Ese espectador de la injusticia que quiere quedarse al margen
alegará en su defensa que el mal es inevitable y, en primer lugar, a causa de
la maldad de la naturaleza humana.
Habría que remontarse entonces a la doctrina del pecado original y sus
consecuencias ineludibles: todo lo que hagamos estará contaminado a causa del
costoso incidente de la manzana. Hannah Arendt cuenta con ironía que, frente a
la realidad de los crímenes nazis y de su derrota, a los alemanes se les habían
ocurrido diversos trucos para eludir su responsabilidad. Y uno de ellos era
emitir un suspiro, “al que sigue la pregunta medio retórica medio melancólica:
‘¿Por qué la humanidad tiene siempre que hacer la guerra?’. El alemán corriente
no busca las causas de la última guerra en los actos del régimen nazi, sino en
los movimientos que provocaron la expulsión de Adán y Eva del Paraíso”. En
general, y aun inconscientes de su trasfondo teológico, nos servimos de ese
subterfugio cada vez que nos lamentamos de que la naturaleza humana es lo que
es, y que no hay nada que hacer frente a su egoísmo, vileza o crueldad.
Unas sociedades más descreídas, como las
nuestras, prefieren parapetarse en la necesidad histórica. Dentro de la desgracia, siempre es gratificante
saber que el mal colectivo que experimentamos está predeterminado. Ese mal
viene de unos acontecimientos anteriores imprevisibles (cuando no
hegelianamente providenciales), de unas variables que se hallan fuera de
nuestro control. La teodicea deja paso franco a la historiodicea, una justificación del mal necesario en la historia.
Eso nos deja libres de toda responsabilidad y, más aún, nos exime del análisis
que podría correspondernos acerca de nuestro papel activo o pasivo en el daño
causado. Esa falsa conciencia de la necesidad del mal, cuando no cumple la
función de colaborar con el daño, al menos disuade de combatirlo. Y es que los
males ajenos se soportan entonces mucho mejor. Hasta nos prohíben intervenir
para dulcificarlos o remediarlos, no sea que se quiebre la marcha inexorable de
la historia. En 1953 Habermas ya había recriminado la tesis de Heidegger que
entendía la planificada barbarie nazi como un destino.
La
proclamación del carácter imperioso del mal, naturalmente, funciona como un
pretexto para cruzarse de brazos y hasta en ocasiones como un pretexto
optimista. A fin de cuentas, o lo concebimos negativamente, y entonces carece
de sentido resistirse al mal; o lo tomamos positivamente, y entonces, como todo
está prefijado, no conviene hacer nada. He
ahí una máscara de la mala conciencia o de la propia cobardía. Necesitamos
creer que no hay respuesta posible porque no estamos dispuestos a buscarla ni a
correr el riesgo de descubrirla y que nos fuerce a ponerla en práctica. Y, para
ello, la condición necesaria es que en este punto los demás piensen y actúen
como nosotros; en cuanto otros dudaran o pasaran a la acción, nuestra poquedad
quedaría delatada. Para mitigar su conciencia culpable, los cómplices siempre
esperan que haya muchos más cómplices. En caso contrario, reaccionan con
resentimiento frente a quien pone en evidencia su cobardía. La mera presencia
de quien no se conformó ante la ignominia o el abuso delata al conformista y le
incita contra ese resistente.
La
experiencia nos depara diversas modalidades de acogerse a esta pregonada
fatalidad histórica. Hay una forma acostumbrada y hasta en apariencia “digna”
de resignarse a ella y ceder el testigo a la juventud o, lo que es lo mismo, de
renunciar al presente en favor de un futuro mejor. No se dice en qué se funda la
impotencia que se asigna al momento actual, pero el veredicto apela al
“desprendimiento” hacia las nuevas generaciones, a las que hay que dar la
oportunidad o a las que se atribuye unas fuerzas que el maduro dice haber
perdido. Existe otra manera de someterse a lo presuntamente necesario que
parece a un tiempo la más ridícula e indefendible. Pensemos en esa excusa
propia del pseudoteórico social según la cual no debe intervenir en los
conflictos sociopolíticos por no interferir en su desarrollo y sentido definitivo.
Se diría que el científico social, libre de valores, ostenta el privilegio de
abstenerse con exquisita conciencia de tomar partido ante la realidad.
Chesterton seguramente lo habría bautizado como “el respeto cobarde de los
hechos”.
No es difícil desvelar las trampas ocultas bajo
esa presunta necesidad histórica que nos guarda de todo compromiso. Pues lo
cierto es que no rige necesidad alguna en la historia, que ésta no se muestra
al sujeto como si estuviera marcada y prefijada. Son nuestra actitud y nuestra
acción o inacción en cada momento las que, siendo más o menos probable el paso
ulterior deseado, lo hacen por fin posible o imposible. En esta materia
cualquier juicio de hecho transporta ya un juicio de valor. A propósito de la
respectiva conducta de los colaboracionistas y de los miembros de la
Resistencia durante la ocupación alemana de Francia en 1940, escribe
Merleau-Ponty: “Lo que se quiere significar cuando se condena como criminal la
elección de los colaboracionistas, es que en la historia ninguna situación de
hecho aparece como absolutamente necesaria (…), que en historia no hay
neutralidad ni objetividad absoluta, que el juicio aparentemente inocente que
comprueba lo posible en realidad dibuja lo posible, (…) que el dejar hacer es
un hacer…».
De
este modo el pecado de aquellos colaboracionistas fue no haber confiado lo
bastante en las posibilidades contenidas en su presente, lo mismo que la virtud
de los resistentes fue haber creído en la probabilidad de eso que asomaba como
posible en medio de la catástrofe y la convicción con que se entregaron a ella. Sin estar prefijada, los resistentes hicieron
posible la victoria sencillamente porque creyeron en ella y se pusieron a la
tarea de alcanzarla. La lección que aprender es que resulta muy difícil conocer
de antemano si uno está en la posición correcta o incorrecta. Lo más frecuente
es que las elecciones hayan de hacerse mientras la historia está
desarrollándose y con expectativas ambiguas. Pero nuestra responsabilidad es
escoger cómo ser y hacer antes de que baje el telón y se haya representado la
última escena. Esperar a que el triunfo sea seguro puede ser provechoso, pero
moralmente contiene escaso valor.