No pocas amistades y familiares con quienes converso en estos inciertos tiempos del coronavirus me han confesado que han dejado de ver los informativos de la tele, escuchar la radio o seguir los medios escritos porque les causa ansiedad. Me limito a echar un vistazo a los titulares, me dice más de uno. Sin embargo, creo que me mienten porque, según sople el viento para ellos, aplauden o censuran a este o aquel político, esa o aquella declaración. Doy por cierto, que así como ya hay ensayos y novelas en preparación sobre la catástrofe, habrá tesis doctorales en universidades españolas o extranjeras o estudios sesudos internacionales sobre este asunto, sobre el lenguaje político y mediático.
Es lógico. Esto no ocurre con frecuencia. Habrá que contarlo a los nietos, quienes los tengan, naturalmente. A lo mejor ellos digerirán tranquilamente tantos hábitos extraños para mí como el confinamiento, el desconfinamiento, la curva de aplanamiento, la desescalada, el cronograma para alcanzar la nueva realidad, el teletrabajo, la mascarilla, las mamparas de metacrilato separadoras en las mesas de los restaurantes y, especialmente, el distanciamiento social de uno a dos metros entre personas a fin de evitar el contagio. Y lo comprenderán mejor en tanto que todo presagia que el virus tendrá rebrotes y que cuando resulte derrotado gracias a una vacuna surgirán otros iguales o peores.
Es algo inédito para las actuales generaciones en vida. Rebasa a sucesos de la era moderna como las dos guerras mundiales, las crisis económicas que las precedieron, episodios de barbarie como la llegada del nazismo y del fascismo y nuestra sangrienta contienda; y otros no menos impactantes como la crisis del petróleo en los setenta, la reunificación alemana y la caída del comunismo y desaparición soviética en los ochenta, la destrucción de los Balcanes en los noventa, y con la llegada del presente siglo la ampliación de la Unión Europea, la aparición del terrorismo islámico o el desafío y confirmación de China en el liderazgo mundial estando aún lejos de ser todavía un país democrático.
Seguro que me dejo algo en el tintero, pero es que escribo sin notas fiándome de mi memoria, que últimamente me juega malas pasadas y más cuando tengo frecuentes migrañas. Por tanto, parafraseando a mi gobernante -por cierto, no volveré a votarlo ni aunque prometa subirme la pensión-, frente a situaciones excepcionales e inéditas hay que responder con medidas de igual tono. A veces con acierto y otras muchas con poca fortuna. Habla demasiado y de manera reiterativa en sus sabatinas. «Sánchez no ha sido un líder claro en estos tiempos confusos», ha declarado el politólogo argentino Andrés Malamud. Se lo tengo que comentar a Vicedós cuando una de estas próximas madrugadas reaparezca para darme un susto y luego mantener una charleta íntima.
Uno de estos estudios sobre el coronavirus ha comenzado a elaborarse paradójicamente en mi cueva. No es broma. Ni yo ni ningún ser humano somos los autores de la investigación, sino los tres roedores, con uniforme anaranjado, que desde hace un puñado de días se han afincado en la cocina con sus crías sin autorización previa pero sin demasiado alboroto y cumpliendo todas las reglas de conducta e higiene requeridas, que hasta envidiarían algunos de mis congéneres. Ya se sabe. A su manera no pocos seres irracionales son más racionales que los que afirman serlo. Deberíamos ser filmados cada jornada para observar luego nuestros comportamientos. Apuesto a que el índice de suicidios se dispararía.
Las tres ratas, dos machos y una hembra, llamadas Freddy, Teby y Abigail, tuvieron anteayer la santa paciencia de ver por la tele desde el minuto uno hasta el final la comparecencia parlamentaria de mi gobernante para conseguir una nueva prórroga del decreto de estado de alarma. Lo logró pero se dejo no pocos pelos en la gatera, que ya veremos si tienen consecuencia a medio plazo. El trío roedor, cubanos de origen pero residentes neoyorquinos, se vieron obligados a recurrir a un diccionario político para tratar de entender términos como curandero, matonismo bolivariano o expresiones como «nosotros o el caos», «la verdad es que hablar con usted no sé de qué puedo hablar», «nos obliga a tomar lentejas» o «nos utilizan como a los perros de Pavlov». Sudaron tinta las pobres ratazas, y eso que su castellano es más que decente. Se sintieron molestas con la referencia a Pavlov y lo consideraron como un claro gesto de discriminación hacia los animales en general.
Freddy, Teby y Abigail, psicólogos ellos dos y socióloga ella, me explicaron que son investigadores seniors de la Columbia University neoyorquina y que han venido a España a realizar un estudio de psicología comparada entre humanos y animales supuestamente no racionales a la luz de la crisis del Covid-19. Me quedé sin habla cuando me lo contaron con detalle y sin interrumpirse entre ellos, algo poco habitual en los humanos. Eligieron mi cueva, porque dos perros labradores que viven con los dueños de una lujosa mansión en los Hamptons de Long Island y que estuvieron hace años en mi finca en un curso de perfeccionamiento de español, les hablaron muy bien de mí. Encontraron mi casa por Google Maps, se informaron del agradable clima de mi ciudad accidental y embarcaron en la bodega de uno de esos aviones que la ministra de Asuntos Exteriores había preparado para la repatriación de españoles en Estados Unidos.
Esta mañana cuando aparecí en el salón para airear el lugar y hacer algo de gimnasia noté que había un par de folios escritos en ordenador sobre la mesa frente al televisor. El autor era el macho Freddy, pero me explicaba que el trabajo había sido realizado conjuntamente por los tres. «Es difícil comprender lo que está sucediendo en España. No hacen más que darse de bofetadas e insultarse. Claro que en Estados Unidos, donde actualmente vivimos, las cosas no son mucho mejores», subrayaba a modo de introducción Freddy .
Y a continuaban desgranaba una larga lista de noticias que habían recogido en las últimas 24 horas principalmente de los medios digitales escritos. Destacaban la carrera desaforada entre los gobiernos regionales para pasar a la fase siguiente de desconfinamiento, la incertidumbre y el caos que había estallado en el seno de la Comunidad de Madrid, con la presidenta diciendo por la mañana una cosa y por la noche la contraria, lo que había llevado a Vicedós a acusarla de querer ganar posiciones políticas jugando con algo tan serio como salvar vidas humanas o la sorpresa de muchos conductores que se dirigían tranquilamente a su segunda residencia y eran detenidos a la salida de la capital «¡Pero, por qué, si ya estamos desconfinados!», preguntaban.
Les llamaba mucho la atención el detalle pormenorizado en algunas de las normas que recoge la nueva fase como la organización de los velatorios. Si se desarrollan en abierto podrá estar un máximo de 15 personas y cinco menos si el lugar es cerrado. De este modo, pienso, las autoridades quieren acabar con la brecha social que produce la convocatoria de un funeral según que el finado sea muy importante o no. O qué decir de esa otra según la cual estarán permitidas las reuniones de diez personas siempre y cuando se mantenga la distancia social mínima de un metro o los participantes estén provistos de la mascarilla de rigor. Nada de abrazos, nada de besos y para qué hablar si resulta incómodo y algo asfixiante hacerlo con el tapabocas.
Había también otras dos noticias impactantes acaecidas en la región donde resido accidentalmente. La primera era una denuncia contra un hospital por haber distribuido a su personal sanitario mascarillas caducadas en 2009 y otra contra el gerente de una clínica que aconsejó a los empleados evitar ponérselas para no causar alarma social. Cuando la leí me acordé de Tiburón, con el alcalde de un pueblecito costero rechazando la petición del jefe de policía para prohibir la apertura del la temporada de baño pese a que un escualo gigante rondaba cerca de la playa. No sé por qué, pero todo esto me ha recordado la insistencia del Gobierno madrileño para que el ministro de Sanidad relaje las medidas de confinamiento en la región. No lo ha conseguido.