
Quedan todavía por los estadios de Europa escuadras fieles a un estilo que honran a esa Academía platónica del fútbol moderno. Equipos donde todavía se prima el talento, se agradece la juventud y se impone una categoría superior de competencia por encima de las componendas resultadistas. Y no nos referimos al ejemplo tan manido de Guardiola y el Barça sino a otro que viene constituyendo un milagro en equilibrio durante los tres últimos lustros: el Arsenal de Arsène Wenger, los «cañoneros» del Dr. Wenger.
Acostumbro a ver cada fin de semana resúmenes y varios partidos, incluidos los devaluados «apertura» argentino y el «brasileirao», pero no suelo perderme nunca lo que han hecho los aplicados discípulos del maestro alsaciano. Ganen o pierdan -el Arsenal al fin y al cabo no es un favorito para la Premier como pueden serlo el Arsenal o el United- da gusto ver el desempeño sinfónico que cada semana acometen los jóvenes cachorros jugando un fútbol de tiralíneas, con un magnífico trato de balón y un ejemplar, casi único, estudio de las limitaciones y riquezas de cada jugador que salta al terreno de juego. Que Wenger mejora a cada futbolista es apreciado por todos los expertos, pero que mantenga en la élite a un equipo de «primaveras» sigue siendo un caso digno de análisis.
Cuando Thierry Henry, el jugador franquicia durante más de siete temporadas, abandonó a los gunners por el Barca coincidiendo con el cambio de estadio del añorado Highbury al Emirates de Holloway, cuando la propiedad del orgulloso equipo de Londres pasó a manos de los jeques árabes, muchos de los veintisiete millones de fans repartidos por el mundo (entre los cuales el impagable Nick Hornby de «Fiebre en las gradas») pensaron que era el fin de una dinastía. No fue así. El maestro alsaciano ha logrado volver a armar una escuadra cartesiana jugando a los pies de un pequeño robot llamado Cesc Fábregas al que siguen en talento un elenco de pequeños ejecutantes llamados Nasri, Walcott, Rosicky, Arshavin o Van Persie, un conjunto mozartiano donde la dulzura de su música no está reñida con una retaguardia francesa de pie fuerte y hábitos gladiadores, la formada por Sagna, Eboué, Diaby o el incombustible Gallas. Si a esto añadimos las incorporaciones del croata Eduardo y del brasileño Denilson, la orquesta no ofrece el cartel «galáctico» de los grandes de Europa pero sí una envidiable reunión de pequeños diablos en estado de gracia.
Ya digo que gusta ver el Arsenal y se gusta el Arsenal a sí mismo. Hubo equipos parecidos a lo largo de la historia reciente que no fueron precisamente ganadores pero que honraron las competiciones como el magnífico Deportivo de Arsenio, el Villareal de Pellegrini, o aquel excelente pero infortunado Olympique de Lyon de Houillier. Escuadras convencidas de que su fuerza radicaba en su estilo, en la armonía de sus líneas, en el reparto coral de sus componentes y no en esa fatídica revolución del fútbol moderno que, cada vez más, deja sólo a la suerte de los cracks el resultado final del lance.
No sé si Cesc Fábregas será el mismo cuando llegue al Barcelona. Su anunciado fichaje puede dejar de nuevo viudo al maestro Wenger y a la afición gunner, pero de momento es un espectáculo verle cada semana en esos campos de la Premier dirigiendo a sus compinches. Tampoco sabemos que pasará con el propio Arsène que cada temporada suena para uno de los grandes del continente, pero que cada año se niega a abandonar ese pequeño reinado indiscutible en el que es el príncipe valiente de un deporte que echa de menos a los valientes. Inglaterra y su sempiterna debilidad francesa siguen su luna de miel en el Arsenal.