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‘El marido de la peluquera’: los sueños de la niñez y el tiempo que no se recupera

“Mi padre siempre decía que la vida era muy sencilla. Que bastaba con desear con mucha fuerza algo, o a alguien, para obtenerlo. El fracaso no era más que la prueba de que el deseo no había sido suficientemente intenso. Ningún sueño es imposible…”, evoca Antoine, el personaje interpretado por Jean Rochefort en El marido de la peluquera, la atenta, amable y frágil película de Patrice Leconte. Mientras lo dice, sus palabras se intercalan con un recuerdo de la juventud; de cuando jugaba con sus amigos en la playa en la que veraneaba. Ya por aquel entonces, el joven Antoine tenía claro que su único sueño, su deseo, era el de casarse con una peluquera. No cejaría en su empeño hasta lograrlo. Hasta dar con la peluquera y mujer más adecuada, perfecta a sus ojos, divina, humana, que desempeñara ese trabajo, tan manual como artesano, íntimo, delicado, que implica lavar, masajear y cortar la caballera; que implica el tacto y el roce con las yemas y las manos, además de un acercamiento cuerpo a cuerpo tan sutil como el que experimenta Antoine con Madame Shaeffer, la que fuera su primera peluquera. La mujer cuya presencia conjugaba en equilibro lo sensorial y lo físico, lo terrenal y lo inefable, para un joven chico que empieza a desperezar sus sentidos y su conciencia, su deseo e impulso irrefrenable; que empieza a fijarse en los detalles más nimios, pero no por ello insignificantes. Son los primeros pensamientos que le acercan a algo tan primitivo y animal como es el cuerpo a cuerpo traducido en sexo; la proximidad de unos senos robustos, desnudos y tersos. Esa fue su fascinación y, desde entonces, su aspiración y proyecto, que no era otro que llegar a poseerlos. Si no esos, al menos unos semejantes a los de Madame Shaeffer.

El sueño y deseo de Antoine es, a golpe de vista y sentimiento, sencillo. De hecho, podría considerarse como poco grandioso, o ambicioso, que dirían, quizá, esos mismos que aspiran al lujo y a lo ostentoso, al dinero, hablando en claro, olvidándose de que la vida va de aquello que carece de precio y gran valor monetario; eso que transfigura y traspasa, como puede ser –y es– un leve gesto, una perspicaz y tierna mirada. Un querer bien. O en otras palabras, lo que se tiene más a mano, capaz de volar a ras del suelo porque con la misma rapidez con la que se detiene y se planta, puede asimismo alzar el vuelo. Eso que puedes tocar y oler y sentir con una cercanía a veces abrumadora y que para todo el que no está vacunado contra el azar –como cantaría Sabina en su ‘Pastillas para no soñar’–, puede encontrarse en la esquina que está al otro lado de tu casa. Una respuesta clara a la ley de la casualidad, o a esa ley de Murphy que en lugar de afirmar que ha ocurrido la catástrofe, o lo opuesto a lo que estaba previsto, ratifica lo contrario.

Decía hace unos meses Luis Mateo Díez en una entrevista para el ABC, a propósito de su Cervantes, que le gustaba aquello que decía Pavese sobre la infancia y que para el escritor italiano representaba el “tiempo mítico del hombre”. A lo que Mateo Díez añadía: “Es el tiempo de las cosas primigenias, de las novedades, de las primeras impresiones, los primeros afectos, el tiempo de una luz concreta, de una manera primitiva de ver las cosas. Eso nos marca totalmente: somos lo que fuimos. El niño que fuimos nos persigue toda la vida”. Un poco como le sucede a Antoine, cuyo tiempo mítico de niño no hace sino sentar las bases que contribuirán a engrandecer su leyenda una vez haya crecido y se haya convertido en adulto, pues por algo la historia de Leconte gira en torno a él, a su sueño, su niñez y al paso del tiempo; por algo sólo él, Antoine, y nadie más, se convierte en El marido de la peluquera y todos los vecinos y clientes del barrio le conocen como tal. Aunque quizá también por haber conseguido que una mujer misteriosa, de pocas palabras, distante y cercana a la vez, sensual, diosa mediterránea hecha carne para agrado y embelesamiento de cualquier tipo de hombre, prosaico o diletante, aceptara compartir parte de su vida con él. Claro que, de todos los clientes, no parece que haya nadie que la contemple como lo hace Antoine, cuya forma de observar logra que el tiempo se ralentice y que un aura mística envuelva la figura de Mathilde (Anna Galiena), la que será su peluquera primero, su mujer después. Y sólo hizo falta un instante de deslumbramiento para ser consciente de que ella encarnaba sus sueños de la infancia y representaba todo lo que anhelaba: un contacto delicado, una piel suave y blanca, un cuerpo desnudo junto al suyo, sobre el suyo, un vientre liso que no deformaría ningún embarazo, unos pechos a los que besar y venerar y que, finalmente, también serían suyos. Mathilde fue la mujer que, así se lo hizo saber su padre en una ocasión, se presentó ante sus ojos como un crucigrama que cuanta más resistencia puso con mayor placer se entregó a él.

Pudiera parecer que la primera toma de contacto entre Antoine y Mathilde resulte tan increíble como forzada, que la proposición que él le hace sorprenda al espectador provocándole un rechazo inusitado: demasiado brusco, demasiado rápido, pero lo cierto es que el trato y acercamiento entre ambos es tan lúcido como intenso y auténtico, dando lugar a una nueva situación o punto de partida en la vida de cada uno que requiere la aceptación de lo que se tiene enfrente; que probablemente no sea lo más convincente ni lo más perfecto, pero, contemplado de cerca, muestra todo su esplendor y toda su belleza. Principalmente, porque Mathilde es de esas mujeres que pueden tener a cualquiera, y sin embargo elige a un hombre como Antoine, que intuye que no le traicionará pues para él, su mujer, su peluquera, es la minuciosa personificación de lo que quiso ser y por fin es. Y para Mathilde, quizá Antoine no sea únicamente uno de esos hombres que la miran con placer y deseo, como podrían hacer sus clientes cuando ella no se da cuenta, pues apenas repara en su presencia, sino el único –después de todos los que ha conocido– capaz de abrazarla tan fuerte como para impedirle respirar y, de ese modo, atenuar los miedos que anidan en ella: el paso del tiempo, el sentimiento de pérdida. “Y, abrázame fuerte / Que no pueda respirar / Tengo miedo de que un día / Ya no quiera bailar conmigo nunca más”, cantaría Pedro Guerra.

Todo porque a Mathilde no le basta la ternura de la vejez ni el desprendimiento de la piel. No le es suficiente imaginarse un futuro y un rostro lleno de calvas y arrugas; un horizonte en el que pasear bajo la tenue luz del atardecer, abrazada al hombre que ama, por un parque o una residencia, lugares, a veces, no aptos para los jóvenes, sino para los muertos vivientes. Y es que Mathilde contempla el pasado como un olvido, evita evocarlo y más aún nombrarlo. Ni siquiera algunos fragmentos de su niñez, de la que apenas conserva fotografías porque… ¿para qué? El tiempo, como ella afirma, pasa muy deprisa. Demasiado como para no reparar en el daño y la fragilidad que año tras año se va apoderando del cuerpo humano, encorvándolo, poniendo de relieve lo prescindibles que en realidad somos, pues nadie hace verdaderamente falta en este mundo fingido y loco. A ojos de Mathilde, Antoine posiblemente sea la viva imagen de un hombre de gustos elementales, pero también de los pocos sensibles al clímax, a ese instante eterno que solamente ofrecen el sexo y lo terriblemente hermoso o bello. Y por ese motivo se entrega a él sin contemplaciones ni miramientos, pues Mathilde, a su manera, también es de gustos sencillos. Le basta con tener un pequeño apartamento encima de la tienda; ser deseada y besada con la devoción con la que lo hace Antoine; verle sentado todos los días frente a ella haciendo sus crucigramas e hipnotizar a los familiares y clientes con sus peculiares bailes a ritmo y folclore de Oriente; sentirle detrás como Adonis entrando en su monte de Venus, mientras ella le lava la caballera a un parroquiano asiduo y éste habla de un poema cuyo título no recuerda, pero en cambio de los versos sí se acuerda: “la ardiente agonía de las rosas”, decían, lo que provoca en Mathilde cierto temblor y desconcierto, contrarrestando el goce, tacto febril, que los dedos de su marido desatan en su cuerpo. ¿Cómo no aferrarse a eso?

Sin embargo ningún idilio por muy puro y carnal que sea queda exento del drama y de la tragedia, y en El marido de la peluquera si los sueños de Antoine nos hacen sonreír o empatizar, además de esperar que aquello a lo que él aspira se haga realidad, con idéntica intensidad, la preocupación y rechazo de Mathilde hacia el envejecimiento pone de relieve la vulnerabilidad a la que estamos sometidos cuando nos enfrentamos a algo tan despiadado e implacable como es el tiempo. ¿Qué hacer, por tanto, cuando se trata de una batalla perdida, cuando en el instante de nacer, vamos muriendo cada día? ¿Recuerdan aquel poema de Robert Herrick titulado ‘To the Virgins, to Make Much of Time’ (A las vírgenes, para que aprovechen el tiempo), que puso de moda un tal profesor Keating (Robin Williams) en la aclamada cinta de Peter Weir El club de los poetas muertos? 

Gather ye rose-buds while ye may,
Old Time is still a-flying;
And this same flower that smiles today
Tomorrow will be dying”
Que se tradujo como:
Coged las rosas mientras podáis,
Veloz el tiempo vuela;
Y la misma flor que hoy contempláis,
Mañana estará muerta”

En el caso de Antoine y Mathilde, si el primero se ampara en el deseo y la nostalgia de su pasado, la segunda no hace sino obstinarse a vivir un presente extraordinario, similar al intento de enseñanza fomentado por Keating cuando éste emplea el manido aforismo latino de carpe diem: apura el instante. Siéntelo. Vívelo.

La infancia, los sueños, el paso del tiempo…, son tres aspectos que someten al ser humano a un tira y afloja existencial difícil de equilibrar. ¿En qué momento del camino se desvía uno? ¿En qué momento esa tríada no se ajusta a la unidad que hace de la existencia una experiencia digna de recordar, si es que acaso el alma recuerda una vez el cuerpo es pasto, polvo y ceniza? Tal vez cuando se niega el pasado y la infancia como hace Mathilde, sea inconcebible la idea de una vejez prometedora y favorable, por lo que es mejor marcharse, desaparecer, antes de que los huesos empiecen a crepitar; antes de que el olvido se apodere de la mente del ser amado, del ser que queda, que aguanta el luto con la misma entereza con la que sobrelleva la pérdida. Tal vez cuanto menos caso hacemos al niño o la niña que un día fuimos, la madurez tambaleante, agitada, delicada como la luz de una vela que hace tibios esfuerzos por no apagarse antes de tiempo, no al menos hasta que se haya consumido del todo, se convierte en la mayor de las farsas y, por tanto, la aceptamos con desdén y desprecio, emulando a Mathilde en su forma de vivir; ateniéndonos a un presente que, deseamos, dure siempre porque los sueños que tuvimos siendo críos los perdimos por el camino. La infancia es un tiempo que se nos escapa, que se vive con cierta ligereza e inconsciencia, y que se disfruta como si no hubiese un mañana, como si la eternidad fuera eso: el instante que, cuando somos adultos, constantemente se nos escapa. El tiempo durante esa etapa, o se expande o se detiene, y a la muerte, en lugar de temerla, se la acepta. Su mera presencia puede dejar un vacío, puede incluso concentrarse en un color y un olor determinado, como le pasa a Antoine, para quien la muerte –algo tan misterioso como súbito– es amarillo limón y huele a vainilla, pero pudiera ser también lo más próximo a una experiencia casi lisérgica, que no se sabe si ha sucedido de verdad o si al final todo ha sido producto de la imaginación, de los efectos de las drogas, el alcohol o un cóctel de colonias macerado con alquimia de besos, desnudez y ternura. O de un exceso de inocencia por parte de ese niño que no acaba de soltarse del yo-adulto y que, incapaz de aceptar la muerte como tal, opta por decirse, repetirse o creerse, que semejante hecho no sucedió. Que todo fue fruto de un espejismo que invita a uno a pensar: “¿cómo puede la muerte matar –valga la redundancia– el recuerdo que yo tengo, que no consigo olvidar?”. Y cuya respuesta se encuentra en el recuerdo de las personas a las que amamos. Porque lo que no se espera la muerte es que el recuerdo y la memoria se conviertan en sus más nobles antagonistas pues, haciendo uso de ellos, nuestros muertos no sólo resucitan, sino que, por un breve espacio de tiempo, también vuelven a nuestras vidas. Quizá por eso algunos consideren la muerte como un fantoche de poca monta cuyo malogrado intento es aterrar al ser viviente. Quizá por eso algunos se aferren a sus deseos y sueños de la niñez asimilando que, durante esos años, no hubo pérdidas que valieran la pena porque lo realmente importante estaba aún por conquistarse. Y quizá por eso, para quien no ansía conquistas sino, más bien, ser conquistado de arriba abajo y por cada uno de sus costados, el paso del tiempo y la muerte sean sus únicos escuderos y aliados. Dos motivos por los que es digno matarse. “(…) Me voy antes de ser desgraciada. Me voy llevando el sabor de nuestros abrazos, llevando tu olor, tu mirada, tus besos. Me voy llevándome el recuerdo de los mejores años de mi vida, los que me diste tú. Te beso infinitamente hasta morir. Siempre te he amado, no he amado a nadie más. Me voy para que nunca me olvides”, escribe por última vez Mathilde a Antoine.

Los sueños mueren y, sin embargo, los retenemos.

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