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El nuevo mandarín

 

“Las leyendas de los libros no publicados es un producto de nuestra cultura de la derrota”, afirma Gregorio Morán en el prefacio a El cura y los mandarines (Akal, 2014). Hablábamos en el último post del gran libro del arabismo en España que su autor, Juan Vernet, no llegó a culminar y hace unos meses de los libros perdidos, en toda la extensión de lo que constituye casi un género. El de Morán llega precedido por la polémica de su censura en la editorial Planeta, donde sólo faltaba, en palabras del autor, darle al botón de imprimir, y su publicación final en Akal, con la tormenta –a la postre en un vaso de agua– que ha suscitado. La razón es conocida: la editorial le exigió retirar el penúltimo capítulo, referido a la Real Academia Española, con la que tiene suscrito el pingüe negocio del diccionario de la lengua. “La censura ha cambiado de signo”, explica Morán en un encuentro con Juan Carlos Monedero, estábamos acostumbrados a una acción de Estado, política, “pero no existía la censura empresarial”.

 

“Mientras estamos en el mundo virtual, el poder está en el papel”, reflexiona el autor en el encuentro: “Mientras no conquistemos el papel o neutralicemos su efecto, seremos dependientes de una política hegemónica cultural que va en nuestra contra”. A tenor de las referencias que recoge Akal en su página web, El cura y los mandarines, más allá de algunas crónicas del acto de presentación, ha suscitado escasos comentarios y no he sido capaz de encontrar ningún análisis de cierta enjundia, pero me he cruzado con varios amigos que están apasionados leyéndolo. Reproduce Morán en el prefacio la nota de contraportada preparada por la editorial censora, que culmina: “A partir de ahora, ninguna reflexión sobre la cultura española en la segunda mitad del siglo XX podrá prescindir de referirse a este libro”. Estamos ante una obra singular, por tanto, que puede ser consagrada o condenada por factores exógenos y en la que vale la pena detenerse, aunque sea desde la modestia del mundo virtual.

 

En términos futbolísticos podría decirse que Morán practica un juego marrullero, como esos defensas que entran siempre con los tacos y provocando la falta. Su estrategia desconcierta en un principio, a base de anécdotas que recrea con minuciosidad, pero se abre paso la vocación de crónica total, desde 1962, año crucial por tantos motivos, hasta la salida del PSOE del poder en 1996. Contextualiza y eleva con enorme habilidad a categoría el suceso aparentemente nimio, el comentario banal, el rasgo cruel del personaje al que sabe driblar. Es, en este sentido, un ejercicio del mejor periodismo y gana por goleada, te guste más o menos su juego. No diría yo que ninguna reflexión del futuro podrá prescindir de este libro, pero no debería. Tal vez se venda y no se lea más que desde el índice onomástico.

 

Lo mejor de El cura y los mandarines está para mí en las dos primeras partes. Desde el germen de Santander –antes de la existencia de Cantabria– hasta el contubernio de Múnich y esa gran operación política, la mejor del franquismo: los XXV Años de Paz, que derrotó de un sólo golpe al exilio. La enunciación misma del mandarinato –término que toma de Miguel Espinosa– habría de pasar al acervo periodístico. El cura por antonomasia, Jesús Aguirre, no es más que un hilo conductor que adorna las galopadas por las bandas del autor, pero caes en su embrujo. Completa muy bien la construcción del personaje el libro de Manuel Vicent Aguirre, el magnífico (Alfaguara, 2011), que ofrece la visión de los amigotes de tertulia que asisten boquiabiertos a sus proezas.

 

De qué manera esa tropa de la Falange y esa parroquia del Opus fueron diluyéndose y transformándose en una nueva casta que confluyó en el triunfo del PSOE, con la creación estelar de la Transición, es el mérito principal del ácido libro de Morán. Desde el más rancio franquismo se pasó a la visita de Althusser en 1976 y la profusión de revistas rompedoras capaces de revisar el maoísmo o plantear el neoestalinismo, una batiburrillo que los que entrábamos entonces en la Universidad veíamos revolotear a nuestro alrededor sin entender nada. Todo desapareció como por arte de magia cuando el PSOE empezó a extender cheques en blanco al portador, en expresión feliz y ya clásica de Ferlosio (Morán dice que se arrepintió de haber firmado a favor de la permanencia en la OTAN).

 

Muy bien traída está la crónica de la exposición “Carlos III y la Ilustración”, que los socialistas inauguraron al tiempo que un poder que parecía absoluto, entre el triunfo en el referéndum de la OTAN y la derrota de la convocatoria de la primera huelga general. El análisis de la cultura del PSOE, que tantos lodos ha traído, se queda a medio camino, o al menos te deja con ganas de más. El capítulo de El País y su consolidación como “intelectual colectivo” es un regate en corto. El éxito innegable del periódico –donde Morán quiso colaborar– no estriba en su continuismo ideológico, en el que sin duda se sustentó en los primeros tiempos, sino en su potente y renovadora maquinaria informativa, que la sociedad demandaba, incluso en su escrupulosa división entre opinión e información, con aquellas tribunas ofrecidas sólo a quien tuviera algo que aportar en el tema. Se equivoca el autor cuando afirma que Jesús Fernández Santos, el novelista, era hermano de Francisco y Ángel Fernández-Santos; es más, la homonimia dio lugar a una confusión digna de un apunte al estilo Morán.  

 

La lectura resulta fascinante siempre que uno esté dispuesto a reconocerse en un grupo de “cándidos indocumentados”. En una de las pocas opiniones publicadas en papel, Luis María Anson, miembro de la Academia despellejada, afirma que “no existe motivo razonable para rechazar la obra” y que lo ha leído “a ratos con regocijo, a ráfagas con el ceño fruncido”. Añade: “Se trata de la visión de una parte de la cultura española de medio siglo, según el criterio de un hombre muy inteligente que desgrana con acritud sus opiniones y sus desencantos”.

 

El País, además de la crónica de la presentación, sólo ha dejado caer un par de menciones al “ajuste de cuentas” de Morán. En el ajuste de cuentas de Cervantes, Don Quijote llega a la imprenta de Barcelona donde se corrigen las pruebas del Quijote de Avellaneda: “Las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o la semejanza della, y las verdaderas tanto son mejores cuanto son más verdaderas”.

 

Cubierta del libro que Crítica (grupo Planeta) no llegó a publicar

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