Hay un nuevo analfabetismo que define el tiempo en que vivimos. Es el analfabetismo de los sofisticados, protagonizado por quienes han accedido hasta los niveles últimos de la educación y que, sin embargo, tras una pulida apariencia de alfabetización superior esconden una ignorancia profunda y una total ausencia de pensamiento propio, articulado y libre.
Este artículo nace de la preocupación al encontrar, en mí y en el mundo, la presencia de esta ignorancia sofisticada.
El nuevo analfabetismo imperante tiene distintas manifestaciones. Hay un cambio de paradigma que retrata nuestra época: se ha sustituido la precisión por la impresión. Nos movemos constantemente en el terreno de la impresión más superficial, y desde esa impresión se vierten la mayoría de las opiniones; la opinión en muchas conversaciones cotidianas y públicas ha perdido peso, porque no nace de la argumentación sino de la más ligera impresión de que algo funciona o ha de funcionar de una determinada manera. Por ello están ganando peso las ideologías, imponiendo sus marcos rígidos, porque la ausencia de pensamiento propio impide trascenderlas. En la pérdida de la precisión se fundan muchas injusticias y los prejuicios y la manipulación ganan importancia.
Un ejemplo de falta de precisión es que en muchos periódicos (y portales informativos) nacionales e internacionales la opinión ha desbordado el lugar de la muy legítima línea editorial, y se ha volcado sobre todos los textos periodísticos y también sobre su selección. Se ha producido una difuminación entre lo que es una noticia, una crónica o un artículo de opinión. El lector, que en la noticia quiere presenciar la batalla y no la interpretación del conflicto, no la llega a ver. Se transgreden muy a menudo normas básicas del periodismo, como es la concitación de fuentes distintas. No abundan la calma, el sosiego ni la distancia crítica. La impresión sustituye a la precisión, y con este cambio perdemos sin duda alfabetización. La precisión no nos interesa ya, y ante la mayoría de los asuntos basta con una cierta reacción sentimental basada en la experiencia personal o en la corrección política que impera. El juicio es inmediato, sin que medie reflexión, el tiempo para la reflexión es casi inexistente.
El hombre contemporáneo, instalado en la superficie, en la tiranía de la apariencia, pierde densidad. A merced de las rápidas corrientes nos movemos sin pausa y poco nos conmueve en verdad, y ansiamos detenernos y admirar la vida, pero no lo logramos. En realidad, y a pesar de nuestros aires de grandeza, hemos perdido poder. El mundo superficial no pone el pie en la tierra. Así decía el poema de Miguel Hernández, ¿y acaso no es un sentir actual?:
“Iba mi pie sin tierra, ¡qué tormento!,
Vacilando en la cera de los pisos,
con un temor continuo, un sobresalto”
Estamos sometidos de manera absolutamente acrítica e infantil en muchos asuntos. El sometimiento sin espíritu crítico es un síntoma de analfabetismo.
Uno de los más graves es el abuso actual de la tecnología, la triste virtualización de la vida. Engañados por manipulaciones de efecto asegurado porque interpelan a lo más hondo de nuestra psicología, como son la necesidad de aceptación social y de relevancia y el gusto por la inmediatez, estamos a merced de cualquier propuesta de unas pocas grandes empresas.
Con la tecnología, y ante la impresión (y no precisión, pues son muchos los estudios que avalan lo contrario) de que ha de ser magnífica herramienta para el desarrollo cognitivo, neutralizamos a los niños y les alejamos del tacto, del tiempo perdido, largo y luminoso de la infancia. Es urgente la racionalización del uso de la tecnología en los centros de formación presenciales, en escuelas y universidades. Con la soberbia conciencia de ser sociedades altamente desarrolladas, se asiste con indignación personal, pero impavidez general, a las situaciones de acoso y de generalizada alta presión a la que queda sometida la juventud a través de la omnipresencia de las pantallas y las redes sociales, y a la radical dispersión que producen en la atención de los alumnos universitarios. ¿Cómo en ese contexto va a florecer la alfabetización, sin sosiego intelectual?
En gran medida alejados de esta preocupación, en algunos centros universitarios se debate y reduce el peso del estudio de la lengua y la literatura, privilegiando con acrítica ligereza, esto es, con analfabetismo, la sofisticación de lo nuevo, la herramienta digital y la internacionalización como criterio en sí mismo. He aquí uno de los puntos de apoyo más asentados del nuevo analfabetismo: el pragmatismo extremo. ¡Quién tuviera delante, y dentro de sí, la sabiduría iletrada de Sancho Panza y no un resabiado pragmatismo, alejado de todo lo esencial, de toda poesía y sutilidad! La eficacia como único criterio principal ha matado en muchos asuntos la pasión y la épica, degradándolos y haciendo que en última instancia pierdan interés, lo que, paradójicamente, no es eficaz. La universidad se profesionaliza y se concentra en la utilidad práctica y no en la aparente inutilidad del saber por el saber, del saber por el placer. El placer está significativamente desterrado de muchos planes de estudio, y ésta es tal vez una de las razones de la desafección del alumnado.
Creo que el signo más claro de la alfabetización es la lectura por placer. El placer ha de reivindicarse, pues toda cultura se desarrolla a través de él. Y en la lucha por la cultura, en esta aparente sutileza inútil, se ponen en juego la igualdad social y la inteligencia social. El gran combate, hoy en día, es contra este nuevo analfabetismo que se generaliza. La gran dualidad que, de fondo, marca nuestro siglo, es la que se da entre la inteligencia, letrada o no, y una sofisticada estupidez.