“Esculpir la madera, darle forma y hacer feliz a las personas con sus obras de arte”. Esa sigue siendo la pasión del maestro Armando Menéndez, el profesor de carpintería que enseñaba en la escuela urbana mixta José Martí en Tacuba, Ahuachapán. Un señor delgado, pero musculoso a su edad gracias su trabajo como maestro carpintero salvadoreño.
La escuela tenía el nombre de un prócer cubano, era lo único que sabía. En los nueve años que estudié en ese centro ni un profesor nos mencionó quién era ese señor de bigotes grandes. Nadie nos dijo que era poeta y un gran escritor. El uniforme de la escuela consistía en un pantalón verde y una camisa blanca con botones; y al lado izquierdo, tenía bordado el logotipo, en donde se lograba percibir que el de la estampa era José Martí.
En los años ochenta, cuando se inició este proyecto no había computadoras en la escuela, y solo tres tipos de clases extra para las tardes: electricidad, costura y carpintería. Esa escuela, la única del pueblo, había enseñanza hasta noveno grado. Cada quien podía tomar el taller a su elección.
Los modelos educativos deben acoplarse con las actividades integrales. En el modelo pedagógico alemán Waldorf existe un apartado en donde dice que a los niños se les debe enseñar costura, croché, artes, carpintería, gimnasia, etcétera. Todos encierran la posibilidad de aprender un oficio.
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Don Armando, así le decíamos con respeto, tiene esposa y cinco hijos. Todos pueden contar historias y anécdotas de su vida.
Se inició en el oficio haciendo una mesita estilo Luis XV, color negro. Era una obra de arte. Su primer trabajo como aprendiz.
En el pueblo, los carpinteros se podían contar con los dedos de la mano. Su oficio le permitió sacar adelante a su familia. En algún lugar de su casa está la mesita que tantos recuerdos le trae. Su casa está llena de muebles de madera y adornos.
En tiempos del conflicto armado salvadoreño, Don Armando vio partir a sus hijos varones a luchar. Perdió a uno. Otro trabaja en un banco y el tercero se hizo militar. Sólo su hija se quedó viviendo en el pueblo.
Su primer trabajo fijo le llevó a la división de Caminos, entidad del Ministerio de Obras Públicas. Ganaba en Ahuachapán sesenta colones quincenales. Estuvo allí durante unos cinco años. Tras eso llegaría la oportunidad de trabajar como maestro de carpintería.
Desde el principio se notó que tenía ganas y talento para enseñar. Él no había asistido a una escuela para carpinteros, ni mucho menos había recibido clases de pedagogía. Así como sus manos esculpían la madera, sus enseñanzas moldearon la vida de muchos jóvenes que pasaron por su aula. Y sin embargo ya no se imparte esa materia en ese recóndito pueblo salvadoreño.
Ese señor de piel morena, de metro sesenta y cinco de estatura, escaso cabello y caminar lento, enseñaba siempre con un lápiz cerca y las gafas en el bolsillo de la camisa.
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Sus alumnos fueron siempre los de tercer ciclo. Sólo a ellos les daba clase tres días a la semana. Por la tarde. Lo primero que lo ponía a hacer a uno era a lijar la madera.
―Lije lentamente las patas de esta silla –decía don Armando.
―¡Vaya! Está bien, don Armando –se oía como respuesta.
No pasaba lista. Solo necesitaba a los alumnos interesados en aprender. Sus clases eran idóneas para relajarse, era casi como hacer yoga. Las tardes pasaban lentamente, pero eran amenas. Don Armando contaba un par de chistes y le gustaba supervisar el trabajo de cada pupilo.
Alguna vez, de pequeño, usé las herramientas de mi abuelo, que fue carpintero también, pero volverlas a tocar en clase fue emocionante. La primera tarde nos empezó a explicar uno por uno para qué servía cada una. La que más llamaba la atención era el serrucho. A todos nos ardían las manos de deseo de cortar madera.
Don Armando usaba unos lentes gruesos y una camisa ralita desgastada. Los años le fueron curvando la espalda. Era culpa del trabajo. Llevaba siempre un lápiz Mongol en su oreja y sus manos estaban cubiertas de cicatrices. Como todo carpintero, en algún momento se había golpeado el dedo con el martillo.
El profesor era una buena persona. En los momentos de descanso leía la Biblia. Le gustaba especialmente la lectura de los Filipenses 1:21 “Pues para mí el vivir es Cristo y el morir es ganancia”.
Cuando éramos alumnos nunca se nos cruzó por la cabeza que podíamos fabricar cualquier cosa. Hasta nuestro propio féretro. Aunque entonces solo pensábamos en elaborar utensilios para el hogar.
Don Armando era diestro, tomaba el serrucho fácilmente y con destreza. El éxito de sus clases fue sin duda tener paciencia. Una virtud que le ayudó a permanecer más de 20 años en la escuela.
La primera lección fue la de pulir madera. Los alumnos supimos que las patas de mesa torneadas procedían de su carpintería. A nosotros no nos importaba, lo que queríamos era aprender. Barnizar, lijar, cortar la madera, medir con exactitud, pegar con cola, usar todos las herramientas, barrer los trozos de madera, la viruta, los colochos, que sacaba el cepillo y, al día siguiente, volver a empezar.
Era divertido ver a más de algún compañero que se marchaba a su casa sin darse cuenta de que le habíamos colgado una cola de su pantalón. Reíamos con esas travesuras.
El olor a serrín impregnaba el ambiente. La madera de cedro y laurel eran clásicos en el taller, se confundían en esas tardes de clases extra. El edificio era nuevo. Aunque se había construido exclusivamente para laboratorios finalmente lo destinaron al taller de carpintería.
Al lado del taller estaba celosamente guardado el mimeógrafo. Don Armando nos decía que no tratáramos de sacar exámenes de la escuela. Muchos exámenes manchados y con errores de impresión quedaban tirados en el suelo. Una tentación.
Mientras las tardes pasaban en el tranquilo pueblo el profesor supervisaba el trabajo de cada uno.
―¡Por favor no molesten!, aprendan, este tipo de oficio les ayudará en el futuro.
―Don Armando, ¿para qué me servirá el aprendizaje de carpintería?
―Le servirá para que pueda mantener a su propia familia, si no tiene cómo estudiar en la universidad.
―Entonces, ¿usted viene obligado a las clases o no le gusta la carpintería?
―¡Sí me gusta!… pero es que usted es enojado.
Yo no sabía para qué me podría servir, pero si estudiaba arquitectura era una oportunidad para aprender a realizar trazos, a dibujar.
Unos compañeros hacían trabajos de carpintería en los cantones donde vivían. Quizá el hecho que eran de familias con escasos recursos económicos les dio la oportunidad de progresar en el futuro.
Nuestras edades oscilaban entre los 13 y 16 años. No éramos conscientes de responsabilidad necesaria para aprender un oficio. En ocasiones, las cuatro manzanas de la escuela era insuficientes para jugar al ladrón librado. Luego llegábamos sudados a continuar puliendo trozos de madera.
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La primera lección era cortar con serrucho un pedazo de madera. Pensábamos que era fácil. Es como cuando a alguien le dicen que tome las ubres de la vaca e inicie el ordeño. Al tomar el serrucho casi se me quebró en las manos. El serrucho chilló. Don Armando se enojó y me dijo: “Es con cuidado, miren cómo va quedando pando. Deben guiarse en donde está marcado con el lápiz”. Por lo menos no era nada más que un pedazo de madera. Al final, con la práctica, fuimos aprendiendo.
En el recreo íbamos a ver a las alumnas de costura. Estaban bien afanadas aprendiendo punto de cruz y otros tipos de costura.
Lo más difícil fue aprender a escoplear. Si tomábamos el formón equivocado o se salía de la marca el trabajo se echaba a perder. Ser artesano. Así es todo trabajo, hay que tener carácter y disciplina para saber escuchar y aprender.
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La despedida del año era motivo para acelerar el cepillo, pulir la madera y apurarse con la enjuncada. Era una actividad que implicaba paciencia. Al final del año escolar, cada alumno exponía en la feria de logros su obra de arte. Chifonieres, camas, sillas, banquitos, roperos, librerías, etcétera eran los trabajos que tenían que estar listos para octubre a más tardar.
Don Armando tenía carisma. Nos decía que teníamos que portarnos bien, que el oficio era importante. En una ocasión cometí una chambonada. La enjuncada la había iniciado mal. Don Armando se quitó los lentes inmediatamente y muy serio, me dijo: “Usted debe poner atención, niño. Mire cómo dejó esa pata. Le quedó más pequeña que la otra, tiene que medirla con precisión”.
Cada uno tenía que fabricar una pieza. Mi misión era hacer una silla. Conseguí la madera para iniciar la hechura de las patas, el respaldo y el asiento. La quería enjuncada y sabía que con el maestro que tenía me quedaría bien. Fue tanta la rapidez con que la elaboré que cuando puse la silla frente a mí me di cuenta de que estaba coja.
Era para tirarse de los pelos. Don Armando se quedó contemplando la silla y dijo: “Ni modo. Ya no la puede enderezar. Así le quedará de por vida”. Partí para la casa. Marché cabizbajo pensando que la silla quedaría así para siempre. La alegría era que los demás compañeros también tenían casi listo su proyecto.
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En la actualidad son varios alumnos que tienen talleres y tiendas gracias a las enseñanzas del maestro carpintero de la escuela.
Ese viejo carpintero, siempre sonríe, en su casa corta las naranjas de los árboles que tiene plantados en el patio. Todas las tardes Don Armando toma café con sus hijos, quienes lo visitan. Disfruta de su jardín y la naturaleza de Tacuba. Nunca olvidé sus enseñanzas.
Fidel López Eguizábal, salvadoreño de ascendencia vasca, le gusta escribir para periódicos, ensayista, docente investigador de la Universidad Francisco Gavidia de San Salvador. Es maestro en docencia universitaria. En 1994 estudió en la Universidad del País Vasco, publicó su primer libro sobre relaciones públicas. Además ha sido modelo para muchos comerciales.