Mientras escribo este artículo, como sé que no será publicado en unas horas ni tan siquiera mañana mismo, ignoro si su sentido se volatizará al ritmo frenético en el que la realidad se expande, líquida, sin control narrativo alguno. Como una mancha en el agua cada cosa que se afirma, en fin, cada relato mínimo que se intenta sobre lo que acontece, se va diluyendo en la corriente, decolorándose, hasta volverse invisible en la piel acuática sobre la que intentamos flotar.
He leído a Paul Krugman, en su blog del New York Times, augurar un “corralito” para España e Italia y después matizar, en otro post, que el apocalipsis es posible pero no inminente ni seguro, los rumores de la dilución del euro no pierden aliento, Grecia sigue tambaleándose en el bucle de marchas y contramarchas de sus sofismas políticos, el ministro Guindos parece dar por terminado su trabajo diciendo que todo lo que se podía hacer hecho está, los tertulianos balbucean su desorientación sin salir de su propia Babel y Al Jazeera titula su cobertura sobre nuestra crisis con un visceral Pain in Spain. No hay manera de narrar este frenético acontecer porque incluso el reality, único género capaz de seguir, aparentemente, el diario acontecer, se ve forzado a interrumpir su emisión para dar paso a bloques de anuncios de cuatro minutos y ese lapso de tiempo hoy resulta infinito: la prima de riesgo puede dispararse y al volver al directo el mundo ya ser otro.
El Rey lo ha comprendido a la primera y su último mensaje lo ha emitido en cincuenta y siete caracteres: “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir.”
Cuando comenzaron a publicarse en la prensa detalles de la trama que involucraba al Duque de Palma en presuntos delitos financieros, la Casa Real demostró que aún podía controlar, aunque con bastante dificultad, el relato de la monarquía. La afirmación de que la justicia es para todos y la presentación por vez primera de cierta transparencia en las cuentas, fueron acciones que dieron algo de aire a una situación al borde la asfixia. Pero el día que Iñaki Urdangarin salió corriendo ante la presencia de las cámaras la posibilidad de seguir contando lo real se esfumó. El reality tomó el relevo y la imagen posterior del paso lento del Duque de Palma hacia el juzgado se emitió infectada por el zoom nervioso que siguió a su improvisada carrera huyendo de los periodistas. Después vino el tiro en el pie del hijo de la infanta Elena con la consiguiente contribución de la reina Sofía al directo: “con los niños siempre pasa esto”. Y, finalmente, el desborde, con el accidente del rey, la caza del elefante y la irrupción pública de Corinna zu Sayn-Wittgenstein que pasó de ser un discreto susurro al amparo del silencio sostenido de la Casa Real a ocupar el protagonismo en las portadas de las revistas del corazón –incluida Vanity Fair en su deriva hacia ese nicho editorial–, e incluso en el diario El País se llegó a publicar que el Rey “mantendrá a partir de ahora una mayor discreción con respecto a las amistades personales que le acompañan en sus actividades particulares y desplazamientos. No obstante (…) no renunciará a esas amistades, que incluyen la estrecha relación que desde hace años mantiene con la princesa alemana (…), empresaria y organizadora de safaris, que también acompañaba al Monarca en la cacería de Botsuana”.
Entre el minuto y veintiséis segundos de duración del discurso del 23-F a los seis segundos que demandó el arrepentimiento ha transcurrido la Transición. O una manera de contarla. De el 23-F al 18-A (día del arrepentimiento), se ha pasado de la acumulación de un capital simbólico, narrado, entre otros por Victoria Prego en su famosa serie La Transición en Televisión Española a un activo tóxico, solo susceptible de ser contado por el directo y que la crónica, no ya solo la del corazón y el reality show, sino la de la llamada prensa de calidad relata en términos temporales y meramente descriptivos, cual cámara registrando hechos: “Doña Sofía estos días ha hecho un nuevo intento de acercamiento tras la crisis del safari. Después de la visita de 15 minutos, en la que la pareja no se quedó sola ni un minuto y apenas se intercambió un breve saludo, decidió volver a la clínica al día siguiente. Pasaron juntos casi tres horas. Ella le dio un par de besos al llegar y le llevó un dulce. Comieron juntos y a solas. Hablaron mucho. De nuevo, ambos decidieron ser profesionales”.
Pero es Twitter el narrador que se impone ante el suceso evanescente. Carlos Carnicero en su cuenta lo escribió así: “La Reina ha estado quince minutos en la habitación del Rey. La verdad que ha sido ‘visita de médico’. Desde luego no es mucho tiempo”. Irene Lozano lo narra con más inquietud y menos caracteres: “Esta espiral autodestructiva de la Familia Real es muy preocupante”. Nacho Escolar, en cambio, muestra su desconcierto: “Aplaudo las disculpas del rey pero me queda una duda. ¿Qué es exactamente lo que ‘no volverá a ocurrir’?”.
Twitter narra lo que pasa y se difumina, como la realidad misma. Ricardo Piglia opina que el relato social se ha ido desplazando desde la novelas hacia el cine, pasando por las series y recalando hoy en un formato urgente de 140 caracteres. Pero el género, más allá de intentar narrar al minuto la realidad, lo que de verdad narra es la realidad de su autor. ¿No es acaso eso lo que se intenta hacer a través de Twitter? ¿No es alzar la voz no tanto para imponerla a la realidad sino para asumir la pérdida de esta que, veloz, se vuele inasible? El sistema nos pide que nos asumamos como emprendedores, única salida aparente del cul de sac económico, es decir, pasar de consumidores a productores. Como decía Foucault, “sustituir un homo oeconomicus, socio en el intercambio por un homo oeconomicus empresario de sí mismo”. Y si nos asumimos así, ¿cómo no generar nuestra propia información? Si soy productor, soy autor.
El Rey y la Reina se adaptan, aunque sea desde el inconsciente –el psicoanálisis no concibe otra zona de transparencia– y emiten su realidad dentro del formato: “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”; “Con los niños siempre pasa esto”.
El Duque de Palma aún no se adapta al medio: huye de él. La princesa de Asturias, única profesional de la comunicación en la Familia Real, a finales de 2001 explicaba a los españoles, a través de micro programas de Televisión Española, los detalles de la nueva moneda que pronto entraría en vigor en Europa. Sería curioso ver cómo ahora, que cabe la posibilidad de que Grecia abandone la moneda única, que podría ser seguida por España o que, incluso, el euro desaparezca, de qué modo narraría ella, que fue su presentadora, el adiós en 140 caracteres.
Miguel Roig es escritor. Su último libro se titula Las dudas de Hamlet. Letizia Ortiz y la transformación de la monarquía española (Península). En FronteraD ha publicado George Clooney y los idus de mayo, Mariano Rajoy y el silencio mayestático, El duque de Palma y el chelín de Jorge VI, Letizia Ortiz y el retrato de Dorian Grey