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Mientras tantoEl mismo octubre de todos los veranos

El mismo octubre de todos los veranos


'La gran ola de Kanagawa' (1830-1833), de Katsushika Hokusai.
‘La gran ola de Kanagawa’ (1830-1833), de Katsushika Hokusai.

Me resulta imposible imaginar que el otoño pueda llegar a convertirse en la estación favorita de alguien. En cualquier caso, si a alguno le pudiera entusiasmar, entendería que sucediera, simplemente, porque con ello se confirma la llegada del invierno, o, dicho de otro modo, porque con ello se concluye irremediablemente la temporada de verano. Y es que en esta vida hay gente pa’ tó, como diría el torero; pero, ¿por sí mismo? La verdad es que por sí mismo el otoño no vale demasiado.

En realidad, cualquiera de las estaciones que comienzan tras un equinoccio son -por norma general- menos atractivas que sus compañeras de solsticio. Al fin y al cabo, la equidistancia siempre es aburrida, y que las noches duren lo mismo que los días no termina de ayudar. El invierno garantiza veladas inagotables; el verano, tardes infinitas y un montón de horas de sol; pero, ¿qué nos garantizan las demás? «Pienso que tampoco este año me he dado cuenta -que tampoco este año he querido darme cuenta, como sólo ocurrió hace mil vidas- de la llegada de la primavera», escribe Esther Tusquets en ‘El mismo mar de todos los veranos’ (Lumen, 1979); y no saben cómo la entiendo. No obstante, si nos paramos a pensarlo, todos los meses tienen algo de primaveral o de otoñal, en tanto que todos tienen sus bajones, sus tiempos muertos y sus equidistancias.

Como siempre, recurro al ejemplo de Gabriel García Márquez cuando, en ‘El coronel no tiene quien le escriba’ (Harper, 1961), proclamaba que «octubre era [siempre] una de las pocas cosas que llegaban», y es que, ahora, acaba de aterrizar: en pleno verano, a finales de este agosto compungido. A nadie le sorprende, la verdad, porque siempre suele aparecer cuando el estío languidece, cuando las tardes se resignan y ofrecen poco más de sí; pero siempre es un mazazo, como un día nublado en pleno julio o una piscina con verdín.

Nos sucede a estas alturas, por tanto, otra de las pesadillas que narraba Esther Tusquets en su novela; pues «llueve toda la tristeza detrás de los cristales, como si estuviera empezando el otoño, cuando en realidad estamos iniciando apenas el verano, y me sorprende constatar lo breve que ha sido mi aventura», lo breves que han sido los baños en el mar, lo fugaces que serán nuestros recuerdos. Porque este verano ha sido raro y estamos empezando a vislumbrar octubre como si septiembre ni siquiera fuese a aparecer.

Si hay algo que merezca la pena del otoño, sin dudar, son sus inicios: la vuelta al cole, si se da; la vuelta al mundo; la vuelta al ruedo. El hecho de encarar de nuevo la rutina con otra mentalidad, con otra actitud, con otras ganas. Y, si nos quitan esto, ¿qué nos queda? Octubre, desde luego; porque es de las pocas cosas que nos llegan. Pero, bueno, habrá que conformarse; que estamos ya a un tiro de piedra de las Navidades. Y entonces, quizás, podamos escondernos. En otro tiempo, en otro lugar, en otro hemisferio; en cualquier espacio donde podamos disfrutar tranquilamente del mismo julio de todos los inviernos.

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