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Mientras tantoEl moderado

El moderado


 

El tono soberbio de Pablo Iglesias, aunque él dice que sólo lo tiene a veces con esa forma de parecer sincero, esa política fantástica de estar en misa y repicando, como si fuera un Modric ideológico, unido a su dicción envolvente, pedante en el inicio hasta que uno se adormece y ya no siente nada, como si le quitaran la sangre, es como la mecha de una bomba que hace ¡ssssshh! sin que se sepa aún cómo, ni dónde va a explotar. Ni siquiera si realmente va a hacerlo.

 

Las encuestas parecen los indicadores de un avión con problemas mientras el comandante con gafas calla (el mutismo patológico de Rajoy es tan cargante como la impertinencia desbocada de Iglesias) y el sobrecargo con coleta hace gestos y muecas que al pasaje le divierten a pesar de que en la cabina una aguja da vueltas hacia la izquierda a una velocidad de vértigo.

 

A Pablo le gusta todo y no le gusta nada. Le gusta el Papa pero es ateo. Le gusta la prensa libre pero con matices. Le gusta el liberalismo pero con barniz de intervencionismo. Defiende al obrero pero se da de tortas con el lumpen. Viaja por Surámérica pero no visita Venezuela, su ideal, para que no le baje la intención de voto. Ahora también le gusta el ejército. Le declara la guerra a la casta pero acepta sus becas y sus premios. Se quita el piercing pero se deja la coleta. Renuncia a parte de su sueldo público pero se queda con dos mil del ala.

 

Tanto hablar de su radicalismo cuando al final va a resultar un moderado con esa balanza con la que hace trile delante de todo el mundo, un moderado radical inventor de un nuevo lenguaje que en realidad es más viejo que Fidel, y mucho más que su proyecto fracasado, cuyos largos discursos va ensayando por las televisiones con el histrionismo calculado de los grandes líderes. En ocasiones uno ha temido verle levantarse en la tertulia, poner los brazos en jarras y empezar a asentir con elocuencia como si tuviera delante a las masas enfervorizadas y al fondo el monumento a Vittorio Emmanuelle II, antes de volverse a sentar repanchigado en la silla con el brazo sobre el respaldo para compensar.

 

El pueblo ve un fascista que de pronto se transforma en un comunista y después en un ateo tímido para volverse religioso sin pasarse y hasta se vuelve viejo y luego joven y de todas las edades a capricho, de tal modo que aquel no sabe lo que ha visto pero le gusta porque no le disgusta e incluso le enciende, tocadas todas las llagas, siempre apoyada su presentación en el fango de la política actual donde uno, aunque sobre blando, siempre es más alto. Lo que sería Pablo Iglesias sin su casta querida, ese trampolín a la fama, la operación triunfo por la que están que trinan los políticos, como en su día la casta musical con Bisbal y compañía, es un misterio a pesar de tanto talento.

 

Pablo habla pisando las cabezas de su amada (del amor al odio hay un paso y menos con sus orgullosos principios de Groucho) como el Führer lo hacía subido al Hofbräuhaus. Uno ve a un aspirante a presidente que antes de ayer era un agitador del tipo de Maduro con sus pistolas pero sin ellas (porque se lo permitía la existencia de una estructura democrática), con base en la Facultad de Ciencias Políticas a la que antaño uno se iba a menudo a estudiar como el niño aquel de los Kekambas trataba de llegar por las tardes a su casa atravesando un vecindario del Bronx.

 

Da la impresión de que está creciendo en las pantallas igual que Truman, a lo que se asiste con el mismo arrobo. A uno se le hace necesario el ruido que genera (nomás, como si fuera de lectura obligada ‘El día del derrumbe’, de Rulfo), que es un poco como el de Godzilla haciendo saltar las tapas de las alcantarillas con su aliento. El ¡sssshh! de la bomba que la poltrona de los parlamentos siente detrás empezando todos a poner la misma cara que el Coyote segundos antes de que estalle, lo cual podría ser oportuno si esto fuese una película de Harry el Sucio, y gracioso si lo que estuviera en juego fuese una tira de los Looney Tunes.

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