La ciudad está llena de callejones. Es un misterio. Lo es cada fachada. Cada antigua casa de piedra, habitada o abandonada. Cada rascacielos, con sus ranuras, sus buzones indescifrables, el ámbar que se enciende al atardecer en la colmena, cuando las abejas mecánicas obedientes encienden sus aparatos para darse calor, sin saber que las pantallas enfrían el mundo, congelan el corazón.
Esto es lo que pensé. Si algún día fuera director de Faro de Vigo encargaría a un redactor y a un dibujante y a un fotógrafo que hicieran una gran cata en la estratigrafía de la ciudad. Elegir una vivienda (le tenía echado el ojo a una en una de las curvas de la Avenida Atlántida, piedra vieja, de canteros avezados, con escolta de plátanos mal podados, persianas echadas y envejeciendo hacía más de un lustro, pero la demolieron antes de poder indagar, de buscar supervivientes, antiguos inquilinos), persuadir a sus propietarios para que compartan su biografía, los fantasmas familiares, los pequeños tesoros de la memoria, un cuadro, un álbum fotográfico, una caracola, un sextante, un cuaderno con manchas de tinta china, una carta de Cuba, un disco dedicado… Y así empezar a dibujar, casa por casa, un planisferio secreto de esta ciudad de la que no sabemos nada. Apariencias. Como la nuestra mientras nos acicalamos para desmentir que somos futuros cadáveres, maniquíes con fecha de caducidad.
Y así trazar un mapa íntimo, a escala. Topografía de la intimidad.
El verano estaba todavía ahí fuera. Un gran animal intacto, o al menos no herido de muerte, con lecturas, playas, tardes, sombra, conversaciones, y sobre todo horas, tiempo para ir dilapidando con mesura. El impulso del mar era genuino.
Entonces llegó el aviso: Ramón Trigo había terminado su mural en uno de esos callejones que quieren dar al mar, pero en realidad dan a nuestra mala conciencia. El ayuntamiento, que es una máquina de hacer que se hace, como todos los organismos públicos en los que delegamos nuestra necesidad, nuestra pereza, nuestras ambiciones políticas, nuestras frustraciones, le cedió un espacio imposible para que lo convirtiera en un pedazo de ese mar que la ciudad parece haber dejado de ver aunque se le llene la boca con él, sus frutos, su hermosura, su riqueza. Los peces rentables. Las mareas rentables. Los mariscos rentables. Las autopistas rentables.
Hay paredes muertas, medianeras feas, que el ayuntamiento, como todo despotismo ilustrado que sabe disimular cada vez mejor, cede a los artistas para que se expresen y con ellos a los vecinos que pagan y callan, o pagan y gritan, o ni pagan, ni callan, ni gritan.
Mi impresión, cuando fui niño aquí, y cuando fui adolescente aquí, es que la ciudad quería vallar el mar, ocultarlo con clubs privados, tinglados, lonjas, muelles, prohibiciones de asomarse al vestigio de océano que a fin de cuentas es una ría. Mar domesticado, abrigo de tormentas. Primero condenaron las playas, porque el progreso las necesitaba para levantar pantalanes, peiraos, zonas de atraque, astilleros. Después fabricaron argumentos incontestables. Como que el ocio ha de alejarse de la vida. Y la filosofía. Y la alegría. Y buscaron dioses: el pensamiento mágico que nos quiere dar consuelo ante la muerte que nadie consigue descifrar.
¿Qué es lo que piensa el mar? ¿Todo lo que está ahí, lo que existe ante los ojos ávidos y las manos codiciosas de los hombres, es para obtener beneficio, para sacar partido, para sufragar nuestra expulsión de un paraíso que no es más que una gran leyenda fundacional de la especie?
Vuelvo a entonces. A cuando ya costaba ver el mar. Para ver el mar había que burlar a los vigilantes, o subirse al Castro, o irse a Alcabre, y más allá. Por eso me gustó tanto el Sireno de Leiro cuando lo alzaron sobre sus dos altísimas columnas: para que pudiera sobrevivir a la falta de mar, a la ausencia de un mar que hizo de Vigo lo que hoy es, o ya no es. ¿Qué es en realidad una ciudad en la que se van sedimentando necesidades, ambiciones, miedo, utilidades mutuas, servicios, obligaciones? ¿Cuándo se convirtió en un mecanismo que ya no parece capaz de controlar nadie?
El mural de Ramón Trigo, un callejón sin nombre entre Conde de Torrecedeira y Marqués de Valterra, a un tiro de piedra del Berbés y sus ensanches, es la constatación de una ausencia, de un mar del que renegamos aunque cuando niños lo soñábamos y ahora añoramos. Por esa rampa se baja a la infancia. Por esas escaleras se desciende al infierno de lo real. Por ese callejón se conecta lo que fuimos con lo que ya no somos. Ni balleneros, ni marineros, ni buzos. Una tormenta quieta, que nos va consumiendo como la falta de sentido de lo que hacemos. Este mundo.
Los dadaístas pensaron que Dadá era como el jabón que le quitaba la mugre al lenguaje. Los dibujos de Ramón Trigo, en una pared casi tan íntima como un cuaderno a cielo abierto, le quitan la mugre a las grúas, a la desolación. A nuestro cansancio, y a nuestro miedo. A nuestra apatía.
La necesidad de respirar es sobre todo la necesidad de olvidar. La conciencia de la respiración nos angustiaría. Nos impediría olvidarnos. Olvidamos de que somos mortales. Olvidamos de que tenemos una cita indeseable. Olvidamos de que para vivir hay que respirar.
¿Y el mar? No somos ni pequeños ni grandes cetáceos. Pero nos alimentamos de azules.
¿Qué hacer? Seguir al menos haciéndonos la pregunta, mientras la lluvia nos perfora los tímpanos, nos mece el ánimo, convierte el viernes en una estación. Y que no sea término. Como es la de Vigo. Porque siempre podemos dejar el mar atrás. Traicionarlo.
Tal vez ha llegado el tiempo de volver. ¿Y si esa rampa fuera en realidad un aleph?
Fotos del mural de Ramón Trigo: Eduardo Armada