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El Niño sucio, la sucia sociedad

 

El bus va medio vacío, lo habitual un lunes a las nueve y cuarto de la mañana. Yo lo he abordado hace un par de paradas, en la que está frente al mercado de las pulgas del bulevar de Los Héroes, y me he sentado en la parte trasera, cerca de la salida. Una manía que tiene razón de ser: cuando una de estas unidades va llena, se hacinan ochenta o noventa personas. Más de una vez tuve que resignarme y renunciar a bajar donde me correspondía porque una infranqueable muralla humana me separaba de la puerta de salida. Pero ahora, reitero, el bus va medio vacío, nadie parado en el pasillo. Al llegar a la parada de Metrocentro, la ubicada frente al Intercontinental, suben primero dosquetrés personas que pagan el pasaje y rápido ocupan un asiento; luego, el último, y después de rogarle al conductor, el Niño se arrastra pecho al suelo bajo el torno, con la maestría de quien lo ha hecho cientos de veces.

 

En San Salvador, la capital de El Salvador, el transporte urbano lo gestionan empresarios o cooperativas. El Estado establece unas reglas mínimas –algunas se incumplen sistemáticamente–, concesiona las rutas, y luego, salvo escándalo mayúsculo, se limita a mirar el partido desde la grada. El resultado es un sistema de transportes caótico pero sorprendentemente efectivo. Caótico porque circulan verdaderas chatarras y porque el usuario es tratado como una mercancía. Y efectivo porque, mal que bien, cumple la función que le interesa al establishment: que cientos de miles de salvadoreños vayan cada día de la casa al trabajo y del trabajo a la casa por un precio módico: $0.20 o €0.15 por trayecto. El cómo apenas importa porque los buses son para el bajomundo, para ese 60-70% de la población que no puede elegir cómo movilizarse. Es una generalización y como tal encerrará sus excepciones, pero los buses urbanos los usan solo las personas cuyos hijos estudian en escuelas públicas y cuyos padres mueren en hospitales públicos. Porque en El Salvador parece que llevan años esforzándose –y lo han logrado– por dar a lo público una connotación de deficiente y caótico. Y el clasismo tan presente en la sociedad salvadoreña hace que en la conciencia colectiva se interpreten como inequívocos síntomas de éxito social ir al médico privado, llevar a los hijos a un colegio privado o disponer de vehículo propio para alejarse de la chusma que va en los buses.

 

Decía que el Niño acaba de subir en la parada de Metrocentro. En principio, esto no es nada extraño en Centroamérica. Cuando se pasa media hora dentro de un bus, lo raro es que no irrumpa un vendedor de caramelos-chocolatinas-agua-bolígrafos-y/o-llaveros, o un payaso triste, o un predicador-guitarrista-cantante pedigüeño, o un enfermo terminal, o un recién excarcelado o un ladrón con una .38 en la cintura. En este viejo Bluebird de la Ruta 44 ha subido el Niño.

 

Tendrá unos 12 años. Su piel está requemada por el sol del Trópico. Viste sucio: una camisola verde militar y chores negros, y calza de esos zapatos playeros de plástico agujereados que tan de moda se han puesto en los últimos años. Pero lo que más singulariza al Niño es su mirada perdida, infiero que por el efecto de tanta pega olida. El Niño tiene la mirada de haber sido ya derrotado por la vida. Después de haberse arrastrado bajo el torno, ha recorrido el pasillo y ha querido entregar un papelito a cada pasajero. La mayoría ni siquiera se lo ha aceptado. Ni siquiera se ha atrevido a mirarlo.

 

En el papelito, este texto: “POR ESTE MEDIO LES QUIERO SOLICITAR SU COLABORACIÓN PARA COMPRAR ALIMENTOS PARA MI FAMILIA. PUES SOMO DE ESCASOS RECURSOS. ¡!MUCHAS GRACIAS!!”

 

Una joven esbelta y bella de unos 18 años, y que intuyo estudiante universitaria por los cuadernos que carga y porque este bus va rumbo a la Universidad Centroamericana, da cinco centavos al Niño. Otro pasajero sentado en la fila de atrás le entrega treinta centavos. Con esos $0.35 podría comprarse una pupusa.

 

El Niño se baja antes de llegar al Monumento al Hermano Lejano, en una parada que hay poco después de la residencial Brisas de San Francisco. Yo aguanto un par de paradas más, hasta el Árbol de la Paz. Al bajar, pulso el botón REC de la grabadora digital que intento llevar siempre encima, y todo lo que acabo de ver termina convertido en un archivo de audio.

 

Pasará casi medio año hasta que lo escuche. Lo haré en la biblioteca pública del barrio de Zaramaga, en Vitoria-Gasteiz, en la opulenta Europa. Allá, en el primermundismo, parecen no percatarse entre tanto autofustigamiento impostado, pero los niños de 12 años todavía juegan.

 

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