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Mientras tantoEl miedo no existe

El miedo no existe


 

 

Mi abuelo dijo siempre que el miedo no existía. Recuerdo esas noches de verano largas y bochornosas, con las ventanas abiertas de par en par y esos ruidos inquietantes en la oscuridad que ni mi hermano ni yo sabíamos descifrar. La escena siempre era igual. Primero escuchábamos atentamente, después debatíamos acerca de la posible procedencia, hasta que nos rendíamos a una evidencia: “este ruido no es normal”. Era entonces, cuando estábamos convencidos de que no era un grillo ni una bolsa de plástico, el momento en que llamábamos a mi abuelo para que viniera hasta nuestra habitación para inspeccionar el terreno. Ahí dentro había algo, decíamos convencidos. Mi abuelo, que entonces era joven, encendía la luz de la habitación. “Veis, hay lo mismo cuando enciendo la luz que cuando la apago”. La encendía y la apagaba rápido y nosotros asentíamos. Era cierto. Nada se había movido de sitio y ninguna tarántula gigante asomaba por debajo de la cama. Pero tengo miedo. Solía decir siempre yo. Entonces él repetía: “El miedo no existe. El miedo se lo inventa uno mismo. Existen las nubes, existe ese armario de madera pero ¿el miedo, lo has visto?”. Yo le decía que no. Claro, abuelo, no existe, pensaba. Así que durante mi niñez, incluso cuando apareció el bueno de Freddy Krueger y contaban que venía a buscar a las niñas en la noche oscura, me repetía lo mismo: el miedo no existe.

 

Más tarde me di cuenta de que un poco sí que existía: porque el miedo es una constante que recorre nuestras vidas. Un poco es necesario, pero demasiado nos paraliza. La infancia está llena de fantasmas, brujas y monstruos siniestros. Sin embargo, la madurez destierra a esos seres y encuentra las más terribles angustias en lo imaginario, en los futuribles, en esas continuas proyecciones acerca de los peores escenarios. El miedo es una coartada: la mejor coartada. Siempre lo es.

 

En ocasiones desearía volver a tener ese miedo infantil. Pensar que el conde Drácula merodea por el vecindario, encender a luz y darme cuenta de que no. En la vida real no hay luces que encender y mucho me temo que hay cosas que asustan aunque estemos a plena luz del día. Hoy, ahora, he tenido miedo después de leer un cuento maravilloso de Margaret Atwood llamado El peso. También he tenido miedo porque acabo de recordar Fear, ese gran poema de Carver, Algunos dirán que está trillado. Que digan lo que quieran: siempre vuelvo a él y tengo miedo: tanto o más que la primera vez que lo leí. Me lo aprendí y los últimos versos me acompañan como si de un mantra se tratara: Miedo a que este día termine con una nota triste./ Miedo a despertarme y ver que te has ido./ Miedo a no amar y miedo a no amar demasiado./ Miedo a que lo que ame sea letal para aquellos que amo./ Miedo a la muerte./ Miedo a vivir demasiado tiempo./ Miedo a la muerte./ Ya dije eso.


Me gusta ese poema porque pone nombre al miedo. Lo peor es que cuando termino de releerlo me apetece que haya una luz a mano. Encenderla y que desaparezca el poema. Pero no, ahí sigue.

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