Este texto pertenece a la serie Remembranzas
La novela autobiográfica de Camus, El primer hombre, es un grito en favor de los olvidados de este mundo, de los que no tienen la posibilidad de tener un lugar en la historia. Esta novela es un elogio de la educación en su sentido más prístino. El niño no había conocido a su padre, muerto prematuramente en una guerra que no era la suya, como no lo son las guerras de quienes mueren en el campo de batalla. Criado en un país lejano por una madre, iletrada y sorda, que trabajaba en casas ajenas sin descanso, y por una abuela autoritaria –que hacía de cabeza de familia administrando el dinero escaso–, acudía a la escuela como a un lugar que «ofrecía una evasión de la vida de familia», y donde el maestro «alimentaba en ellos el hambre de descubrir» y les hacía «sentir por primera vez que existían y eran objeto de la más alta consideración». «Se los juzgaba dignos de descubrir el mundo».
Pasados los años, el niño, hecho ya un hombre, escribía al maestro para decirle: «Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto… que me ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siendo siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido».
El hombre reconocía el trabajo de quien le había descubierto el mundo de los libros, y «les acogía –a él y sus compañeros– con simplicidad en su vida personal, la vivía con ellos contándoles su infancia y la historia de otros niños que había conocido, les exponía sus propios puntos de vista, no sus ideas, pues siendo, por ejemplo, anticlerical como muchos de sus colegas, nunca decía en clase una sola palabra contra la religión, ni contra nada de lo que podía ser objeto de una elección o una convicción».
El hombre era Albert Camus, premio Nobel de literatura en 1957 que, tras recibir la mayor distinción que un escritor puede recibir en vida, escribió al que fuera su maestro en Argel durante su infancia pobre, esa carta –de la que hemos extractado algunos párrafos– reconociéndole la importancia que había tenido en su vida, también de escritor.
La historia de la infancia del que llegara a ser premio Nobel estaba siendo escrita por el propio Camus–en tercera persona con personajes de nombre ficticio– cuando le sobrevino la muerte, y el manuscrito de esa autobiografía inacabada se encontró en el vehículo en el que Camus sufrió el accidente mortal que truncó su vida a la temprana edad de 44 años, poco después de que el propio escritor declarara: «Mi obra aún no ha empezado».
Esa historia, que podría ser un cuento de Navidad pero que no lo es –y que fue publicada muchos años después (1994) en Francia bajo el título El primer hombre–, nos cuenta la migración de los jóvenes padres de Camus desde la metrópoli a la colonia, de la pronta muerte del padre en las trincheras de la I Guerra Mundial, de la infancia pobre pero feliz de Camus en Argel, del disfrute de los juegos infantiles, de los baños en la playa a la puesta del sol, de la capacidad de un niño –que representa a tantos y tantos otros– por sobreponerse a la adversidad y al anonimato de la pobreza.
Esa novela autobiográfica para la que inicialmente Camus pensó el título de El Nómada, se presenta a nosotros como un elogio de la educación en su sentido más prístino. La educación como instrumento esencial para superar las diferencias que impone la cuna, como instrumento esencial para que cada ser humano acceda al conocimiento, en su sentido más genuino, sobre sí mismo, sobre el mundo y sobre los otros.
Esta historia nos interpela sobre la necesidad imperiosa de dar a todos los niños, especialmente a los más desfavorecidos, a los que tienen más riesgo de exclusión o ya nacen excluidos, el acceso a la educación.
El primer hombre es un grito en favor de los olvidados de este mundo, de los que no tienen la posibilidad de tener un lugar en la historia. Leyendo la novela uno adquiere el conocimiento de que el primer hombre es aquel que «camina en las noches de los años por la tierra del olvido». Aquel que, como Camus, tiene que «criarse solo, sin padre, sin haber conocido nunca esos momentos en los que el padre llama al hijo cuando éste ha llegado a la edad de escuchar, para confiarle el secreto de la familia, o una antigua pena o experiencia de la vida». Aquel que tiene que «aprender solo», «sin memoria y sin fe», «crecer solo, en fuerza, en potencia, encontrar solos su moral y su verdad, nacer por fin como hombres para después nacer en un nacimiento más duro, el que consiste en nacer para los otros».
Hoy se cuentan por millones los que en el mundo son un primer hombre. Hay 25 millones niños de primaria y secundaria sin escolarizar en zonas en conflicto. De todo el presupuesto para labores humanitarias, menos del 2% se ha invertido en educación. La mayoría de las ayudas a los refugiados van destinadas a comida, agua, el alojamiento o la supervivencia. Es evidente que eso es imprescindible, pero no dar prioridad a la educación es poner en riesgo el futuro de los niños. Enseñándoles, garantizamos su independencia para que ellos puedan volver y cambiar el rumbo de sus países en el futuro. Todos los niños y niñas deberían estar escolarizados en primaria y secundaria, al menos, hasta los doce años».
Garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad y promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida para todos es el cuarto de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible marcados por Naciones Unidas, que deben alcanzarse antes del año 2030, y se justifica en la firme convicción de que la educación es uno de los motores más poderosos y probados para garantizar el desarrollo sostenible. Con este fin, el objetivo busca asegurar que todas las niñas y niños completen su educación primaria y secundaria gratuita para 2030. También aspira a proporcionar acceso igualitario a formación técnica asequible y eliminar las disparidades de género e ingresos, además de lograr el acceso universal a educación superior de calidad. Como declarase el Plan de acción de la Cumbre Mundial a favor de la Infancia, «No hay causa que merezca más alta prioridad que la protección y el desarrollo del niño».
En los momentos actuales en que vivimos, donde hay niños que viajan solos en busca de refugio, otros malviven en países fallidos, sufren bajo la explotación de mafias o mueren tras ser separados de sus padres en fronteras de Estados gobernados por vendedores de humo –e inoculadores del miedo al pobre–, parece necesario recordarlo. También hay que recordar que de muchos de esos primeros hombres y de lo que invirtamos en su protección y desarrollo, dependen, «la supervivencia, la estabilidad y el progreso de todas las naciones y, de hecho, de la civilización humana».