Citando al camerunés Achille Mbembe, diría que ya no nos valen las viejas categorías para describir las formas del ejercicio del poder en nuestros días. Mbembe, analizando el cruce entre neoliberalismo, postcolonialidad y las máquinas de guerra, llega a la conclusión de que vivimos en una era de necropolítica, esa que hace morir o deja vivir como máxima expresión de su soberanía.
Asesinar es legal si quien mata tiene el poder suficiente para controlar y tener de su lado a ley. Es más, si quien mata define lo que es y lo que no es legal. Por eso el asesinato a sangre fría de Gadafi y su hijo Muasín es tan esperpéntico, por eso no tendrá consecuencias legales ni ha dejado una huella moral en los espectadores de Europa o Estados Unidos, convencidos de que la legalidad-moralidad está de su parte: «los buenos pueden matar a los malos«. El problema así es que, poco después de seis décadas de la declaración de los Derechos Humanos, hemos quitado el apellido de ‘humanos’ a los ‘derechos’: los administra el necropoder a su antojo decidiendo a quién hace morir (de las formas más ‘científicas’ o más crueles) y a quién deja vivir (siempre que respete estos rangos de legalidad).
Este tema del necropoder es fundamental en países de Otramérica, como México, Honduras, Guatemala o Brasil: el combate entre el difuso Estado tradicional y el contundente narcoestado es la lucha por la definición de la legalidad de la muerte. Es decir, quién puede, de qué forma y con qué ‘mercancía’ humana se puede ejercer la necropolítica. El que gane la partida no sólo podrás matar sino que podrá alardear de ello y ganará puntos cuanto más dolor logre proporcionar a sus víctimas-mercancías.
Si los medios de comunicación no han reaccionado con preguntas básicas ante el asesinato de los gobernantes que hasta hace meses eran consentidos y ahora son ejecutados… ¿por qué lo van a hacer ante el descabezamiento de cientos de civiles víctimas de la guerra no declarada que asola a varias urbes de Otramérica?