Dos veces en mi vida he abandonado un concierto, de rock o de cualquier otro género musical. Acerca de la primera ocasión escribí una crónica que desató la ira en línea, digital o como se llame, de los fans del grupo mexicano Los Caifanes. Acerca de la segunda decidí guardar silencio, no por temor al linchamiento cibernético, sino porque sencillamente no tenía nada que decir: ocurrió hace un par de meses en el pabellón del zoológico de la ciudad de Toledo, en el estado de Ohio. Tocaba Bob Dylan. Sí, escucharon bien: Bob Dylan. Sabía de antemano que —su reputación es, felizmente, su persona, no el patético artificio que construyen algunos escritores alrededor de sí mismos— no tocaría las canciones que yo quería escuchar y que apenas se movería del escenario, rotunda y absolutamente indiferente al público.
Ante sus seguidores de hueso colorado, entre los cuales me incluyo, esta confesión podría desacreditarme para decir cualquier cosa acerca del premio de literatura otorgado hace unos días a Bob Dylan. No entraré en detalles, lo único que puedo decir es que pasada la primera hora del concierto, me encontraba buscando la jaula de los chimpancés en esos espléndidos laberintos que son los zoológicos. Quizás el concierto que acababa de abandonar detonó algo dentro de mí, muy seguramente algunos recuerdos de la infancia. Quizás entre los elefantes y los leones recordé mi descubrimiento de Bob Dylan: su extraño sombrero en la portada del álbum Desire, un vinilo que sostuve entre mis manos de niño, fascinado por la imagen de un personaje extravagante, de una música que sonaba, así reaparece en mi memoria, como proveniente de comarcas encantadas y vagamente vaqueras.
A sabiendas de que la ocasión no se volvería a repetir, terminé por largarme de Toledo, estado de Ohio, y emprender el regreso a casa. En su columna de los viernes en el diario Reforma, Juan Villoro cifró la experiencia vital del premio Nobel de literatura: “A los 75 años, el vagabundo de Duluth sigue en el camino. Su Odisea no tiene Ítaca. Es más fácil localizarlo en un autobús que en una casa. Ha reconocido sus deudas artísticas, pero también ha dicho: «¿Qué hay de las cruces en las carreteras y en las esquinas heladas? ¿Qué hay de los discos que oí una sola vez? ¿Qué hay de los aullidos de los lobos y los ladridos de los perros?»”.
En cualquier caso, aullido de lobo o ladrido de perro, como fan y lector de Dylan, no puedo más que celebrar que la Academia Sueca le otorgara este año el premio Nobel. En la era del internet, la polémica se desató de inmediato. Lo obvio: que por qué a un músico y no a un escritor-escritor (a saber qué cosa es eso), por ejemplo en las páginas editoriales de The New York Times, donde una columnista sugirió que la Academia buscaba innovar y que por ello el premio debió haber recaído en la ciertamente innovadora y críptica como el arameo, Anne Carson, que sus letras sólo funcionan como letras de canciones, y un largo etcétera que alcanzó su más bajo grado de patetismo en The Telegraph, el tabloide sensacionalista vespertino más leído en Londres, me consta, en el cual un tal Stanley compara a Dylan con una estrella en pleno proceso de extinción. Algo más que la razón trae consigo el escritor Sergio González Rodríguez cuando afirmó en una entrevista aparecida en Reforma, que “el estereotipo de Dylan como el cantante de rock de los años 60 cuyos méritos están pasados de moda, que prolifera sobre todo en las nuevas generaciones, es una percepción producto de la ignorancia literaria.”
Nadie, absolutamente nadie, lo habría dicho mejor que González Rodríguez, detective salvaje si los hay.
Tampoco faltaron aquellos que aprovecharon la ocasión para referirse al premio Nobel de este año con propósitos auto-promocionales, como la del eterno bohemio Joaquín Sabina: «La primera vez que escuché a Dylan fue a los 18 años, cuando una novia inglesa me lo puso en mi casa de Granada. No entendí una palabra de lo que decía, pero tuve claro que me estaba hablando a mí.”
Hacía tiempo que no leía —abomino de las historias de avistamientos de naves espaciales y la existencia de mundos paralelos— una soflama tan idiota, tan estúpidamente paranormal, además de otros indignados comentarios en redes sociales cuestionando si Dylan es músico o es qué cosa, pero Nobel de literatura ciertamente no, cómo, jamás.
A todos ellos les tengo una noticia de último minuto: en la quinta entrevista que dio desde la aparición de su primer disco en 1962 para el diario LA Free Press en marzo de 1965 —es fama que las evita como la peste—, el propio Dylan dirimió el asunto en términos que seguramente el día de hoy, en este mismo instante, le provocarían un severo ataque de histeria a más de uno de esos poetas cincuentones (los conozco, algo pasa con ellas y ellos, que llegados al quinto piso se comportan como Enrique VIII, o sea: como chiflados), aparentemente indiferentes a las cosas de este mundo, finos, muy finos y sofisticados: “Hay empleados de gasolinera que son poetas. Yo no me denomino poeta a mí mismo, no me gusta la palabra. Soy un trapecista.”
Recupero del libro descomunal, Bob Dylan. Letras 1962-2001, que publicaron en conjunto Alfaguara y Global Rhythm en el año 2008, que yo compré en una pequeña pero bien dotada librería de Pontevedra, en Galicia y por el cual tuve que pagar un dineral por sobrepeso en mi equipaje, una muestra definitiva y jamás incluida en ninguno de sus discos, del arte acrobático de Dylan, Nobel a quien intuyo le importan muchas cosas más antes que el Nobel:
Esto es la despedida, amor
Partiré al alba
Hacia la Bahía de México
O quizá a la costa de California
Así que adiós, amor de mi vida
Nos encontraremos otro día, en otra ocasión
No es el partir lo que me duele
Sino el amor que va a quedar atrás