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El mono


 

Somos monos. Como somos monos, no hay razón alguna para negar a los otros monos la condición de monos como nosotros. Se dirá que somos monos de una especie distinta a otros monos, pero la clasificación de las especies es un artificio ideado por Linneo, que era otro mono, más bien sueco y luterano. La diferencia entre un chimpancé y un humano es una simple cuestión de perspectiva clasificatoria, no un absoluto metafísico. Los monos son monos y los humanos humanos por culpa de Linneo. Que era un mono. 

Hay quien cree que todos los animales deben tener iguales derechos que los humanos. El pensamiento animalista está en boga y se aplica a un sinnúmero de especies: toros de lidia, crías de foca o conejillos de Indias. La forma más extrema de animalismo es, precisamente, la defensa de los derechos del mono. Un gorila, por ejemplo, debe tener identidad y personalidad jurídica. Debe ser tratado con respeto, como si se tratase de un menor desprotegido. El animalismo simiófilo cree que su causa es justa y que algún día se logrará esta apoteosis animal. Se supone, en efecto, que un gorila vería con buenos ojos ser ascendido de categoría simiesca; de pariente pobre a hijo adoptivo del mono dominante, nosotros.

No saben los animalistas cuán cerca está ese momento. Bastaría con cometer una pequeña ilegalidad en nombre del monismo radical o simiofilia extrema. Se trata de una ilegalidad irrelevante, si la comparamos con otras algaradas propias del movimiento animalista: cartas amenazadoras, campañas de acoso a peleteros o industriales cárnicos, abordaje de buques balleneros y otras escaramuzas semejantes. Se trata de corromper a un solo funcionario. Uno solo. El funcionario corruptible ha de trabajar en el registro civil. A cambio de una modesta suma (los funcionarios no suelen ser ambiciosos) conseguiremos una partida de nacimiento auténtica donde diga que nuestro chimpancé (que podría ser también un gorila) es hijo de fulanito y meganita. Este documento tan fácil de redactar y obtener permitirá que nuestro mono mono se convierta en un mono humano.

Luego dedicaremos tres años a enseñarle modales humanos. No es difícil. Nuestro chimpancé es inteligente y aprende rápido; ora imita el modo de caminar de los monos humanos, ora imita sus gestos. Imita la risa, imita el llanto, imita la sorpresa y la irritación. El hábito principal que debemos enseñar a nuestro mono, sin embargo, es el hábito de la discreción y de la obediencia.

Por fin llegará el gran día. Podremos matricularlo en un colegio. Los papeles dirán que tienen la edad reglamentaria para cursar preescolar. Es probable que, al ver a nuestro mono, los monos humanos encargados de la cosa educativa nos digan que nuestro mono es un mono, no un niño. Ah: discriminación por razón de condición o aspecto físico. Parece un mono, diremos, pero es un niño. Y no diga que es un niño feo o desagradable, porque ahora mismo denunciamos a quien lo diga. Nuestro chimpancé comenzará el curso con normalidad.

Pasarán los meses y nuestro mono habrá progresado en materias importantes: será un prodigio de agilidad gimnástica y un fenómeno mareando entre sus dedos bloques de plastilina. No aprenderá a leer ni a escribir, pero esto es normal entre los monos humanos que cursan sus primeros años preescolares. En el preescolar no se enseña a leer.

En Primaria ocurrirá lo mismo. Dirán que es un mono, pero los informes favorables en psicomotricidad infantil harán dudar a los maestros. Sí, es cierto que parece un mono, pero no es un mono. Quizá se trate de una enfermedad rara. El niño, desde luego, es muy calladito, pero es obediente y un gran gimnasta.

Durante seis años, nuestro chimpancé será objeto de ayuda especial, aunque un poco a ciegas. No hay literatura sobre niños que parecen monos siendo, en realidad, niños. Por más que se esfuercen los especialistas, nuestro chimpancé no logrará hablar, ni leer, ni escribir, ni exhibirá rudimentos de álgebra o trigonometría. Pero su comportamiento será ejemplar: sentado hierático en su pupitre, no se le conocerá un mal gesto, una mala palabra. Cuando se le llama por su nombre, se levanta y permanece en posición de firmes hasta que se le ordena que se siente. Sus profesores le tienen mucho afecto, aunque reconocen que no progresa mucho.

Cumplidos los doce años de edad, nuestro chimpancé acaba sus estudios primarios. Sus informes describen un déficit cognoscitivo grave, pero no insuperable; nuestro chimpancé compensa con su buen carácter su nula competencia académica.

Durante cuatro años más, nuestro chimpancé cursará la enseñanza secundaria obligatoria. Tampoco progresará, pero su caso no será visto como excepcional. Un poco raro, a lo sumo. Repetirá el primer curso y repetirá el segundo, es decir, no podrá obtener el título. Dado que su comportamiento ha sido ejemplar, sin un solo parte disciplinario, se recomienda su integración en programas de repesca, quizá en algún área profesional donde sea precisa mucha fuerza física. Se trata de un formación profesional mínima, pero que permitirá a nuestro chimpancé comenzar a trabajar muy pronto.

Justo en ese momento haremos pública la verdad y reclamaremos ante las autoridades un certificado de humanidad para él, es decir, el DNI. ¿Quién se lo negará? ¿Quién osará llamarlo mono?

Nadie. Porque no es un mono.

 

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