Hay muertes lentas y muertes repentinas.
La muerte inesperada de uno de mis mejores y más queridos amigos —acerca de quien escribí aquí— ocurrida apenas hace una semana, me dejó en un estado de vacío absoluto, de rabia por perder a un interlocutor cariñoso y a un autor de referencia.
La muerte separa, pero tambien reúne. He pensado en los enigmas que encierran el fallecimiento súbito de quien escribió desde la curiosidad y la voluntad más empeñosas, lo siguiente: “La humanidad nunca supo tanto como ahora sobre la naturaleza y la composición del cosmos, y jamás estuvo más lejos de las estrellas que en el presente. Por fortuna, persiste el misterio ante el porvenir.”
Semejantes líneas parecen exigirnos no bajar nunca la guardia, seguir adelante —incluso y sobre todo— a pesar de nosotros mismos, como en Quevedo:
Ayer se fue; mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto;
soy un fue, y un será, y un es cansado.
Sin demasiados ánimos, distraído y cansino, recorro mi biblioteca y extraigo del librero Reflexiones sobre morir y vivir. Notas de campo desde otra parte, del profesor de Religión de la universidad de Columbia, Mark C. Taylor.
Regreso, después de al menos cuatro años, a mis subrayados en lápiz. Se trata de un libro que leí en un periodo de mi vida cargado de angustia y desasosiego. Me reencuentro con el libro de un escritor espléndido, pero sobre todo, consciente de que la suya, como la mía misma, podrían ser, por la naturaleza de nuestras comunes afectaciones, muertes lentas.
Un domingo por la mañana, el profesor Taylor de la universidad de Columbia tuvo que ser internado de emergencia, resultado de un choque séptico agudísimo; sus órganos vitales corrían el riesgo de apagarse como las luces en una sala de cine. El profesor Taylor padece, entre otros males, diabetes tipo 1.
Hace casi dos años, un miércoles por la mañana, yo mismo tuve que ser ingresado de mega-emergencia en el hospital. Mis niveles de azúcar en la sangre alcanzaban los mil 500, un caso que, me dijeron más tarde los médicos, jamás habían visto. De hecho, algunas enfermeras se asomaban curiosas a verme como quien visita en el zoológico a una especie en extinción. La ordalía en Cuidados Intensivos duró tres días, más otros tres de observación en una habitación normal. En contra de mi voluntad, fui reclutado en el ejército de los diabéticos tipo 1, condenado a controlar mis niveles de azúcar y a inyectarme insulina tres veces al día.
A pesar del tiempo transcurrido, todavía no me acostumbro a la idea, no tengo pensamientos lo suficientemente asentados acerca de mi enfermedad. Es más, contra toda evidencia no falta ocasión en que la considere temporal, pasajera. Por ello, le dejo la palabra al profesor Taylor. Que lo disfruten:
El problema, como sospeché durante un tiempo, no es encontrar un remedio, sino aprender a vivir con la imposibilidad de curarse.
El placer nunca satisface porque siempre deja una carencia.
Ni satisfactorio ni insatisfactorio, el placer crea la enfermedad de la felicidad, que lo deja todo incompleto.
He buscado en los rincones más lejanos de mi memoria, y me resulta difícil conjurar una sola imagen de mis padres disfrutando de un momento placentero.
La responsabilidad del profesor y del escritor que oye al no oír es sembrar semillas de duda dondequiera que haya certeza, encontrar defectos en todo fundamento considerado firme, tejer inseguridad en la propia tela de la seguridad.
La soledad generalmente ocurre en situaciones liminales, cuando la experiencia es más intensa. Estos momentos pueden ser tiempos de gozo desbordante o de pena devastadora.
La soledad implica una profunda paradoja: cuando más juntos estamos es cuando más separados estamos, y cuando más separados estamos es cuando más juntos estamos.
A pesar de la sabiduría de los filósofos, en un determinado momento de la vida, las charlas ligeras se acercan más a la realidad que ninguna otra cosa.
A veces es difícil aprender que estar aferrado es perder y dejar ir es ganar.
Nadie puede sufrir por otro. Todos debemos sufrir solos, absolutamente solos.
Una voluntad fuerte no hace que la vida sea más fácil; al contrario, la determinación resolutiva generalmente hace que la vida sea mucho más difícil.
Cuando sufres una enfermedad crónica, estás expuesto a la dimensión de la temporalidad más debilitadora e inevitable.
Sobrevivir no es lo mismo que recuperarse. Recuperarte te vuelve a llevar a donde estabas, de modo que puedas seguir con tu vida; sobrevivir te lleva a algún sitio en el que nunca has estado y hace imposible que vuelvas a donde antes estabas.
Bienvenido seas, lector, al misterio ante el porvenir.