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El mapa de Flandes

 

Salvador Dalí –que consideraba que Miguel Ángel, con su Juicio Final, no es más extraordinario que Johannes Vermeer– estaba fascinado con una reproducción de La encajera que colgaba en el despacho de su padre y no paró hasta conseguir un permiso del Louvre para copiarlo. Consagró al pintor holandés varias obras y experiencias artísticas, entre ellas Peintre paranoïaque-critique de la Dentellière de Vermeer (1955). “Observaba con la mayor atención ese cuadro turbador que tiene por centro excitante una aguja que nadie ve y que ni siquiera está pintada, sino sugerida”, declaró en Confesiones inconfesables (Bruguera, 1975).

 

Blas Matamoro apuntó que no son los artistas sino los escritores los que hablan de Vermeer en À la recherche du temps perdu: Bergotte, Swam y el propio narrador. “Swam empieza su estudio sobre Vermeer, lo abandona, lo retoma, nunca parece darle fin”; Bergotte se queda absorto ante un minúsculo detalle de Vista de Delft: “Así habría yo debido escribir (…) superponer diversas capas de color, volver mis frases, preciosas en sí mismas, como ese pedacito de pared amarilla”; para Proust, la panorámica de Delft, la ciudad natal del pintor, era “el más bello cuadro del mundo”.

 

En casa de mi abuela había dos reproducciones de Vermeer, Lectora en azul y Mujer con una jarra de agua, y yo las escrutaba con tal deleite que reconozco el paisaje de mi infancia en sus detalles mucho más que entre aquellas paredes o en las fotografías. Con poco más de una treintena de obras [pueden repasarse y ver ampliadas aquí] de indiscutible atribución y escasa biografía, Johannes Vermeer escapa de los exégetas y de las escuelas, incluso de las leyes del mercado, ya que sus lienzos están asentados en los museos y no salen a subasta. No fue un artista atormentado ni un inquieto visionario sino un padre de familia numerosa acuciado por las deudas que pintaba exclusivamente por encargo y se convirtió al catolicismo para vivir a costa de su suegra.

 

Al igual que Swam, he perseguido estos cuadros por ciudades de medio mundo a la búsqueda del interior que me enseñó a reconocer la dulzura de mi abuela y donde habita hace ya cerca de cuarenta años. De todo este universo conmovedor, no puedo olvidar los mapas, al fondo, sujetos por barras de forja rematadas por una bola y una punta, con perfiles de territorios, cartelas barrocas y la rugosidad del pergamino. El geógrafo (hacia 1668-1669)  y El astrónomo (1669) muestran a un hombre –probablemente es el mismo– concentrado en su trabajo y con toda la parafernalia del nuevo y pujante oficio. Los mapas de Vermeer representan “el orgullo popular ante la unidad política y geográfica y las florecientes expediciones por todo el mundo de la recién independizada República”, afirma Jerry Brotton en Historia del Mundo en 12 mapas (Debate, 2014).

 

Desde finales del siglo XVI, las expediciones holandesas habían logrado establecer un próspero comercio de especias con las indias –especialmente Indonesia– evitando a los portugueses gracias a las cartas náuticas y “rutas secretas” con las que contaban y a pesar del acoso de los piratas. En 1602 nace la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales (VOC) para liderar el monopolio del comercio asiático, toda una potencia económica anterior al reconocimiento político, que no llegaría hasta mediados de siglo con la Paz de Westfalia. La VOC –con poder para declarar la guerra, establecer tratados y acuñar moneda– ofrecía un atractivo reparto de dividendos de una media del 20% sobre la inversión inicial del accionista e inauguró esa ‘Europa de los mercaderes’ que sigue marcando el rumbo y sufrimos los viejos imperios del sur y las todavía más antiguas civilizaciones clásicas.

 

Para afianzar y multiplicar el negocio, los holandeses necesitaban mapas, que ya no eran privilegio de los monarcas españoles y portugueses, custodiados en ocultas cancillerías. No había seres monstruosos en los límites sino perfiles definidos que eran  identificados como lugares de explotación financiera. Las emisiones de títulos pasaron de los 6,4 millones de florines iniciales a más de 40 millones en 1660 y la boyante clase burguesa gustaba de exhibir en su casa los mapas de su territorio y de las colonias conquistadas, que se contemplaban, con razón, como algo propio. Vermeer lo recoge con sutil detalle y en nueve de sus treinta y pocas obras aparecen mapas murales, globos terráqueos y otros “objetos de marear”. Las radiografías han demostrado que en la primera versión de La muchacha del collar de perlas también había un mapa de ‘Las 17 Provincias’ que el pintor, probablemente para resaltar esa hipnótica mezcla del blanco, el negro y el ocre, finalmente rechazó. El arte de la pintura (1673) está sin embargo presidido por un gran mapa de Flandes publicado a mediados del siglo XVI por Claes Janszoon Visscher.

 

Uno de los primeros proveedores de la VOC fue Jodocus Hondius, formado en Inglaterra y divulgador de los viajes de Francis Drake. Instalado definitivamente en Amsterdam, confeccionó algunos de los primeros mapas del Nuevo Mundo y esferas celestes y terrestres. Suyo es el globo terrestre que figura en dos obras de Vermeer: El astrónomo y Alegoría de la fe (1669-1670); el celeste de El geógrafo, mientras que en Mujer con laúd (1664) distinguimos uno de sus mapas de Europa. Hondius gastó una considerable suma en hacerse con las planchas de cobre del revolucionario Atlas de Mercator, que había colocado al mundo en un mapa con su proyección cartográfica. En una subasta celebrada en Leiden en 1604, Hondius adquirió las planchas a los herederos y dos años después publicó una versión revisada y actualizada. El conocido como Atlas Mercator-Hondius constaba de 143 mapas, 36 de los cuales eran de nueva confección, aunque adquiridos a otros comerciantes y de calidad variable –rompían la armonía del original–, pero el editor consiguió el extraordinario éxito de ventas que trasmite Vermeer y en sólo seis años, hasta su muerte, sacó al mercado siete ediciones en diferentes idiomas. Incluyó un grabado en el que se le veía junto a Mercator –muerto hacía veinte años– trabajando en sendos globos terráqueos, sin olvidar una dedicatoria a los Estados Generales de las Provincias Unidas.

 

En 1612, Jodocus Hondius falleció y el próspero negocio pasó a sus hijos, Jodocus Hondius el Joven y Henricus Hondius. En torno a 1620 los hermanos discutieron y se separaron. El joven Jodocus siguió trabajando en un atlas con nuevos territorios y Henricus se asoció con su cuñado, el editor Johannes Janssonius. La cartografía de la época estaba en sus manos ya que nadie era capaz de competir con semejante acopio de imágenes del mundo, pero las disputas familiares impedían poner a la venta nuevas obras. Jodocus murió repentinamente en 1629 con sólo 36 años y allí estaba, esperando su oportunidad, un auténtico tiburón de los negocios llamado a convertirse en una de las grandes figuras de la historia de la cartografía.

 

Joan Blaeu formaba parte también de un linaje de cartógrafos. A su padree, Willem Janszoon Blaeu –nacido en el seno de una familia de comerciantes en Uitgeest, cerca de Amsterdam–, la ambición y la curiosidad le llevaron a trabajar con Tycho Brahe en su mítica isla de Hven, desde donde el astrónomo danés observaba y describía el firmamento. A comienzos del siglo XVII, Willem Blaeu, firme partidario de las teorías heliocéntricas de Johannes Keppler, estaba de nuevo en Amsterdam construyendo objetos científicos. Abrió imprenta y publicó con éxito Luz de navegación (1608), que ofrecía a las expediciones holandeses datos más precisos para sus viajes, multiplicados gracias a la tregua de doce años firmada con España en 1609. Hombre dotado tanto para la ciencia como para los negocios, participó de lleno en el comercio de los mapas. En la escena Militar y muchacha riendo (1658) Vermeer representa un mapa muy detallado publicado por Willem Blaeu y realizado por Balthasar Floriszoon van Berckenrode en 1620, la misma imagen de ‘Las 17 Provincias’ que reconocemos en Lectora en azul (1662-1664) y que puede atisbarse, a la izquierda, en La carta (hacia 1670), aunque para verlo conviene observar el original en el Rijksmuseum de Amsterdam.

 

Joan Blaeu entró en el negocio familiar con un hábil golpe de mano y adquirió –se desconoce cómo– cuarenta mapas calcográficos de la herencia de Jodicus Hondius el Joven. Un duro golpe para Henrius Hondius y su cuñado Johannes Janssonius. Los conflictos comerciales con este último se remontaban a comienzos de siglo, cuando los Blaeu habían denunciado a Janssonius por copiar uno de sus mapas. Y no sólo eso, en 1620 Janssonius había publicado Luz de navegación con otras planchas, que firmaba un cuñado de Jodocus Hondius el Viejo. Toda una trama de traiciones y rivalidades familiares a la altura de cualquier teleserie de nuestros días. Las autoridades de Holanda y Frisia no quisieron o pudieron poner freno a esta guerra comercial que se prolongó durante más de treinta años y gracias a la cual se editarían algunos de los mejores mapas de la historia.

 

Blaeu actuó con rapidez y en 1630, un año después de la muerte de Jodocus Hondius el Joven, publicó una nueva colección de mapas que los cada vez más acaudalados burgueses ansiaban comprar. Hondius y Janssonius pusieron el grito en el cielo, ya que de los sesenta mapas que componían el atlas, nada menos que 37 provenían del hermano fallecido, cuyo nombre fue borrado y reemplazado por el sello de los Blaeu. El mismo año publicaron precipitadamente un apéndice del Atlas Mercator-Hondius en el que acusaban a su rival de aprovecharse de la labor ajena, aunque la crítica podía aplicarse a su propia obra, que había trastocado la armonía del trabajo de Mercator.

 

El mercado, mientras tanto, demandaba nuevas obras con los últimos territorios descubiertos. Blaeu sacó una vez más ventaja cuando en 1632 consiguió el puesto de cartógrafo oficial de la VOC, lo que le daba acceso a los cuadernos de bitácora de todos los pilotos que viajaban a las colonias orientales. El sueldo era modesto, pero la información, privilegiada, y le otorgaba una posición de dominio sin precedentes que le permitía detallar regiones comercialmente sensibles como China, Japón o Persia. En 1635 publicó un nuevo atlas con dos centenares de mapas, la cuarta parte de los cuales eran de nueva creación. Blaeu prometía a sus clientes “describir el mundo entero”.

 

Janssonius, que se deshizo de su socio, no se arredró y redobló los esfuerzos para modernizar su Novus Atlas, al que añadió, ya que no podía derrotar a su enemigo en la tierra, una descripción del cielo. Cercano ya a los sesenta años, Blaeu se dispuso a eclipsar a su competidor de una vez por todas y puso en marcha un proyecto megalómano, su Atlas maior, para lo que no dudó en vender sus negocios e invertir todo su patrimonio. Nunca se había impreso nada parecido: 11 volúmenes, más de 4.000 páginas y cerca de 600 mapas; versiones en latín, francés, neerlandés, español y alemán. Durante seis años, de 1659 a 1665, se tiraron más de 1.500 ejemplares, con cerca de cinco millones y medio de páginas y un millón de impresiones calcográficas. Muchos atlas estaban coloreados a mano y personalizados, y empleó trabajadores a destajo. Sin colorear, el Atlas maior costaba 350 florines y en color, 450, el sueldo anual de un artesano del siglo XVII.

 

En 1648, la Paz de Westfalia había puesto fin a una guerra de ochenta años entre España y los Países Bajos dando paso al nuevo orden europeo. En julio de 1655 se inauguró solemnemente la sede del Ayuntamiento de Amsterdam, un magno proyecto arquitectónico con el que se anunciaba el surgimiento de un nuevo centro de poder político y comercial. La Sala del Pueblo era una inmensa estancia sin columnas de 46 metros de largo, 19 de ancho y 28 de altura. Estaba abierta a todo el mundo y no tenía en sus paredes tapices o pinturas. En el suelo de mármol pulido destacaban tres enormes globos hemisféricos extraídos de la obra de Joan Blaeu –su triunfo definitivo– que otorgaban al visitante la agradable sensación de tener el mundo a sus pies. Es en esta época cuando Johannes Vermeer pinta sus cuadros.

 

 

Lectora en azul, con un mapa de publicado por Willem Blaeu y realizado por Balthasar Floriszoon van Berckenrode en 1620.

Mujer con una jarra de agua, con un mapa de ‘Las 17 provincias’ publicado a principios del siglo XVII por el cartógrafo Huyck Allart.

Militar y muchacha riendo, con el mismo mapa de Blaeu que Lectora en azul.

El astrónomo, con un globo terrestre de Hondius.

El arte de la pintura, con un mapa de Flandes de Claes Janszoon Visscher.

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