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Acordeón¿Qué hacer?El mundo multipolar visto con anteojeras de la Guerra Fría

El mundo multipolar visto con anteojeras de la Guerra Fría

Es imposible negar que habitamos un mundo multipolar. La Pax Americana apenas duró un par de décadas, desde la caída del Muro a la crisis de las subprime y la emergencia de potencias externas a la esfera occidental: China, India, Brasil, Rusia…. Casi imperceptiblemente, sin un acontecimiento-monstruo que trazase la divisoria de aguas, el orden unipolar dominado por Washington fue dando paso a una inédita correlación de fuerzas, carente de un centro hegemónico incontestable.

Entender el nuevo estado de cosas, su fluidez y ambivalencia, no es sencillo. China disputa el liderazgo a Estados Unidos en diversos frentes, pero comulga como éste con el modo de producción capitalista; riñe por Taiwan y permite que en su territorio las multinacionales yanquis hagan pingües negocios; denuesta al imperialismo e igual que éste exporta capital a los países en desarrollo en busca de ganancias: despotrica contra el orden internacional y forma parte del elitista Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. India compite con China –incluso con escaramuzas fronterizas– y se asocia con ella en los BRIC [grupo geopolítico formado por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica,​ creado en 2010]. Rusia ataca la interferencia francesa en África al tiempo que intenta reemplazarla por la suya. Brasil y México se jactan de su independencia del Imperio sin renunciar a sus puestos en el Fondo Monetario Internacional ni impedir a las firmas foráneas explotar sus recursos naturales.

No es fácil, insistimos, entender el poliédrico tablero internacional. Requiere percatarse, por ejemplo, de que los ataques de las potencias en ascenso al sistema de las Naciones Unidas no pretenden sustituirla por una arquitectura más justa, democrática e igualitaria. Lejos de ello, propugnan un retorno a la situación anterior a 1945, a la ley del más fuerte, a la razón de Estado y a las zonas de influencia de los poderosos a las que los países débiles deben someterse. La soberanía nacional, las reglas de la guerra fijadas en la Convención de Ginebra, los derechos humanos –comprendidos los de las mujeres y el colectivo LGTBI–, la autodeterminación de las etnias oprimidas, el medio ambiente, todo debe subordinarse a los intereses de los aspirantes a la nueva supremacía.

Llamativamente, un sector amplio y transversal de la opinión pública de los países occidentales aborda la complejidad multipolar con una lógica bipolar: divide el orbe en dos campos diferenciados e irreconciliables, de un lado, el imperialismo demo-liberal orquestado por Washington; del otro, la multipolaridad promovida por China y asociados. Estos últimos buscan acabar con la primacía del dólar –el instrumento monetario de opresión estadounidense–, establecer un sistema de crédito no condicionado por sesgos ideológicos, repudiar alianzas belicistas como la OTAN, rechazar la imposición de los valores occidentales al resto del mundo, etcétera. Por ello, arguyen, merecen apoyo.

Esta lectura dicotómica de las relaciones internacionales no es novedosa. Se remonta a la visión del mundo consagrada por Moscú en la Guerra Fría. Diferenciaba el campo imperialista liderado por Estados Unidos del de la paz y el progreso encabezado por la Unión Soviética, las democracias populares y los países no alineados. Tales campos, especificó Fernando Claudín, constituían bloques de Estados supeditados a un Estado rector: los aparatos estatales, no las clases populares, eran los protagonistas.

La doctrina prescribía el apoyo total al campo progresista y el repudio intransigente al reaccionario. Y entrañaba una doble moral: las pérfidas prácticas de los reaccionarios eran perdonadas cuando las ejercían los presuntos progresistas. De tal modo se atacaban las intervenciones de Estados Unidos en Vietnam y se defendían las soviéticas en Checoslovaquia, Hungría o Afganistán. El Chile de Pinochet recibía los peores anatemas, y la Argentina de Videla –principal proveedora de cereales de la URSS– no podía ser denunciada por sus atrocidades porque los delegados soviéticos y cubanos en la ONU lo impedían. Ya había ocurrido con la alianza de Moscú con la Turquía de Kemal Atatürk: para ganarse su simpatía, Lenin ignoró las matanzas de comunistas turcos y el genocidio armenio.

El programa campista postergó la lucha por el socialismo hasta las calendas griegas y canonizó la causa anti-imperialista. De tal modo se racionalizaba el apoyo incondicional a regímenes tornadizos como el Egipto de Nasser, que recibía multimillonarias ayudas soviéticas a la vez que encarcelaba a los comunistas vernáculos, lo cual no obstó a que, cuando le convino, se arrojase en brazos del Gran Satán americano. En última instancia, el campismo preconizaba la sumisión de sus partidarios a los bandazos del Kremlin, con la paradoja de que los abnegados militantes se jugaban el pellejo repartiendo la prensa clandestina que ensalzaba a los autócratas deseosos de liquidarles.

Ironías de la historia, el campo “progresista” se volvió multipolar tras los cismas de Yugoslavia, China, Albania, y la revolución cubana. En la cacofonía resultante los estalinistas acusaban a Pekín de revisionismo, los maoístas alababan la alianza de Mao y Nixon en contra de Breznev, y La Habana exigía acatamiento a los vaivenes de Fidel: cada uno defendía su “campo”, el único verdaderamente progresista. Con la deriva del movimiento de los países no alineados, las políticas campistas cobraron visos surrealistas. Lo dice todo que en sus filas revistaran los sátrapas de Arabia Saudí –fieles aliados de Washington– y el dictador de Indonesia, Suharto, el asesino de medio millón de chinos y comunistas avalado por Estados Unidos. Ninguno de estos detalles impidió a los soviéticos y a cierta izquierda seguir saludando el rol “progresista” de los no alineados. Inexorablemente, quien denunciara las iniquidades de dichos regímenes era acusado de hacerle el juego a la reacción.

El balance no puede ser peor. Las mentiras, encubrimientos y dobles raseros no aseguraron la supervivencia del socialismo real. La apología de los despotismos “no alineados” traicionó a las víctimas de su corrupción, su represión y su moralina retrógrada, y el compromiso de la izquierda con los oprimidos se desacreditó. ¿Se sacaron enseñanzas del fiasco? El campismo actual prueba que no.

Si el modelo original se extinguió con la URSS, el neocampismo se puso de largo con la llegada al poder de Hugo Chávez. El punto de referencia ya no era el posicionamiento frente a la URSS sino ante el neoliberalismo. El sismo ideológico causado por la caída del Muro dejó huérfanas a franjas de la izquierda, que buscaron salir de la intemperie aferrándose al progresismo latinoamericano y en particular al “socialismo del siglo XXI” del chavismo: un nacionalismo reformista dependiente de los hidrocarburos. En la guerra civil en Siria se situaron a favor del dictador al-Ásad y acusaron a las oenegés humanitarias de imputarle matanzas inexistentes. No vieron con malos ojos el ascenso de Donald Trump por su nacionalismo y oposición al establishment (su xenofobia, su apoyo a la brutalidad policial, su negacionismo climático, su machismo incontinente, les parecían peccata minuta). A los forjados en la tradición comunista les resultó cómodo mantener su vieja fidelidad al Kremlin, pasando por alto que Vladimir Putin no encabeza un Estado socialista sino un capitalismo oligárquico.

Pusieron el grito en el cielo cuando la Amazonia se incendió bajo el mandato de Bolsonaro, y miraron para otro lado cuando ardía durante la presidencia de Evo Morales. Condenaron la corrupción del Partido Popular español y soslayaron las “mordidas” del kirchnerismo en Argentina. Se tragaron su feminismo al no condenar la persecución de Femen en Rusia y la represión de las mujeres en Irán; y su fe democrática claudicó a las proscripciones de Nicolás Maduro y los asesinatos de disidentes rusos. Hoy repudian el bombardeo de civiles por el ejército israelí y lo toleran cuando lo perpetran las tropas de Putin en Ucrania; denuncian el racismo en Estados Unidos y no ven la limpieza étnica de los uigur en China; critican a la prensa occidental y no se pronuncian sobre las fake news de Russian Television o la censura en Cuba y Nicaragua. En su radar solo aparecen los refugiados y exiliados de gobiernos pro-occidentales; los huidos de Estados “anti-imperialistas” no figuran o son tachados de reaccionarios.

En el Sur Global abundan los sedicentes nacionalistas que aprueban la invasión de Ucrania y su desmembramiento territorial; los defensores de los descamisados que aplauden la persecución a quienes piden luz y comida en Cuba; los detractores de la banca internacional que minimizan los oligopolios patrios igual de más de rapaces. En Europa, algunos neocampistas han resuelto la contradicción de modo expeditivo, abandonando la fraseología izquierdista, abrazando los valores autoritarios y tornándose propagandistas de Putin, Xi Jimpin o Trump. Otros, los rojipardos, recuperan la liturgia estalinista para justificar su adhesión a los nacionalismos xenófobos, misóginos y homófobos.

Los neocampistas llevan anteojeras que no les permiten ver más colores que el blanco y el negro. No admiten matices ni terceras posiciones: o con uno o con el otro. En su lógica elemental, el enemigo de mi enemigo es mi amigo, negándose a entender que disentir de Joe Biden no obliga a irse a la cama con Trump. Su gran caballo de batalla es la geopolítica. Tal como la entienden, significa la subordinación de todos los factores a consideraciones “estratégicas”. La libertad de los pueblos, la opresión femenina, el dolor de las víctimas: nada importa cuando está en juego la “derrota del imperialismo”. Se promueve una visión similar a la escenificada por John Le Carré en sus novelas: un mundo en donde los individuos son peones sacrificables, en este caso en el altar del “anti-imperialismo”.

No sorprende la predilección de algunos neocampistas por las teorías conspirativas. Su maniqueísmo y su odio a Occidente les llevó a atribuir el covid-19 a una conjura de las farmacéuticas. Su reducción de la política a los manejos de las élites estatales les predispone a comprar narrativas como el complot occidental para destruir Rusia con los valores del liberalismo, el feminismo, la homosexualidad… En el neocampismo conspiranoico, el campo del Mal lo ocupan el Foro de Davos, el Club Bilderberg, las élites globalistas…; el del Bien, Trump, Putin, Ortega, Xi Jinpin, los ayatolás…

Ahora, la crisis venezolana abierta con las elecciones del 28 de julio ha venido a tensar al máximo las contradicciones del neocampismo. Por un reflejo condicionado, muchos de sus comulgantes anticiparon el triunfo de Maduro; por el mismo reflejo, avalaron automáticamente los números del chavismo. La ausencia de actas, el más elemental recaudo de limpieza electoral, no les importó en absoluto. No había que rascar demasiado para encontrar en sus argumentos los mantras de siempre: el bloqueo yanqui, la defensa del legado de Chávez, la necesidad de no hacer al juego a la reacción… (huelga decir que, si ocurriera lo mismo bajo un gobierno de derecha, montarían un escándalo mayúsculo). Era previsible que en España el elenco estable del neocampismo –Izquierda Unida, el Partido Comunista, la izquierda abertzale, Podemos…– cerrase filas con Maduro. El dato relevante ha sido el recule de algunas de esas formaciones y su asunción de la exigencia de transparencia electoral. A despecho de cálculos estratégicos, y a veces de mala gana, se aprecia una incipiente tendencia a retirar la carta blanca a los “anti-imperialistas” y rescatar valores esenciales como el derecho de reunión, la libertad de expresión y el derecho de la gente a elegir a sus representantes.

Desembarazarse del neocampismo se ha vuelto un imperativo sine qua non para el desarrollo de una izquierda democrática, crítica con los desmanes del capitalismo occidental, de los nacionalismos autocráticos y de los imperialismos emergentes. Una izquierda sin las anteojeras de la Guerra Fría, que entienda la multipolaridad en su complejidad y rechace la fantasía de cortar el planeta en dos como pretende el neocampismo; en definitiva, una izquierda insumisa a la geoestrategia y que, como propone Jesús Jaén, solo defienda el campo que importa: el de las sociedades y clases desfavorecidas.

 

Hipervínculos insertados:

Fernando Claudín: La crisis del movimiento comunista, de la Komintern al Kominform, Ruedo Ibérico, París, 1970

Jesús Jaén: La teoría de los campos: de Stalin a Putin: https://www.trasversales.net/t61jjcampos.htm

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