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El mejor de los mundos posibles

Hace tiempo un gran sabio alemán alzó la vista al cielo y exclamó “este es el mejor de los mundos posibles”. Con esta categórica afirmación presentó Leibniz su Teodicea— obra que lleva por título un término que él mismo inventó a partir de dos palabras griegas (“theos”, Dios y “diké”, justicia), y cuya traducción literal es “justificación de Dios”cuya finalidad fue bautizar un nuevo tipo de discurso filosófico dedicado a la justificación de Dios frente a la presencia del mal en el mundo. “Bajo Teodicea”, dice Kant, “se entiende la defensa del Saber Supremo del Creador del mundo contra la acusación que, por las cosas negativas del mundo, presenta la Razón contra Él”. Es el llamado problema del mal, en cuya base se encuentra la siguiente pregunta: Si Dios es justo y bondadoso, ¿por qué existe el mal en el mundo?

El mal es una pregunta eterna de los hombres y uno de los problemas fundamentales de la Filosofía. La Modernidad, sin embargo, le dio a la cuestión un giro novedoso: el mundo moderno se atrevió, como dice Odo Marquard, a “procesar” a Dios, es decir, convirtió al hombre en juez de Dios. Frente a esto, Leibniz se proclamó abogado defensor en la Causa Dei. Planteó a Dios como el supremo geómetra, en cuya mente están representados todos los modos posibles de crear el mundo. Así, tras llevar a cabo un cálculo infinito de posibilidades, por su bondad y sabiduría, escogió la mejor. A este respecto resulta esclarecedor el mito o fábula con el que cierra Leibniz sus Ensayos de Teodicea. Teodoro, aconsejado por Júpiter, acude a ver a la diosa Palas. Ésta le lleva al Palacio de los Destinos, en el cual “hay representaciones, no sólo de lo que sucede, sino también de todo lo que es posible”. Allí Palas le dice a Teodoro “Habrá cuantos mundos se quieran, mundos diferentes entre sí que responderán también diferentemente a la misma pregunta de todas las maneras que sea posible (…) Os mostraré uno donde aparecerá, no precisamente el mismo Sexto que habéis visto, sino Sextos aproximados, que tendrán todo aquello que conocéis ya del verdadero Sexto, pero no todo lo que se halla en él, sin que de ello se aperciba, ni por consiguiente todo lo que aún tiene que sucederle. Encontraréis en un mundo un Sexto dichoso y encumbrado por la fortuna, en otro un Sexto contento con su mediana suerte, Sextos de todas las especies y de una infinidad de maneras”.

De todos esos mundos, que Dios conoce, escogió uno: el mejor. Sin embargo, lo verdaderamente llamativo en el razonamiento de Leibniz es algo que a primera vista puede parecer paradójico, pero que resulta admirable si es estudiado en profundidad: que el mejor de los mundos posibles, para serlo, debe incluir necesariamente el mal. El mal es, precisamente, condición de posibilidad o conditio sine qua non para que se dé el mejor de los mundos posibles. La autodeterminación de la voluntad es posible gracias a la libertad de la que están dotadas las criaturas racionales. El hombre, como señala San Agustín de Hipona, goza de libre albedrío “sin el cual no se concibe que pueda obrar rectamente”. Si careciese de éste, no podrían condenarse ni alabarse sus actos porque “no sería ni pecado ni obra buena lo que se hiciera sin voluntad libre”, no tendríamos la posibilidad de elegir. Dios, por tanto, no es autor ni directo ni indirecto del Mal, su causa se encuentra en las propias criaturas, en sus limitaciones, ya sean fruto de la voluntad o puramente biológicas —como la enfermedad— y que, además, son necesarias, pues “algo que careciese de límites no sería criatura, sino Dios”. Y Dios, sin poder evitar el mal que necesariamente acompaña a las criaturas, elige, entre las infinitas posibilidades, el mundo que menores males encierra. 

La obra de Leibniz, con independencia de la posición que se tome al respecto, es, sin duda, una obra maestra y es digna de elogios. Recibió, sin embargo, duras críticas, como la de Voltaire en su Poema sobre el desastre de Lisboa o examen del axioma “Todo está bien”, bajo cuya crítica se esconde el suceso que marcó a la Europa del siglo XVIII: el terremoto de Lisboa de 1755. En él da voz a la desesperación que supuso y clama contra la injusticia: “Filósofos engañados que gritan: “Todo está bien”, ¡vengan y contemplen estas ruinas espantosas!”. La filosofía de Leibniz fue también objeto de burla en uno de los mayores éxitos literarios del autor, su obra Cándido, o el Optimismo, cuyo protagonista “aterrorizado, desconcertado, sobrecogido, completamente ensangrentado y tembloroso, se decía a sí mismo: «Si éste es el mejor de los mundos posibles, ¿cómo serán los otros?»”.

Los mundos posibles son, por tanto, los modos en que las cosas podrían haber sido. Podemos entender estos modos como “situaciones contrafácticas”, es decir, situaciones contrarias a los factum o hechos. Esta noción ha sido retomada e interpretada por la filosofía analítica contemporánea, dejando de lado su relación con Dios. Como señala David Lewis, uno de sus representantes, “no es nada controvertido que las cosas podrían ser de modo diferente al que son. Creo, y tú también, que las cosas podrían haber sido diferentes en incontables modos”. Es lo que coloquialmente expresamos a veces a través del “y si…”.

Ante estos “y si…”, ante nuestros contrafácticos, nos vemos constantemente enfrentados. La dificultad estriba, sin embargo, en poder vivir con ello. En aceptar con entereza el Weltschmerz, — término acuñado por los románticos alemanes y cuya traducción literal es “dolor del mundo”— la sensación que se experimenta al enfrentarse al dolor y el sinsentido del mundo y al entender que nunca será como el que podemos llegar a imaginar. En asumir que nunca sabremos con seguridad si aquello podría haber sido mejor que esto; si en otro mundo posible, lo que no hemos hecho o lo que no hemos sido cambia el rumbo de los acontecimientos y, con ellos, la estructura del mundo en el que se alojan, haciéndolo y haciéndonos, quizá, mejores. Si podemos aceptar vivir sin saber; sin poder responder a preguntas como ¿por qué lo que es, es así, y no de otra manera?

Si seguimos el ejemplo de Leibniz, lo cual, a pesar de que a primera vista pueda parecer la solución más sencilla no está exenta de dificultades, podremos vivir sin saber, pero confiando. La confianza, sin embargo, es tarea difícil e implica enfrentarse con firmeza al dolor. Y es aquí donde radica la clave del optimismo, en aceptar con resignación la herida y no negarla, entendiendo que ésta es necesaria y que es, precisamente,  justificación de nuestra libertad y causa de nuestra limitación, y motivo por el cual, si seguimos a Leibniz, de todas las heridas infinitas posibles, nos encontramos en el mundo que menores comprende: el mejor de los mundos posibles.  

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