The cure for anything is salt water. Sweat, tears, or the sea»
Isak Dinesen
Una tarde creí ver el mar en Madrid. Era junio y yo deambulaba cerca de un castillo donde mi guía decía que vivía el rey. Al lado se veía una gran cantidad de cielo y yo, ingenuo, mal acostumbrado al paisaje limeño, le dije: «Ahí tiene que estar el mar. Ahí debería de estar el mar». Aquella noche, en una disco cerca de Lavapiés, discutimos aquella sensación. «Jamás podría vivir en una ciudad lejos del mar», me dijo ella. Y coincidimos, tal vez tercermundistamente, que incluso en los días más ajetreados de nuestra experiencia limeña, saber que el océano estaba a un paso, así solo fuera para observarlo, hacía más llevaderas nuestras vidas.
Nueva York está rodeada por el mar. Sus residentes han conservado espacios que aprovechan la cercanía de la metrópolis al agua. Es cierto que la mayoría de postales representan a Newyópolis en complicidad con el Hudson –ese río de proporciones amazónicas que sube y baja desde la zona montañosa de los Adirondacks–; pero el agua del Atlántico alimenta a este río que los primeros exploradores españoles bautizaron alguna vez como San Antonio. Además, las playas de los neoyorquinos no son dulces.
Mis primeros veranos, cuando dependía de los vehículos de parientes, la experiencia playera consistía en expediciones de muchas horas hacia Long Island, en las afueras de la metrópoli. Allí están las arenas más visitadas: Jones Beach y Long Beach, cuya popularidad transforma al tráfico del fin de semana en un infierno. La cerveza debe ser consumida a escondidas, y la comida debe ser protegida de unas gaviotas gordas como puercos que deambulan alrededor de los cientos de tachos de basura colocados cada veinte pasos sobre la arena. Sin embargo, al conocer mejor las rutas del tren subterráneo, mi oferta playera se amplió: cuatro de los cinco barrios que conforman Nueva York tienen arenas que moja el Atlántico.
La más conocida es Coney Island, en la punta sur de Brooklyn. Antes de la invención del automóvil, este era el único destino veraniego de los neoyorquinos. Aún quedan vestigios de su vieja gloria. El viento y las llamas se llevaron a los lujosos y colosales hoteles a la medida de las ambiciones del país; pero aún están allí tres de sus principales atracciones, que reciben cada verano a la sudorosa marea de visitantes: los juegos mecánicos –incluyendo al Cyclone, la primera montaña rusa–; el maravilloso Acuario de Brooklyn, y el restaurante donde los americanos dicen haber reinventado el hot-dog: Nathan’s, que cada 4 de julio revive su fama cuando un grupo de trogloditas compiten para ver quien es capaz de embutirse más salchichas en la boca.
Muy cerca de Coney Island, a poco más de media hora de caminata, está mi playa favorita: Brighton Beach. Es el balneario tradicional de los inmigrantes rusos. Cuesta creer que estando tan cerca de Coney Island sea una playa tan distinta. Coney Island es ruidosa y muy juvenil. Brighton Beach es familiar. Lo que más abunda en Coney Island son jóvenes retozando en la arena. Allí el sexo es un elemento que vibra en el ambiente. Sobran las miradas lascivas. Brighton Beach, al menos en mi experiencia, es más calmada. Lo que abundan son familias: abuelas rusas muy gordas, padres de familia panzones, criaturas que saltan en el agua. En Brighton Beach podía leer un libro y escuchar el mar. En Coney Island era imposible alejarse lo suficiente de los muchachos con equipos de radio o gargantas a todo volumen. En invierno, ese paisaje es muy distinto. Ver la arena de Coney Island cubierta de nieve, con la sombra de sus parques de atracciones silenciosos, es todo un espectáculo.
Un verano me doblé el tobillo. Coincidió con la primera visita de mis padres a mi pequeño departamento en el Bronx. Les anuncié que visitaríamos una parte de la ciudad donde se reposara y no se tuviera que caminar (Ambos estuvieron de acuerdo. Sus anteriores visitas –al Nueva York turístico– estuvieron cargadas de subidas y bajadas por las escaleras del subway, y por caminatas de muchas horas entre calles y parques, no muy condescendientes con sus piernas sexagenarias). Además de Coney Island y Brighton Beach, llegamos en un bus hasta Orchard Beach, en el Bronx, una paradisíaca frontera con el mar, que la población hispana convierte cada fin de semana en una fiesta, llena de sabores tropicales, salsa y bachata. También fuimos en el tren, cruzando una bellísima zona de pantanos, hasta Far Rockaway Beach, en Queens. Es una playa de aguas turquesas, de arena blanca entre las que se puede ver a los cangrejos cavando hoyos. A esta playa hay que llegar de día, pues está muy cerca de barrios peligrosos. Se puede llegar sin cruzarlos, pero nosotros, novatos, tuvimos que caminar por una calle de casas abandonadas, sin puertas ni ventanas, con sus habitantes desarrapados, con la mirada rojiza y perdida, que nos observaban mientras deambulaban como zombis, bien abrigados en el calor del verano.
El barrio menos conocido es Staten Island. Los neoyorquinos recomiendan a los turistas subirse al ferry gratuito que conecta a ese barrio con Manhattan, solo para ver de cerca la Estatua de la Libertad. A llegar a Staten Island hay que bajarse del barco, darse una vuelta de un par de minutos por el terminal y tomar el ferry de regreso. Nunca había puesto los pies afuera del terminal, hasta que se nos ocurrió ir a South Beach, una preciosa playa de arenas rojizas, de apariencia muy familiar, con un malecón menos bullicioso que el de Jones Beach y con impresionantes vistas del puente Verrazano y la costa de Brooklyn.
A más de dos horas de la ciudad, queda una franja de playas que recién descubriría años más tarde gracias a la relación con la familia de mi esposa: los Hamptons. La surferísima Montauk y otra docena de pueblos ubicados en la punta de la Isla Larga (Long Island) fueron en algún momento el paraíso de pescadores y de balleneros. Durante el siglo XX se transformaron en lugares privilegiados para el veraneo de las familias más acomodadas de Nueva York. Allí se mudan en los meses de verano muchos artistas y millonarios (la familia de mi esposa, lamentablemente, no es ni lo uno ni lo otro). Alguna vez, aquí pasaron el verano Los Beatles. Paul McCartney aún mantiene una residencia frente al océano. Aquí se prometieron amor eterno los divorciados Alec Baldwin y Kim Basinger. Billy Joel le ha dedicado algunas canciones a esos territorios; y John Steinbeck se refugió al lado de esas playas para escribir algunas de sus novelas. Los Hamptons tiene un encanto que proviene de que los habitantes han sabido conservar su paisaje semi salvaje, protegiendo a las especies animales que aún se reproducen y caminan con libertad por la zona. No es dificíl tropezarse con una tortuga o una familia de pavos salvajes cruzando las pistas, ni que decir de los venados. Los pobladores también han conservado, con sacrificio y mucha lucha, una rica tradición granjera; y aún quedan extensos terrenos dedicados al maíz, papas, viñedos, entre otros cultivos. Los millonarios del verano, a quienes los habitantes locales detestan, pues encarecen los precios y malogran el tráfico; conviven y comparten con los lugareños estas magníficas playas con vista hacia el Atlántico.
Esta semana calurosa, mientras observaba una zona protegida (East Hampton ha decidido mover sus tradicionales juegos artificiales del 4 de julio al mes de octubre para que no perturben el período de incubación de una especie de aves en peligro de extinción); al lado del cual tomábamos el sol yo y otros bañistas, pensaba en esta cura psicológica que brinda el mar, y en esa famosa frase de Dinesen que he puesto como epígrafe.
Entonces recordé aquella ocasión en que creí encontrar al océano en Madrid. Lo siento por ustedes madrileños, no sé como pueden. A mí tampoco me gustaría vivir lejos de él.