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El malo


 

Alfredo Bryce Echenique firmándome La última mudanza de Felipe Carrillo después de un seminario sobre la novela latinoamericana (UPC, Lima, 1999)

Para Julia

 

Trato de imaginar un hecho real. Tratar es lo más que puedo, puesto que soy el único testigo. O sospecho que lo soy. Es posible que alguien me haya visto pero yo creo recordar que lo que hice fue un hecho solitario. Que nadie me vió.

Así lo imagino: soy un joven de 15 años, a pocos meses de cumplir 16. Es 1988 y el Perú está en uno de los períodos más bárbaros de su historia. Los periódicos anuncian el terror: asesinatos y bombas. Además hay una crisis económica de proporciones apocalípticas.

Sin embargo para esta historia eso importa poco: soy yo, en una habitación, echado en una cama tal vez, con un libro cuyas páginas se deshilachan del lomo conforme avanzo con la historia.

La portada es una fotografia. Es la puerta de entrada a un country club que yo no conozco. Mi vida ha sucedido hasta entonces en los solares sin mucha historia del barrio en el que vivo. Un barrio nuevo, cerca de los cerros, fundado en los 1970s. El lugar de la foto es San Isidro, el libro lo dice una y otra vez: Country Club de San Isidro, como invocando un momento mágico. El libro se llama Un mundo para Julius.

Ese año descubrí otros libros. Leí El Sexto de Arguedas. De amor y de sombra de Allende. Redoble por Rancas de Scorza. Todos ellos, de algún modo, me iniciaron en la fascinación por la novela latinoamericana.

Era un buen lector. Me quemaba la vista leyendo bajo las lámparas, en la penumbra antes de la noche, bajo el pálido foco de la cocina. No sé por qué la novela de Bryce me tocó más que las otras.

O tal vez sí. Fue el humor. Ese humor desgarrado que acompaña los momentos más terribles: la muerte de Cinthia, la violación de Vilma. Hay un párrafo en que el chofer de Julius lo lleva hacia un vecindario pobre y Bryce describe a «la Lima que se fue y a la Lima que ya es hora de que se vaya». Me imagino a los 15 años descubriendo la experiencia de un autor que toma a su ciudad como personaje.

Alfredo Bryce Echenique decía la portada. Y ese era el autor que describía un mundo que era una Lima lejana y mágica: la viuda linda y el playboy que venía como de un cuento de hadas para arreglarlo todo. Y al mismo tiempo ahí estaba el racismo furioso del padrastro y alguno de los hijos, además de ese universo de sirvientes que yo, a pesar de mi clase media, conocía tan bien.

Es que a mi casa rodeada de calles aburridas también llegaron las Vilmas de Ayacucho. La mía se llamaba Julia y una noche nos contó cómo habían asesinado a su padre. Lo hicieron agacharse. Frente a su esposa y sus hijos, contra un peñasco, le cortaron la cabeza. Yo tenía 7 años, tal vez 8, cuando Julia me contó esa historia. Tuve pesadillas.

Julia también fue Vilma cuando yo y mi hermano le pedimos que nos enseñara las tetas. Nos pidió 50 soles, que era una moneda dorada, redonda, con cierto peso, que encontramos muy pronto en el resquicio de un cajón de ropa en el cuarto de mis padres. Ella tendría 16, nosotros 8, tal vez 9.

¿Qué habrás pensado, Julia? Estos niños curiosos ¿Cómo se habrían visto nuestros ojos desde los tuyos? Te abriste el mandil blanco (sí, las empleadas usaban mandil en casa) y salieron tus senos redondos, hermosos. Mi hermano se abalanzó a chuparlos. Tú te cerraste el mandil y te diste vuelta (¿avergonzada?) Yo me quedé estático, como si esa visión fuera un eclipse, como si el brillo del sol se hubiera quedado impreso en mi retina, para siempre.

Mi hermano (¿o también fui yo? el cómplice al menos) te preguntó cuántos nos cobrarías por verlo todo. Y tú primero dijiste que no y luego, ante nuestra insistencia, dijiste que 100 soles. Eso fue más difícil. 100 era una moneda plateada, un poco más grande y más pesada. Rebuscamos, volteamos la casa, nos demoramos mucho. Recuerdo haber encontrado al fin dos monedas de 50 y habernos plantado frente a ti para que cumplieras tu parte del trato. No (¿avergonzada?) Me imagino ese momento, como el de un duelo. No había nadie más en la cocina de esa casa. Eras tú y nosotros, a cierta distancia. No (Ya no fastidien niños, tal vez) Insistimos. Mi hermano dijo que si tú le enseñabas eso él te enseñaba lo suyo (¿Así fue?)

Sé que fuimos a la calle y lo contamos porque mis amigos de la esquina se aparecieron unas semanas después en la puerta. Traían el dinero. Dile a tu empleada que nos enseñe las tetas, dijeron. Cerramos la puerta gritando que Julia era nuestra empleada (¿culpa?¿Es eso lo que siento ahora?).

Y después de Julia, con la que solo me queda una foto en que marchábamos frente a ella   –con nuestro uniforme verde de lobatos, la corbata roja y verde– vinieron otras. Y con ellas seguimos deslizándonos al borde de lo inapropiado, sexualmente, por mucho tiempo. ¿Cuánto supieron de aquello mis padres? ¿Era acaso normal en esa sociedad?

Tal vez por eso Un mundo para Julius me tocó tanto. Porque me explicó la culpa, o me hizo sentirla.

En esa sociedad yo era (¿soy?) el malo.

 

 

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