Cuando mayor es mi soledad mayor es mi necesidad de ella
Frédéric Boyer
1.
En realidad Camille, Viñeta Amorosa (Queimada ediciones, 2017), la última novela de Martín Parra, es un desgajamiento del libro de relatos Bloggerías: El puente de los franceses (Corona Borealis, 2016). De hecho, allá el texto llevaba por título precisamente «El puente de los franceses». Hallábase seccionado en los mismos apartes que aquí (6) con el añadido en esta nueva encarnación de unos breves proemios o marcos líricos que sirven de resumen parcial al capítulo, a cada capítulo.
Hay un algo en Camille de espíritu decadentista fin de siècle, pero no cifrado en términos de petulante fragancia de rosas marchitas sino más bien en tanto que optimismo melancólico; imposible, pues. Como si la derrota no fuese un ir, sino un quedarse.
A pesar de ese spleen (post)literario, hay menos aquí de Baudelaire que de Valle Inclán.
Camille es más bien el relato de los contornos (necesariamente) borrosos de una pasión y no tanto el demorarse en los pliegues del erotismo efímero, pero eterno.
Así, para lo que nos importa del relato, los antes y los después son los que conforman el verdadero presente del mismo.
O dicho de otra manera: pesa más la prevención y el espanto que el puro goce sensorial. No digo que no lo haya, esa fruición por el verbo, por querer encenderlo, pero pesa más el “distanciamiento estético”, o la “relatividad”, por ponerlo en términos del propio Martín Parra.
2.
“Me complazco en pensar que no he dependido nunca de otra cosa que no fuese el enfoque”, escribe Martín Parra bien al principio del texto.
Ese enfoque, o por referirlo en tanto que construcción narrativa, se centra aquí en el desdoblamiento del narrador: Martin / Nitram.
Durante toda la novela se produce un duelo entre ambos (en los dos sentidos de la palabra). Y así el punto de vista oscila de la primera a la tercera persona. Se diría que ese es el armazón narrativo al cual se adhiere la historia de Camille (la amante) y, por ende, la de la mujer del protagonista, con la que tiene dos hijas (Nat). Pero ambas funcionan como entes más o menos herméticos y secretos. Afiches con los que el narrador contrae deudas líricas.
Y lo que refleja este estado de cosas es, al fin, un dilema: el dilema del contar. Que viene mediatizado por la voluntad del texto de funcionar como alegato de inocencia.
Dicho de otra manera: Camille es una larga carta de descargo, escrita no tanto para ellas (para Camille, la amante, para Nat, la esposa burlada) como para el propio narrador.
3.
Así la catalogación del texto como “viñeta amorosa” se entiende mucho mejor, pues es como si el narrador, atendiendo a esas breves instantáneas de la pasión con Camille (la amante) y del recuerdo culposo de Nat (la esposa), se aviniera a comentar esas breves imágenes que juntas construyen una historia (una historia que se sabe imposible, condenada desde su comienzo). Con la intención de entender el cambio que ello, aun a su pesar, le ha producido en su personalidad, en su ánimo: en su punto de vista.
No está nada desacertado Martín Parra cuando escribe sobre su prosa en términos de laconismo y borrachera (p. 75). Y eso resume bien Camille: hay un errabundear etílico por el sentimiento propio y una sequedad al relatar la realidad. O dicho en otros términos: hay más de vida interior y menos de la vida de los otros.
Por ello, a pesar de tener la apariencia de una novela, Camille es más un diario íntimo, casi espiritual, sin fechas ni acotaciones. El diario de un escritor que ve la realidad como una pereza de la literatura (à-la-Umbral) y se desentiende de ella, defendiéndose con las armas del estilo, el aforismo y la lírica.