Home Mientras tanto El maestro de marionetas

El maestro de marionetas

 

Wrong side of the road, de Tom Waits

 

Cuenta Federico Fellini que en el momento de preparar el rodaje de Il bidone (1955) –me niego a usar el moralista título Almas sin conciencia-, la que debía ser su siguiente película después del éxito de La Strada, y cuando todos los productores se disputaban los proyectos de la nueva estrella del cine italiano, se dio cuenta de que los personajes no le gustaban. No encontraba en ellos el menor vínculo emocional, la mínima empatía que requería el cineasta de Rimini para poder contar cualquier historia. En las figuras de los estafadores tan solo veía a seres ruines y miserables, que le provocaban desprecio. Sin embargo, un día, cuando el proyecto estaba en punto muerto, se produjo un momento revelador al pasear por las calles de Roma:

 

“El cartel que vi aquella noche ya llevaba allí mucho tiempo, tan solo se conservaba una parte en la pared, aunque hecho jirones. Podía ver la mitad de la cara, y la mitad del título de la película que anunciaba: “Todos los…”. Los ojos que asomaban por encima de una hinchada papada reflejaban una mente rapaz, cínica, muy parecida a la de “Lupaccio”[1]: un lobuno animal de presa encarnado como un ser humano. Era el actor que necesitaba…”.

 

Aquel actor era Broderick Crawford y el título de la película Todos los hombres del rey (All the king’s men, 1949), dirigida por Robert Rossen, y por la que su protagonista había obtenido el Oscar. Fellini ya tenía a su actor. Pero de aquello habían transcurrido más de seis años y de Crawford se sabía que trabajaba en producciones menores cuando no tenía la suerte de ejercer de secundario a las órdenes de Fritz Lang o George Cuckor. El suyo había sido un éxito efímero que se había diluido en alcohol. Por ello a Crawford no le pareció mal acudir a Italia para rodar bajo el sol mediterráneo a las órdenes del responsable de la reciente ganadora al Oscar a la Mejor Película de habla no inglesa. Perdida la fama, al menos que se recupere cierto prestigio, también debió pensar el actor.

 

 

Las circunstancias hicieron que al llegar a la región de Marino, para iniciar el rodaje de Il bidone, se estaban celebrando toda una serie de festividades dedicadas al vino. Crawford que llegaba con un contrato bajo el brazo en el que se especificaba aquello que podía y no podía beber y que acababa de salir de un centro de rehabilitación desapareció inmediatamente al llegar. El resto del equipo de producción le perdió la pista y nada se supo de él hasta que dos días después le encontraron tirado en una zanja. Ese solo fue el inicio. Porque a pesar de que el rodaje transcurrió de forma placentera, con una Giulietta Masina con un papel que la alejaba de la sombra alargada de Gelsomina –a pesar de que a posteriori fue recortado-, con Fellini relajado, rodeado de gente de confianza, y trabajando con absoluta libertad, el permanente estado de embriaguez de Crawford –por mucho que el cineasta en algunas declaraciones lo obviara o lo negara- hizo pensar que el rodaje de la película iba a suspenderse. El actor no solo era incapaz de recordar sus líneas de diálogo, las que Fellini le tenía que ir dictando o escribiendo mientras se rodaba la escena, sino que olvidaba sus marcas o los movimientos dentro de una escena, lo que obligaba al cineasta a dirigirlo con pértigas como si de una marioneta se tratara. En los momentos más críticos Crawford no reconocía ni al propio Fellini.

 

 

Il bidone es la historia de un grupo de estafadores que ataviados como curas y cardenales o como representantes del gobierno, se aprovechan de la situación desesperada de los más desfavorecidos. Fellini nos muestra los mecanismos de las operaciones que llevan a cabo, como ejecutan sus engaños de forma impune y amoral y con ello elabora un paralelismo con el propio cine y sus mecanismos de puesta en escena, sus mecanismos para crearnos una ilusión. La puesta en escena de una puesta en escena, diríamos si nos pusiéramos estructuralistas, o el cine actuando como espejo de su propia naturaleza con Fellini orquestando una mascarada dirigiendo a un actor que es una simple presencia. En el director de Amarcord (Idem, 1973) reconocemos a uno de los mayores prestidigitadores del séptimo arte, alguien capaz de hacer un documental, por llamarlo de alguna manera, sobre Roma y reconstruir sus calles y sus monumentos en Cinecittà en lugar de filmarlos in situ, alguien que en un momento dado prefirió reconstruir el mar en papel y poder dominarlo como un demiurgo que maneja su propia creación a filmarlo.

 

 

Es por ello que, a pesar de tratarse de una obra tan aparentemente distinta dentro de la filmografía felliniana, y por ello ser una de sus grandes desconocidas, Il bidone apunta hacia la dirección que va a seguir el cineasta sobre todo a partir del éxito de La dolce vita (Idem, 1960), cuando Fellini toma definitiva consciencia de que la realidad no es suficiente y de que la naturaleza representativa del cine debe crear otra realidad que la trascienda. Il bidone contiene el germen, la esencia pura, del cine de Fellini porque nos habla de los mecanismos de representación y porque en los engranajes que ejecutan esos mecanismos se encuentra la capacidad para hacernos creer lo que en realidad no es, que Broderick Crawford estaba realizando una actuación memorable –como así es.- Los espectadores con Fellini siempre somos víctimas de una estafa. Por algo ya nos avisaba cuando decía: “soy mentiroso, pero sincero”.

 


[1] Así se llamaba uno de los estafadores en lo que se había inspirado Fellini para crear al protagonista y a partir del cual había redactado parte del guión de la película.

Salir de la versión móvil