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El mundo amable de Doisneau

Es en estos días invernales, en los que Madrid se oscurece bajo un manto de niebla y polución, cuando más me gustaría quedarme a vivir en una de las fotos cálidas de Doisneau. Pero no en cualquiera, me gustaría vivir en una de sus fotos de Palm Springs del desierto californiano.  A poder ser, en una mansión, con piscina y un pato de goma sonriente. Un mundo amable, de color pastel y campos de golf.

No quiero decir con esto que su etapa parisina no me guste, al contrario. Su poesía en blanco y negro me tranquiliza, y su sentido del humor me anima a esbozar una sonrisa no exenta de tristeza. Sus fotos tienen además la virtud de hacer que todo parezca sencillo: los niños en el colegio, la mirada de soslayo del viejo verde en la tienda de Romi, hasta el beso que en mitad de la calle se propinan dos desconocidos con el Hôtel de Ville por testigo, parece sencillo: un beso perfecto, impetuoso como han de ser los besos.  Doisneau lo sabe, sabe que en la naturalidad está la clave, por eso monta un teatro en torno a unos personajes que cuanto más sencillos, más elocuentes se muestran. Unos protagonistas que aceptaron formar parte de ese decorado a cambio de la inmortalidad de un beso o una mirada: un instante detenido para siempre.

A Doisneau le fascinan los suburbios, los vagabundos, los obreros. Son fotografías que toma siempre desde la distancia respetuosa que su vieja Rolleiflex le impone. Su clave está en esperar, esperar una sonrisa, un gesto, a veces nada. No tiene prisa. Es esa espera la que le hace componer en su cabeza, las imágenes que como un torbellino se suceden después en sus fotos. ”Hay días en que el mero hecho de mirar me infunde una felicidad absoluta…”  dice Doisneau. Otras veces, deambula por sus zonas preferidas de Paris captando cada detalle, ese mundo interior marcado por su imaginación de poeta, retratos que casi siempre cuentan con el consentimiento de sus protagonistas, a los que se acerca con humildad, con una timidez enfermiza que trata de vencer y que en ocasiones le lleva a alejarse, tomando de nuevo distancia. «En mis imágenes procuro encontrar en los personajes un espacio interior por donde corra el aire; es lo que en definitiva le da la vida a una fotografía”, se disculpa.

Con el pasar de los años, llegaría también la vida nocturna, un París que le conduce sin remedio a Montparnasse y Saint Germaine des Pres, al jazz y cafés oscuros en donde se dan cita: Juliette Gréco, Jean-Paul Sartre, Camus, Sartre, y Picasso al que inmortalizó como lo haría también con Giacometti o con Mademoiselle Anita. Fotos que serían el antídoto contra la rutina de sus trabajos para el Vogue o la revista Fortune que tanto le aburren, pero a las que no puede renunciar sin renunciar a sus fotos más personales que son su vida.

Vistas ahora, las imágenes de Doisneau apenas han envejecido. Seguimos paseando por Paris con el mismo gusto que lo haríamos por la Gran Vía de Madrid una tarde de domingo, o por las coloridas fotos de Palm Springs como si el tiempo se hubiera detenido en una piscina de los años 60. Un mundo que no es como es, un mundo agradable en el que de buena gana nos adentraríamos para no salir nunca o para salir un rato y luego volver aunque sea de puntillas y mirando para otro lado, calentitos y sin preocupaciones, un mundo amable y perfecto en el que zambullirnos sin miedo, más ahora que el invierno ha llegado quien sabe si para quedarse.

 

 

 

ROBERT DOISNEAU. La belleza de lo cotidiano. EXPOSICIÓN
Del 6 de octubre de 2016  al 15 de enero de 2017 en la Fundación Canal Isabel II. (Mateo Inurria, 2 Madrid)

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