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El malo de la película

Toda sociedad necesita de su malvado. Voltaire dijo que si Dios no existiera, habría que inventarlo, pero yo creo que lo que hay que inventar, de no existir, es al diablo o, cuando menos, al malo de la película, porque sin malo la mayoría de las películas serían infumables. ¿Se imagina alguien por un momento un periódico o un telediario sin crímenes, sin guerras y sin ni siquiera una turba de republicanos afanada en acabar con la seguridad social o con la sanidad pública? Yo, desde luego, no puedo. El malo es el mejor tonificante para el sopor mañanero, mucho más que el café, la Coca-Cola o las anfetaminas.

 

Estos días hemos estado de enhorabuena con la liquidación del archimalo por excelencia, ese Osama Bin Laden que durante más de quince años puso en jaque al imperio americano y que, entre sus muchas fechorías, contaba, nada más y nada menos, con el derribo de las dos torres que simbolizaban -en su escueta y vertical arrogancia de acero y de vidrio- el esplendor financiero de Occidente. Yo viví el brutal atentado en el mismo Nueva York y todavía se me erizan los cabellos al recordar aquella mañana soleada de septiembre, atrapado en medio del tráfico durante horas, de camino a casa, entre el silencio solemne y la completa desorientación de todos. En días posteriores se supo quién era el siniestro personaje que estaba detrás del atentado y todos reaccionamos con esa mezcla de fascinación y de repugnancia que nos produce siempre el malvado cinematográfico, de Fu Manchú al Doctor Mabuse, de Fantômas al Dr. No.

 

Pues Bin Laden, mucho más que cualquier otro de los muchos malhechores que en el mundo han sido, interpretaba su papel de malo (o de “villano”, como se dice a veces en calco del inglés) a las mil maravillas. Tocado con su turbante y enfundado en sus blancas túnicas, con casi dos metros de estatura y sus barbas de chivo a lo Valle-Inclán, cumplía con todos los requisitos que pide el espectador occidental cuando quiere visualizar a un enemigo externo, sea rojo, negro o amarillo. Como Fu Manchú, Bin Laden tenía la presencia ominosa, la sonrisa sádica y un ejército de fanáticos secuaces dispuestos a obedecer ciegamente a su señor, aun a costa de sus propias vidas; y como el Dr. No, el antagonista de James Bond, Bin Laden vivía, al parecer, en el interior de una remota montaña de nombre tan exótico como Tora Bora. Completaba su enorme parecido con estos malvados de ficción, el hecho de que Bin Laden, lo mismo que ellos, tuviera como meta final acabar con la supremacía de Occidente.

 

La vida, se dice, imita al arte. Y así, la imagen de Bin Laden se agrandó en el imaginario colectivo cuando apareció un vídeo en el cual, relajado y sonriente, este genio del mal comentaba con sus lugartenientes los detalles del ataque y fue adquiriendo visos de leyenda con el paso de los meses, al ver que todos los esfuerzos para capturarlo resultaban en vano.

 

Ahora, casi diez años después, un comando especializado del ejército americano ha acabado por fin con su vida, en una redada que le arrebata, así de pronto, algo del aura misteriosa que le rodeaba, especialmente cuando se ha sabido que no vivía escondido en las entrañas de una montaña, ni rodeado de fieles “dacoits”, sino en una finca con su familia y bajo la protección, más o menos simulada, del gobierno pakistaní, en un exilio más propio de un sátrapa que de un gran señor del mal.

 

Con todo, no creo que este pequeño chasco aminore en lo más mínimo la leyenda de Bin Laden, ni vaya a empequeñecer a la larga al personaje, que de algún modo el mismo Bin Laden inventó (o, más bien, emuló) a partir de la tradición narrativa establecida por las novelas de kiosco y las películas de Hollywood durante todo el siglo XX.

 

Y así, al hilo de lo que aquí digo, esta misma noche veré en mi nuevo ipad 2 La máscara de Fu Manchú, con Boris Karloff y Mirna Loy.

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