Uno.
Era. Soy.
¿Por qué son tan diferentes esas dos mujeres?
¿Por qué ninguna es feliz?
Dos.
Hago lo de siempre: cepillarme los dientes, comprar mandarinas, ir a correos, pintarme la línea del ojo, llenar un formulario, contestar un mail, tomar vitamina C, preparar un reportaje.
Hago lo de siempre: los gestos mecánicos, el día a día, pero ya no soy la misma.
Estoy a un millón de años luz de ser la misma.
Tres.
«El mayor peligro, el de perderse a sí mismo, puede pasar calladamente, como si nada; las demás pérdidas, las de un brazo, la de una pierna, la de cinco dólares, la de una esposa, etcétera, no pueden pasar inadvertidas».
Carson McCullers, Reloj sin manecillas
Cuatro.
Pasó inadvertidamente, como un pequeñísimo temblor en lo más profundo de la madrugada, como un aleteo, como un suspiro, como una araña de patas delgadísimas trepando una pared: me perdí y no sé cómo, no sé dónde, no sé por qué.
El bosque del otro es espeso, laberíntico, y a la vez –aquí está la trampa– familiar, confiable, cotidiano.
No te das cuenta, pero te internas, te internas, te internas y un día quieres volver a ti, pero ya no sabes cómo.
Cinco.
El número dos es un monstruo que se alimenta de unos. Hay un uno y otro uno y de pronto ya no. Sólo un dos gordo y satisfecho. Un dos que no es uno más uno, que es simplemente dos.
No importa con cuánta atención lo mires, no serás capaz de distinguir las partes que lo componen.
Entonces: Matarse a uno. Matar al otro. Matar al dos.
Seis.
¿Antes de todo esto yo quién era?
Siete.
«No está mal ser mi dueño otra vez, ni temer que el río sangre y calme al contarle mis plegarias».
Gustavo Cerati. Zona de promesas.
Ocho.
No está mal ser mi dueña otra vez.
Nueve.
Es posible ser feliz y, a la vez, estar perdiéndote a ti misma. Es posible, también, ser miserable –profunda, insoportablemente– y recuperarte, reencontrarte, volver a ser otra vez tú.
Diez.
Nadie dijo que iba a ser fácil. No, ni de coña. Nadie se ha atrevido a decirlo.