El Costa Concordia se ha hundido el año del centenario del naufragio del Titanic. Entre una y otra catástrofe no media sólo un siglo, sino todo un mundo. Con el Titanic se hundió la épica decimonónica de la máquina; con el Costa Concordia, en cambio, se ha hundido la boba prosa eudemonista de los folletos turísticos. Aquélla fue una catástrofe absoluta no exenta de una terrible belleza. Hubo en aquella noche del 14 de abril de 1912 quien aceptó su destino au grand seigneur, como los célebres músicos de la orquesta. Hubo quien se disfrazó de mujer para salvarse, o quien sobornó a la tripulación para ganar un asiento en botes salvavidas. Hubo quien prefirió desaparecer en las aguas heladas del Atlántico norte vestido de gala con una copa de champán en la mano. El desastre del Titanic aún fascina porque recrea la esencia de la tragedia antigua: el inútil combate contra el destino, la necesidad del combate inútil contra el destino, la ciega fatalidad contra la que sólo cabe oponer la dignidad postrera del que, sabiendo que va a morir, saluda a su destino tranquilamente.
El naufragio del Costa Concordia ha sido trágico, pero también ridículo. Las naves de este tipo son monstruosas, deformes. No navegan hacia una meta, sino que deambulan en círculos sin un objeto preciso. El turista inexperto supone que embarca para visitar bellos lugares, pero la realidad es bien distinta. Nunca hay tiempo. El barco atraca siempre en cada puerto por unas cuantas horas. El turista desembarca estresado, amenazado de abandono, apresurado como el Conejo de Alicia. Ve lo que ve sin verlo, como una alucinación. Rápidamente vuelve al barco y retoma la rutina de comilonas, bailongos y fiesterillas horteras. El crucero consiste en un sucedáneo de vida decadente. El barco repta por el mar mientras el viajero chapotea en la piscina o juega al bingo. Nunca se imagina que el gigantesco paquebote pueda naufragar; si quisiera emociones fuertes, el crucerista habría elegido otros paquetes ociológicos, más aventureros, más arriesgados.
El capitán del barco, por supuesto, abandonó rápidamente la nave. La cobardía es el reverso tenebroso de la lucidez. Permanecer en su puesto hubiera sido una hazaña anacrónica. Las hazañas que conducen a la muerte carecen hoy de unánime prestigio social; no se honra demasiado al soldado que muere en combate, ni al torero que muere en la plaza. La heroicidad posmoderna es vacua; impresiona mucho más la muerte del motorista loco que se estrella en una curva, o la del futbolista cardiópata infartado mientras pelotea esforzadamente. ¿Para qué nutrir entonces la nómina de héroes desenfocados? Mejor escapar a tiempo y aguantar luego los pleitos y las demandas.
Quizá el hundimiento del Costa Concordia sea, como lo fue el del Titanic, una alegoría de nuestro tiempo. Huyen los responsables de la catástrofe. Se salvan los que pueden, como pueden. Se naufraga sin por qué, esto es, con buen tiempo, a poca distancia de la orilla, de modo absurdo. El naufragio se graba en video y se difunde por la red. Es como si, habiendo ocurrido, no hubiera ocurrido.