante para Spinoza. Es el inicio de su correspondencia, con su amigo Oldenburg. Hace un año y pico que ha abandonado la redacción del Tratado de la reforma del entendimiento y que se ha puesto a escribir el Tratado breve de Dios, del hombre y de su felicidad. En 1663, cuando Spinoza se traslada a Voorburg, cerca de La Haya, publica sus Principios de la filosofía de Descartes, junto a sus Principios metafísicos, el único libro publicado en vida de él, firmado con su nombre y apellido, un libro, no lo olvidemos, que le dio fama por ser uno de los mejores libros sobre la filosofía de Descartes y que atrajo la atención de la Universidad de Heidelberg que le propuso ocupar una cátedra. Tampoco hay que olvidar que a raíz del Herem, Spinoza escribió un texto en su defensa, en español, titulado Apología para justificarse de su abdicación de la sinagoga, en el que ponía en duda el origen divino de la Torah y la inmortalidad del alma. Todo apunta a que en este discurso, desgraciadamente perdido, estén ya abocetados toda su crítica de la Biblia sobre la que fundará su defensa de la democracia, en el Tratado teológico-político. Y tampoco hay que desdeñar el hecho de que en el periodo de Rijnsburg, circulaba entre los amigos de Spinoza, (De Vries y Balling eran de los más cercanos), un texto que debía de ser un esbozo, ni más ni menos que de la primera parte de la Ética, titulada “De Dios”. En definitiva, Benedicto tiene por entonces todos los mimbres fundamentales para elaborar su propia filosofía. Esa fecha capicúa es un momento seminal de su obra, me atrevería a decir de la filosofía moderna occidental.
Vuelvo a mi visita. ¿Cómo ir hasta su casa? No tenía coche. En la estación de autobuses de Leiden me dispuse a subir al bus de la línea 37, el que estaba indicado en Internet. Pregunté previamente. El conductor me dijo que no, que no era la buena, que era otra. A los pocos minutos, llegó el que me había indicado. Hice lo mismo. No, no era la adecuada. En realidad, él no sabía dónde estaba la Spinozahuis, ni siquiera —me pareció comprender— sabía quién era Spinoza…Apenas sabía inglés y yo nada de neerlandés. La lluvia arreciaba por momentos, y cada vez que uno corría a los andenes en busca del bus providencial debía refugiarse enseguida al lado de la salida de la estación de trenes, debajo de la marquesina. Al final, vi, al preguntarle, en el rostro del tercer conductor, la certeza de que él sí iba a pasar no lejos de la casa y que la conocía. Cuando me bajé en la parada indicada, llamada Spinozalaan, seguí sin tenerlo fácil. Mi móvil no me ayudaba mucho. Y no toda la gente a la que preguntaba sabían decirme dónde estaba exactamente.
Rijnsburg se había convertido en ese tipo de localidades periurbanas, de tipo residencial, un tanto anodinas, por mucho que las edificaciones no fuesen feas, que había visto hace años en Bélgica, donde nunca se sabe dónde está el centro ni la plaza mayor ni la iglesia. No había apenas comercios, así que no podía preguntar a nadie porque el tiempo era desapacible y la gente trabajaba. Al final, llegué a un cruce, donde había un concesionario de coches y torcí a la derecha.
Empezaba a ver señalizaciones. ¡Ya era hora! Desde luego, nunca había asociado la filosofía de Spinoza ni a una zona residencial, de chalecitos algo burgueses, ni a la venta de automóviles. La zona, además, ya no era campestre ni rural, en realidad. Había villas por todas partes, separadas por algo de arbolado. Qué cansado empezaba a ser el no encontrarla. Pero tenía un gran empeño en verla. Mi voluntad me conducía a ella, como un motor invisible. Pero curiosamente estaba sumergido en ese dédalo, no sabiendo a veces si yo estaba ahí y por qué estaba ahí. A veces tanteaba el camino posible o me dejaba perder, quién sabe. Creo que pensaba un poco, inconscientemente, en la sustancia spinozista y en que eso es todo lo que cuenta, el mundo en su infinitud, la naturaleza. El cielo nublado tenía su hermosura…y la lluvia a rachas. Cuando a alguien le preguntaba dónde estaba no siempre la respuesta era tranquilizadora. Me topé con unos trabajadores que montaban un entarimado, con una madre acompañada de sus hijas. De nuevo proseguía mi marcha y volvía a solazarme en la caminata, con el viento en contra, a veces. Si, al menos, hubiese habido algún monumento de interés o una colina atractiva. Pero nada, todo era llano.
Al final, la encontré. Qué gran alegría. Uno diría —irónicamente, claro—que había recorrido, sin quererlo, un trasunto de las cuatro escalas del conocimiento, según Spinoza. De la tristeza e inadecuación de mis ideas con respecto a la realidad, había ido poco a poco racionalizando por dónde debía de estar, para luego, hundirme en una mayor adecuación de mí mismo con respecto a la unidad de la naturaleza, hasta sentir la alegría del encuentro. Ahora releo la proposición cuarta de su libro sobre Descartes: “Yo soy no puede ser la primera verdad conocida más que en tanto en que pensamos”. Aquí entreveo una crítica spinozista, de gran calado, al gran filósofo francés. ¿Y si no pensamos? ¿Y si abrimos los ojos de par en par ante el todo y nos olvidamos, sin quererlo, de nosotros mismos? Antes de dudar, antes de tener certezas, previamente a todo aquello que conforma nuestra vida corriente, preguntas y convicciones, inquisiciones y perplejidades, somos unas ventanas abiertas al mundo por las que pasa todo el viento habido y por haber. “No existe en el entendimiento infinito de Dios ninguna sustancia que no se encuentre formalmente en la Naturaleza”. Ya lo dijo por esos años.
No hay nada más radicalmente contrario al narcisismo generalizado de nuestras sociedades que estas ideas. El yo reflejado y metamorfoseado en imagen (del yo), ese yo multiplicado en miles de fotografías, egocéntrico y presuntuoso, no es el que concibió el sistema spinozista. “No somos casi nada”, viene a decir nuestro admirado amigo, y compatriota, sefardí. La resignación cristiana se queda en nada, “no somos nada”, pronta a salvarse en el más allá, mientras que la circulación de yoes inflados se queda en que cada uno de nosotros somos un pequeño y henchido todo. Somos, por el contrario, “casi”, y ese casi, tan importante, es el que nos tendría que dar la humildad ante la presunción individualista, y, así mismo, la afirmación de ese quicio por el que el mundo es, se presenta, se entreve, y que es, en definitiva, lo que somos, ante la destitución religiosa.
Entré en la casa y me encontré con un hombre. No había nadie más. Reinaba un gran silencio. Me dio un prospecto y me indicó someramente lo que podía ver. La casa tiene una planta baja y un piso, algo menos espacioso, bajo los aleros. Abajo está la cocina, el salón y la biblioteca donde trabajaba.
Arriba otras dependencias donde, entre otras cosas, pulía lentes, su principal modo de subsistencia. También dibujaba, pero de esta actividad no se ha conservado obra alguna. En todas las estancias, se muestran, en vitrinas, libros suyos: desde libros de Descartes, Hobbes y Maquiavelo, hasta el diccionario Covarrubias, el único diccionario unilingüe que tenía, prueba de su dominio de la lengua castellana, amén de obras literarias españolas y libros relacionados con el judaísmo. En la parte trasera de la casa, hay un jardín, lleno de vegetación en donde colocaron un busto del filósofo. A través de las ventanas, en esa tarde lluviosa, su efigie se desdibujaba en forma de un halo algo onírico.
Iba de libro en libro. Veía el cartel que se difundió por todos los Países Bajos, en 1678, prohibiendo su obra póstuma, la firma admirativa de Einstein y tantas cosas más que mi mirada embobada contemplaba. Cuando tuve que bajar del ático, me di cuenta de repente, de que la escalera estaba muy en pendiente.
No me había dado cuenta al subir. Si no me agarraba al pasamanos, podía caerme, por los escalones tan estrechos. Curioso vértigo por el que me vi a mí mismo caerme, tomando conciencia de mí mismo. No era yo el que me disolvía en el abismo, sino que éste me recordaba que andaba, que no era un espíritu volador. Al salir, me despedí del señor. Afuera no llovía ya. No sé cómo, atravesando un solar y una zona de obras, llegué a otra parada de autobuses por la que —creo—no había venido. Las vueltas no son nunca como las idas. Estaba algo atribulado y pensativo, desde luego satisfecho con mi visita, emocionado todavía, ansioso con el futuro, en construcción, incierto.
De Spinoza se dice que alumbró la versión más radical y democrática de la Ilustración, así como las corrientes panteístas y naturalistas del romanticismo alemán. No tengo ninguna duda de que detrás de Husserl, el fundador de la fenomenología, está Spinoza. Hay algo de donación del mundo, de presencia plena, en una especie de paréntesis del yo. Hegel dijo: “¿Quiere llegar a ser filósofo? Comience por ser spinozista: no puede ser nada sin eso”. Spinoza lo veo en Whitehead, por supuesto también —tan importante— en Deleuze. Lo veo, en fin, en uno de los grandes inspiradores del ecologismo contemporáneo, en Arne Naess, quien dijo: “La realización de sí debe ser considerada como una norma fundamental. El sí mismo del que se trata no es el Ego, sino el Sí ensanchado que se revela cuando nos identificamos con todas las criaturas vivas y, en última instancia, con todo el universo, o con la Naturaleza en un sentido cercano al del Deus sive Natura de Spinoza”.
El siglo XXI solo podrá ser spinozista puesto que solo podremos ser unos “sí-mismos” expansivos si nos volvemos solidarios con los animales, con las plantas, con los seres humanos que nos rodean a lo largo y ancho de nuestro planeta, si vivimos fuera, no dentro, si escuchamos la voz y las quejas de Gaia.
El “lou ravi” es una figurita indispensable en todo belén provenzal. Es el campesino inocente, descreído, que pasa por ahí, como quien no quiere la cosa, y se da cuenta de que unos pastores están adorando al niño Jesús. Levanta los brazos de asombro y se queda quieto. Ni anda, ni se pone de hinojos. ¿Cuál es el lugar del pensamiento spinozista? Es el de aquel, que, allá donde esté, se abre al mundo y se siente una pequeña hendidura. Contrariamente a sus compañeros, metidos en sus ocupaciones diarias, en las compras que haré mañana, en lo que tendré que hacer en el trabajo, en el programa de televisión que podré ver esta noche, en las cosas que se dicen por las redes sociales, el lou ravi se ha quedado absorto, ha neutralizado su trasiego cotidiano y ha abierto los ojos para creer en el mundo, para escuchar lo real. Está encantado (“ravi”) de dejar de ser yo porque la dicha no tiene parangón alguno con cualquier tipo de preocupación egoísta.
La filosofía spinozista es tal vez, la única en el mundo, que no tiene, en sentido estricto, nacionalidad. El cartesianismo siempre tendrá algo de francés, pese a todo, el hegelianismo y no digamos el heidegerianismo siempre tendrá algo de alemán. Baruch Spinoza, Bento o Benedicto Espinosa, fue, de alguna manera, español, portugués, holandés, judío; sobre todo hombre, pura y sencillamente hombre, tal vez porque ser spinozista es sencillamente ser un habitante responsable y copartícipe de la Tierra. Hoy y mañana, que será otro año.
Le Mans, a 31 de diciembre de 2022