Llevo toda mi vida dedicado a la enseñanza, pero todavía hoy, si alguien me pregunta en qué consiste exactamente la educación, me siento tan perdido como si se me preguntara por las turbulencias del mercado bursátil o por el juego del cricket. A todos nos dan una educación, se supone. Educar viene del latín “educere”, que significa conducir. Otras etimologías relacionan la palabra “educar” o “educación” con alimento. En la primera acepción etimológica, el maestro conduce o encamina al discípulo desde las oscuras grutas de la ignorancia a los campos luminosos del conocimiento. En la segunda, el maestro lo nutre y lo amamanta de saber, como la madre antes lo había amantado con leche.
Pero ¿qué debemos entender por conocimiento o por saber? Y aquí aparece, yo creo, el primer dilema.
Sócrates diría que consiste en revelar la verdad de las cosas, mientras que Locke lo que nos diría es que el saber consiste en construir una verdad, la que sea, mediante el ordenamiento de las impresiones. Si el saber es innato o preexistente, el maestro es un guía o, como diría Sócrates, una partera que con sus fórceps sonsaca la verdad al educando; si el saber es empírico, entonces el maestro, más que conducir o alumbrar, instruye y construye verdades. Una partera ayuda a dar a luz, pero no es esencial en el alumbramiento, mientras que el constructor tiene un papel fundamental en la formación de un individuo.
En alemán educación puede traducirse por Bildung, que implica formación, aunque su origen etimológico es construir, como lo es building en inglés. Quien cree que el niño nace con ideas innatas o cree que existe un mundo suprasensible, concibe la educación como un estímulo y como un alumbramiento de lo que ya de por sí existe. Quien cree que la mente es una tabula rasa donde se van imprimiendo las impresiones del mundo externo, otorga al maestro casi toda la responsabilidad en la formación del discípulo.
¿A qué carta debemos quedarnos, pues? El maestro ¿guía o forma al discípulo? Y si lo guía, ¿adónde lo guía? Y si lo forma ¿cuál debe de ser su patrón o su librillo?
Rousseau en su Emilio sospechaba que la educación las más de las veces no hacía más que corromper y deformar al niño y que lo mejor que se podía hacer es dejarle que se eduque por libre, sin demasiadas constricciones, en armonía con la naturaleza. Ya se sabe: el mal no está en el individuo, sino en la sociedad. El problema de esta postura es que el individuo no puede vivir fuera de la sociedad y que la sociedad no se preocupa ni poco ni mucho de formar individuos, sino de moldear ciudadanos dentro de un determinado paradigma cultural compuesto de leyes, de códigos y de etiquetas. Toda buena educación suele ser casi siempre la adquisición de un manual de instrucciones para manejarse por el laberinto social. ¿Y el saber?
Pues no lo sé. O lo único que sé es que no sé qué es saber. Pero si se me insiste, diré, así al pronto y tal como me viene, que saber no es más que el diestro dominio de las lenguas donde uno vive (sea el francés, las señales de tráfico o el lenguaje de los ordenadores), además de tener siempre presente la sabiduría del Eclesiastés y aquello de Pulvis es et in pulverum reverteris.