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Mientras tantoEl miedo moderno a la libertad

El miedo moderno a la libertad


 

¿Qué equivalencia externa o modelo, qué cobertura social encontraremos para nuestra casi inconcebible muerte? En otras palabras, para una vida que es mortal a cada minuto. No hay que descartar que Sartre y otros tuvieran razón: la libertad es una dura condena. Es una carga muy grave, hoy y siempre, porque obliga al hombre a estar decidiendo y eligiendo continuamente para hacerse responsable de su singularidad, que él no ha elegido. 

 

El colmo de las paradojas es que el hombre ha de ser libre precisamente para obedecer a su vida única, para desenterrar la cifra de su singularidad y, dirían los griegos, llegar a ser lo que ya es. Hemos de ser libres para convertir la «fatalidad» en la que hemos nacido (este rostro, mi nombre, mi tono de voz) en destino. Tal vez con esta paradoja de la existencia tenga que ver una misteriosa frase de Nietzsche, dejada caer a mitad de su Ecce homo. Curiosamente él, condenado (igual que Kierkegaard) por el mundo moderno debido a su salvaje libertad, llega a decir en ese libro breve y fulgurante: «Nunca he elegido nada en mi vida». Como si este hombre tímido, para ser libre, se hubiese limitado a escuchar los signos que llegaban para intentar saber a qué atenerse, qué tocaba en cada momento.

 

¿Es entonces obedecer, a lo que en nosotros hay de único, toda la tarea de la libertad? En otras palabras, ¿hay una heteronomía previa a toda posible autonomía? A veces se ha dicho que el hombre ha de buscar un dios al que obedecer para no doblegarse ante los hombres. ¿Es esto lo que ocultaba el nombre de Dios, el mutismo (apenas habla en murmullos) de una absoluta diferencia que no nos deja?

 

En todo caso, cuando es singular y decide algo distinto, el hombre se sentirá solo, sin compañía. Y no olvidemos que la marginalidad social, la ausencia de reconocimiento externo, es uno de los fantasmas de la época, el mayor de los temores contemporáneos. Así pues, aunque nunca se diga de este modo, es más cómodo para nosotros tener un buen amo e ir con los otros, en rebaño.

 

No es así tan extraño que la misma democracia, en Grecia y en nosotros, tienda a corromperse si la gente no permanece despierta y se somete a la comodidad de lo general e instituido. Antes de Nietzsche y Canetti, La Boétie habló de una servidumbre voluntaria: la masa prefiere tener un jefe a arriesgarse individualmente y decidir por cuenta propia. Así pues, una especie de conductismo masivo, aunque con intermitencias (la década de los años 60 fue, en este punto, verdaderamente «prodigiosa»), vuelve en todas las épocas. Una de esas vueltas de la obediencia masiva, lo que Nietzsche llamaba platonismo, es contra lo que se rebela el existencialismo y sus continuadores en el siglo XX, el situacionismo y demás movimientos subversivos, hoy archivados en el museo de la memoria histórica.

 

También el psicoanálisis de Freud a Lacan ha insistido en que uno de los motores de la obediencia no es sólo el poder externo, el peso apabullante de la economía y la sociedad. El sujeto encuentra una especie de tranquilidad y seguridad al ser mandado, al obedecer como obedecen otros. Los totalitarismo vinieron así, poco a poco, y las perversiones de la democracia también llegaron por ese camino. Entre otros, el atormentado y encantador Jep Gambardella, protagonista de La gran belleza, no deja de ser un ejemplo constante de insatisfacción y preguntas, a veces muy socráticas, en medio de la inercia que arrastra a la opulencia mundana que le rodea.

 

Fijémonos en que, por todas partes, casi nadie se atreve a tomar decisiones individuales o personales. ¿Por qué? Porque te quedas al descubierto y la sociedad te puede poner entonces como diana, sin cobertura. Si abandonamos lo que se llaman protocolos(estatales, médicos, municipales) nos enfrentamos solos al peligro de un caso singular. Y hoy pocos se atreven a eso. Recordemos que La caza (Th. Vintenberg, 2014) no deja de ser un alegato contra esa obediencia masiva del mundo moderno, que arrastra incluso a gente bien intencionada.

 

Mientras tu médico, ante tal o cual síntoma, te aplique el protocolo sanitario previsto para tu caso, está a salvo. No será personalmente responsable ante nadie. Lo mismo que un profesor en clase. Si después ocurre algo, cualquier imprevisto que hace saltar las alarmas, el profesional siempre puede acudir al ordenador o al archivo, al protocolo oficial, y ampararse en la ley. Es lo que Sartre llamaba mala fe: es mentira, pero funciona y es la norma. Lo difícil, no menos hoy que ayer, es dar con alguien que se atreve a dar un paso personal, a comprometerse singularmente.

 

Lo grave es que, si hay un problema serio (en el fondo, la propia vida y la propia muerte), eso requiere moral y técnicamente una atención personal, única, intransferible. Finalmente, algún día clave, la vida exige una decisión, una intervención singular: por deber, diría Kant. Por deber y no conforme al deber, no obedeciendo al «qué dirán» de lo que está previsto, bien visto y quizás ya legislado. El problema es que el deber nos habla con una voz nueva (nouménica, dice Kant) que apenas emplea palabras que podamos traducir al lenguaje de lo general.

 

Cerrando el círculo de las paradojas, resulta así que lo común se expresa en una irrupción que, al menos en un momento crucial, nos deja completamente solos. La cuestión entonces es: ¿Estamos hoy preparados, en medio de un conductismo moderno plagado de alternativas, para esta tierra primitiva de la libertad?

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