Cuando cumplí cuarenta años, había un pensamiento que me perseguía. El pensamiento tenía dos formulaciones. La primera decía: «Las apariencias NO engañan». La segunda, «Las cosas SON lo que parecen.» Este fue, pues, mi mantra de los cuarenta años.
Cuando vemos a un hombre y da la impresión de que bebe, no le den más vueltas, bebe. Cuando una pareja parece que no se lleva bien, entonces no se lleva bien. Si alguien parece que odia a otro, no te quepa duda de que le odia de veras.
El mundo, pensaba yo, es tan simple, tan obvio, que nos pasamos la vida buscando un misterio que no existe. Nos rebelamos, nos damos de cabeza contra el muro, luchamos contra lo obvio y lo inevitable. Pero el mundo no es ningún misterio, y todo lo que sucede en él se muestra gentilmente en toda su extensión a nuestros ojos. Esa mujer no te quiere y jamás te querrá. Ese trabajo te está matando pero jamás te atreverás a dejarlo. Ese momento en que comenzarás a dedicarte a lo que de verdad te gusta, nunca llegará.
Este era el mantra de mis cuarenta años.
Pero luego sucedió algo. Cumplí cincuenta años. Y entonces el mantra de mis cuarenta años se desvaneció, y apareció el mantra de mis cincuenta años.
Pensé yo que todo eso de que todo en la vida es obvio es una tremenda tontería. Pensé que no era eso lo que me iba enseñando el paso de los años. Sino más bien lo contrario. Pensé que cuanto más vivía, más inexplicable y misterioso me resultaba todo. Pensé que en la vida todo, hasta las cosas más insignificantes, son un misterio inexplicable. Y así fue como apareció el mantra de mis cincuenta años. Sólo tiene una formulación, que es la siguiente: «Todo es un misterio inexplicable.»
Que todo sea un misterio y que este misterio sea inexplicable resulta tranquilizador.
Ignoro si el resto de los mortales tienen experiencias parecidas. Lo que suelo pensar en estos casos es que, dado que yo soy una persona y no una rana o un cuervo, seguramente otras personas habrán sentido cosas similares a las que yo siento. Pero eso no es importante. En realidad, todo es un misterio inexplicable, y los misterios (sobre todo los inexplicables) hay que dejarlos en el misterio. Y seguir adelante.
Un hombre de cuarenta años (y pico) es un joven muy viejo. Pero un hombre de cincuenta años es un viejo muy joven. Quizá sea esto lo que explique que los cuarenta y los cincuenta, al menos los míos, tengan mantras tan diferentes.