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El material humano

 

Esta sensación creciente de que lo no escrito, en cierto modo, está condenado a desaparecer y lo escrito, por lo menos, ofrece resistencia. Escribir es apenas una prórroga, como la del gueto de Varsovia.

 

En realidad hablo de Dasha, la taxista que me lleva de vuelta a casa de noche y me cuenta que hace mucho tiempo dejó Moscú con su marido. En el año 1991, el año del golpe a Gorbachov, cuando Yeltsin se encaramó a un tanque y luego a los mandos de la maquinaria de un Imperio en ruinas; ella y su marido esquivaron todo ese ruido para aterrizar sigilosamente en Nueva York. La historia está llena de personas que, de pie y en silencio junto a una maleta, observan los primeros minutos del resto de sus vidas, en un lugar extraño en el que preferirían no estar. Es sabido que la historia siempre la escriben otros.

 

Dasha enfila por el puente de Brooklyn, se enfrenta a todos los compañeros de gremio que invaden su carril y me pregunta que por qué estoy solo. Es una pregunta sencilla para la que no tengo respuesta. Hay muchas chicas en esta ciudad, me dice. Sé lo que piensa: un joven como tú no debería malgastar el tiempo en esta melancolía tan soviética que te gastas y, además, tienes pinta de ser de los que no dejan propina. Dasha se equivoca, voy a dejar propina y estar solo esta noche -y todas las noches- me da, a cambio, conocer a otra gente sola, como ella. Aunque no lo sepa, ni pueda saberlo, ya noto la electricidad, los reflejos del cazador. De hecho, ya tengo algunas palabras de todo esto cuando salimos por la cola de reptil del Brooklyn y embocamos Atlantic Avenue con la elegancia y la precisión de un golfista nórdico.

 

Dasha es un nombre precioso, le digo. Si alguna vez tengo una hija y la madre accede, me gustaría llamarla Dasha, pienso.

 

Mi confidente nacida en el frío me cuenta que vive en Coney Island (hay un montón de rusos por allí). Al lado del mar, puntualiza. Un día se divorció de su compañero de escapada o él la dejó por una americana u otra rusa más guapa o más rica o menos digna, de las muchas que debe haber en Coney Island y, desde entonces, Dasha conduce un taxi. Le doy las buenas noches y el “me alegro de haberte conocido”. Sé que, por unos minutos, nos hemos querido mucho.

 

A la mañana siguiente, en una oficina con vistas al Hudson a la derecha y al Empire State a la izquierda, observo las notas que tomé mientras Dasha callaba o enviaba al infierno al taxista indio de turno. Tengo otro trabajo que hacer y me alegra saber que la historia de anoche está a salvo. Empiezo a transcribir la voz de un joven guatemalteco. Soy como Bartleby el escribiente, pero a diferencia de él, no puedo decir que preferiría no hacerlo.

 

La historia del joven es vieja. Los ejércitos llegaron a mi aldea. Hombres a la iglesia. Mujeres a la escuela. Disparos en la noche. Palas y tierra. Olvido e infamia. Este joven, al que abrazaría si pudiera traspasar los bits, el tiempo y la distancia, guarda un fuego en su interior que ilumina sus frases cortas y precisas. Su relato es una especie de acta notarial de la realidad que, de caer en las llamas de la verdad, quedaría intacta, perfectamente ignífuga.

 

Se me olvidaba, el título de este escrito, tan potente, no es, obviamente, mío. Es el del último libro del escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, que se adentró en el Archivo de la Policía Nacional de Guatemala, para rescatar las historias de todos los que fueron obligados a caminar hacia un lugar extraño y silencioso, sin maleta ni prórroga, del que nunca pudieron regresar. El material humano. Dasha. Cómo escribir fin.

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