Tengo una pregunta que a veces me tortura:
¿estoy loco yo o los locos son los demás?
Albert Einstein
“Estoy bien gracias a Alá, estoy bien gracias a Alá”, repite Omar Satut mientras recoge una colilla que hay en su cama. La mira fijamente y comienza a hablarle: “Quiero salir a la calle y luchar por mi país. Quiero luchar”. Da una calada y suelta una bocanada de humo imaginario. Omar lleva décadas recluido en un centro para enfermos mentales, la Guerra de los Seis Días le hizo perder la cabeza y aún cree que es un oficial que lucha contra los israelíes. Pero no es más que un anciano entrañable. Un paciente del manicomio Dar Al-Ajaza. No es raro verle desfilar por los pasillos vistiendo unos pantalones de camuflaje. Eso le hace feliz, tanto como hacer el saludo marcial. Mahmut Seyad, el celador del centro, y nuestro improvisado guía, cierra la puerta. El cristal separa ahora al mundo de los desvaríos.
El manicomio de Dar Al-Ajaza está en el viejo Alepo. Ocupa un imponente edificio de principios del siglo XX, cuenta con más de treinta habitaciones repartidas entre dos grandes patios centrales y está situado entre las líneas del ejército de Bashar al-Assad y de los rebeldes. Seyad trabaja en este sanatorio mental en el que no hay personal médico ni medicinas para atender a los enfermos. Lo único que puede hacer es encerrarlos en sus habitaciones hasta que se cansan de golpearse contra las paredes. “Hace meses que no reciben su medicación y cada día que pasa están peor. Muchos han perdido la cabeza y cuando tienen brotes violentos no podemos hacer nada para calmarlos”.
Walid Asiad es otro de los pacientes de Dar Al-Ajaza. Camina descalzo por el patio central del manicomio, de un extremo a otro. Chapotea sobre los charcos de agua que se forman en el suelo. No habla con nadie. No mira a nadie. Se pasa todo el día así. Cuando se cansa se tumba en su cama y duerme. Nadie sabe con certeza los años que lleva encerrado. Cerca de Asiad, Mátar se acurruca contra el quicio de una puerta. Sus dientes castañean por el frío. Es invierno y en este centro no hay calefacción ni estufas, solo unas mantas raídas y llenas de mugre que pasan de un interno a otro. “No hay luz, ni calefacción, ni agua corriente en los baños, y apenas tenemos comida para darles a los internos. En los últimos cuatro meses han muerto ocho personas, el último ayer por la mañana. Nosotros ya no podemos hacer nada más por ellos”, explica el celador.
En una de las plantas superiores del centro está Mustafá, uno de los internos más jóvenes. El muchacho, que padece síndrome de Down, fue abandonado por sus padres en Dar Al-Ajaza cuando era un bebé. No conoce más mundo que estas paredes y no tiene más familia que sus compañeros de manicomio. Mustafá comparte habitación y cama con Ahmad Bish. En este manicomio los pacientes tienen que dormir de dos en dos, en el mejor de los casos.
Pero los enfermos mentales no son los únicos que habitan el lugar: hay ancianos que están solos, personas con graves problemas físicos… “Es cómo un gran basurero donde tiramos lo que no nos gusta o nos resulta extraño. Lo mejor es encerrarlos y tirar la llave. Sin preocuparnos sin saber si llegarán vivos a mañana. El ser humano es cruel por naturaleza, pero mucho más con el diferente”, sentencia Seyad.
Tras cruzar unos arcos y llegar a un segundo patio el celador advierte: “Ahora viene la peor parte. Aquí tenemos a los que no pueden estar deambulando por el hospital”. Abre un pestillo que bloquea una doble puerta de cristal. Una vez dentro el hedor es nauseabundo. El olor a orín se mezcla con el de las heces y los vómitos. En una habitación de diez metros cuadrados viven dieciséis pacientes. Zakaria es uno de ellos. Gruñe y con uno de sus dedos escribe en la pared. “Está tratando de escribir su edad”, explica el celador. “Según dice tiene ochenta y cinco años, pero realmente no llega a los cincuenta años”. El hombre solo puede mover los brazos y el cuello, tiene el cuerpo lleno de llagas y es incapaz de articular una sola palabra.
De vuelta en el exterior, el sonido de las armas ligeras se escucha con nitidez, pero los pacientes permanecen tranquilos. Es normal. El centro ha sido alcanzado en más de una ocasión por las bombas de Al-Assad, prueba de ello son las grietas y agujeros que hay en las paredes, y el sonido de un disparo ya no les estremece. Con tal panorama, no resulta extraño que los trabajadores, incluido el director del manicomio, lleven semanas sin acudir a sus puestos de trabajo: les pudo el miedo a que un mortero entrara por el patio y los matase. “Si no fuera por la gente de este barrio hace tiempo que la mayoría de pacientes hubiesen muerto de hambre. Son los únicos que se acuerdan de ellos. Ni siquiera sus familiares. Antes de la guerra venían una vez por semana a ver cómo estaban y a traerles comida, pero desde que la zona se convirtió en uno de los frentes más beligerantes han dejado de visitarlos. No podemos trasladarlos a otros lugares porque es posible que cuando termine la guerra vengan a buscarlos o a preguntar por ellos”, relata el celador.
Dar Al-Ajaza es hoy el mejor sinónimo que hay en la Tierra para vertedero humano.
Este texto pertenece al volumen colectivo Siria. La primavera marchita, elaborado por Fabio Bucciarelli, Sergi Cabeza, Catalina Gómez, Laura J. Varo, JM López, Javier Manzano, Ivan M. García, David Meseguer, Antonio Pampliega, Cesare Quinto, Natalia Sancha y Pablo Tosco, y que se ha publicado gracias a una campaña de microfinanciación. Se puede adquirir en Libros.com.
Antonio Pampliega es periodista. Desde 2008 ha estado en las principales zonas de conflicto del mundo: Irak, Líbano, Pakistán, Afganistán, Haití y Siria. Colabora con AFP, AP, Público.es, El País y Tiempo de Hoy. En Twitter: @APampliega
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