En una plataforma de la estación Times Square tuve mi primer gran encuentro con el subterráneo. Era mi primer día de clases de inglés intensivo en Nueva York. Ahí estaba yo, dudando en subirme o no a ese ruidoso tren con un número 1 al frente, cuando se abrieron las puertas y vi gente. ¿Cómo averiguo si va “uptown” o “downtown”? ¿Cómo se dice en inglés lo que yo quiero preguntar? pensé. En un impulso, dirigiéndome a un muchacho que viajaba aferrado a un pasamanos, le pregunté en castellano: ¿Va a la 34? y el muchacho me respondió “Sí, sí va” con perfecto español y amable acento de México.
Recuerdo haber experimentado una sensación de alivio. Pasara lo que pasara, el idioma que yo manejaba me iba a servir de herramienta en esta nueva ciudad. Y así se los digo a mis amigos que me visitan de vez en cuando, o a las tías que temen perderse en los laberintos turísticos del tren subterráneo: “Si necesitas ubicarte, mira alrededor. Siempre hay alguien que habla español”. A mi padre no tuve jamás que sugerirle nada, pues él, con desparpajo, se lanza a preguntarle en español tanto al chino del restaurante de Chinatown como al polaco de la bodega de Astoria. A veces tiene suerte y recibe una correcta respuesta en ese idioma, otras veces recibe una sonrisa de ignorancia y de vez en cuando un “no hablou espaniol” como excusa. Pero él no desespera y pasa a su siguiente víctima hasta que alguien lo entiende y le responde. Si hablas español no puedes perderte en Nueva York: Ciudad Gótica se ha castellanizado.
Casi once años después de aquella primera experiencia en el subterráneo, esta semana vi a mis estudiantes sufrir en un examen de conjugaciones: pretéritos perfectos e imperfectos. Era una prueba solo con verbos regulares. Sin embargo, para algunos de ellos, esas palabras parecen ser acertijos indescifrables.
Mi clase está compuesta por estudiantes que provienen de familias hispanas pero que han nacido y crecido en Nueva York. Les menciono los viajes que podrían hacer a ciudades interesantes como Buenos Aires o México DF. Les enseño imágenes de lugares que podrían visitar, como el barrio de La Candelaria, como las pirámides de Chichen Itza, las ruinas de Machu Picchu, las cataratas de Iguazú o el volcán Arenal; y les digo lo útil que les sería el español en estos sitios. Los insto a viajar porque sé–por experiencia–cuantas cosas nos enseñan los viajes cuando no sabemos nada de la vida. Y así creo que estos jóvenes le toman un poco más de gusto a memorizarse palabras como “pretérito”, “participio” o “gerundio”.
Uno de ellos tiene padres puertorriqueños. Aprendió con gran facilidad a identificar el pasado imperfecto del pasado perfecto, pero cuando habla no puede deshacerse de un fuerte acento “gringo”. Tiene solo 18 años. Me dice que siente vergüenza cuando encuentra hispanos que le hablan en español y él tiene que responder que no les entiende. Le sugiero que viaje y aprenda el idioma hablando con personas de otro país. Él me responde que en la esquina de la avenida Grand Concourse con la calle Fordham en el Bronx puede escuchar todo el español que quiera. Otra de mis estudiantes habla de un abuelito que le conversa en un inglés quebrado. Yo le sugiero que le converse en español todos los días “aunque sea un ratito”. Ella tiene una perfecta pronunciación, pero le ha tomado tiempo entender la diferencia entre el pretérito perfecto y el imperfecto; o más aún, diferenciar una palabra grave de una aguda o una esdrújula. “Suena muy extraño” me dice uno de ellos cuando pronuncia “ce-ná-ba-mos”. Yo trato de convencerlo de que para los verbos regulares de primera terminación hay una reglas que son como las matemáticas: apréndete las terminaciones e identifica la raíz.
Sin embargo, hay momentos de gran felicidad en este proceso. La última clase uno de mis estudiantes se acercó y me dijo “profesor, pregúnteme cuantos países conozco” “¿Cuántos países conoces?” Su dedo señaló el suelo y me dijo “Solo éste”. Él quiere viajar a Sudamérica. Quiere ir a la Argentina y ver un partido de fútbol. Me complace saber que tal vez un día él estará en Buenos Aires, tal vez con la duda de cómo llegar hasta la cancha de Boca; y preguntará–como lo hice yo en Nueva York, mi primer día–direcciones en español. Habrá entonces vencido el temor a esas palabras extrañas que debió aprender para una clase universitaria, el miedo a todas aquellas reglas que dificultan el aprendizaje; y se sentirá en posesión de una poderosa herramienta: un nuevo idioma.